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14 noviembre, 2012

Cuando la historia se convierte en vida

LITERATURA

Mujeres, política, poder y literatura forman parte del universo de una autora cuyas ideas exploran lo más íntimo de la naturaleza humana.

 

Por: Pilar Guiroy

 

Mujer de intelecto y sensibilidad, María Rosa Lojo ha logrado afincarse como una de las grandes escritoras de la literatura argentina actual. Doctora en Letras e investigadora del CONICET, su producción incluye cuentos, novelas, poemas y numerosos trabajos de investigación, muchos de los cuales llevan como consigna desentrañar el pasado conflictivo y enigmático de nuestra nación, a la vez que develan identidades de personajes que buscan hacer su propio camino, superando convenciones y estereotipos.

¿Cómo comienza su proceso creativo? ¿De qué manera combina la Historia con la literatura?

Es una unidad. Tengo una vida de investigadora, de intelectual, en la que leo todo tipo de textos, ya sean antropológicos, históricos, literarios, filosóficos. En el mismo campo de intereses se inscriben las historias que imagino, los personajes en los que me detengo, las conjeturas y ficciones. Está todo unido, no viene primero una cosa y después la otra. Trabajo sobre un mundo y un conjunto de problemas. Las novelas suelen llevarme varios años, se van elaborando a veces en forma simultánea con textos poéticos o de ensayo, y en interacción con ellos. Escribí La pasión de los nómades durante cinco o seis años y Finisterre en un tiempo similar. Para Finisterre incluso yo tenía otra idea inicial; pensaba centrarme sobre un personaje histórico de segunda fila: Manuel Baigorria, exiliado dos décadas entre los ranqueles, que también está incluido en la trama, pero en el proceso de la escritura terminó siendo un disparador del resto y a partir de su vida me puse a pensar en otras vidas, en personajes de ficción y en historias femeninas posibles que no habían sido contadas y que me parecieron las más interesantes, francamente. Por eso, terminan ocupando la mayor parte del libro y los roles protagónicos.

¿Tiene algún referente de novela histórica? ¿Alguien que haya sido un ejemplo para usted?

Hay muchos escritores y escritoras, no necesariamente de novela histórica, que no es un género tan rígido. Una buena novela histórica es, ante todo, una buena novela literaria, y las actuales se escriben desde la estética y la perspectiva conceptual del presente. No es que reiteren los modelos decimonónicos, ni tampoco se atribuyen una función didáctica. De alguna manera la ejercen, pero de forma indirecta y subsidiaria, no es el propósito primario de un escritor; menos aún de los autores contemporáneos de novelas históricas, que más bien pensamos en desestabilizar lo que se cree conocido, en desarticular presupuestos y no en la divulgación pedagógica. Quizás lo que estas nuevas novelas enseñan, en todo caso, es la fragilidad y la precariedad de ciertas interpretaciones consolidadas del pasado.

En cuanto a referentes del género, para mí fue crucial, siendo muy joven, el descubrimiento de Alejo Carpentier, con El siglo de las luces y El reino de este mundo. Pienso también en una autora deslumbrante, Marguerite Yourcenar. Y en la gran novela Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari, que resulta ser una historia sobre la condición humana, no solo sobre el Antiguo Egipto, sino sobre el poder, la traición, la identidad. Creo que todas las buenas novelas, de una manera u otra, se ocupan de estos temas, más allá de la época que elijan. En el caso de la novela latinoamericana que trabaja sobre la historia —y aquí me incluyo—, lo que nos impulsa a la mayoría de los escritores es la condición problemática que para nosotros tiene el pasado. La Argentina se ha percibido a sí misma y se sigue percibiendo aún como un país que nunca fue del todo fundado. Un país que está definido por los intentos fallidos, por los proyectos discontinuos, y creo que esas experiencias pesan particularmente en las coyunturas en las que la novela histórica revive. Por ejemplo, la Argentina postdictadura fue una etapa en la que se empezaron a plantear nuevamente muchas cosas, en particular en la década menemista con la supuesta «inserción automática» que íbamos a tener en el primer mundo. Creo que eso provocó más preguntas: cuál era el verdadero lugar de nuestro país en el contexto internacional, de dónde veníamos y adónde íbamos, cómo redefiníamos la Argentina; muchas novelas se interrogaron por estas cuestiones a partir de la indagación en el pasado. Esto coincidió con un boom comercial sostenido por el público lector, en el que también hubo productos olvidables, de baja calidad. Pero aun en esta avalancha, cabe destacar que existió un replanteo de la memoria oficial dela Argentina y una revaloración de otros agentes históricos no habituales en la enseñanza escolar, como por ejemplo el papel de las mujeres, de las minorías étnicas y de los pueblos originarios. Es interesante el trabajo sobre las figuras heroicas masculinas, convertidas en clichés que se consideró necesario poner en cuestión; el cuerpo, la intimidad de los sentimientos, la vulnerabilidad, la enfermedad y la vejez se incluyeron en el imaginario sobre los próceres. Las aspiraciones estéticas no siempre fueron logradas, pero había una atmósfera que permitía y estimulaba este tipo de indagaciones.

La búsqueda del origen

Usted recién hablaba sobre la búsqueda de la identidad. En Finisterre está muy presente ese tema, ya que la protagonista va redescubriendo su pasado. ¿Ese retorno tiene que ver con la afirmación de la identidad de una persona?

Sí, por supuesto. Finisterre es, entre otras cosas, una novela sobre lo intrincado de la identidad, que no está vista como una esencia fija, sino como una construcción y reconstrucción permanente donde confluyen diversos linajes y legados culturales y que se va modificando con las experiencias.

Pero es necesario volver al pasado para entender lo que uno es.

Yo estoy convencida de que sí, sobre todo creo que es necesario indagar en los aspectos escamoteados, negados y ocultos, buscar una retransmisión de la historia perdida, la historia personal y colectiva. Es un flujo que en la Argentinase cortó bastantes veces y que fue distorsionado. Hay ecos de nuestra historia reciente en Finisterre, porque aunque se la lleva su propio padre, de alguna manera Elizabeth está en la posición de una niña apropiada. El padre le ha robado buena parte de su historia personal, le ha borrado la memoria materna y sus orígenes en el Río de la Plata.

Y trata de infundirle una identidad acorde a sus propias creencias.

Sí, acorde a sus convicciones y al lado que a él le interesa mostrarle. Todo esto se conecta conla Argentina de los desaparecidos, de los hijos robados. Alude a la imagen mutilada e incompleta  de un país mucho más complejo de lo que hemos querido ver en la mayoría de sus representaciones oficiales.

También aparece en su obra otro tema, el viaje al fin del mundo.

Que son los confines de uno mismo, es decir, las zonas reprimidas, los lugares donde no queremos internarnos porque hay un tabú que nosotros mismos nos imponemos, así como la sociedad. Se trata de la exploración de un lado peligroso, en sombras, que aparentemente conduce al abismo, pero en realidad, si uno se libera de ese temor, también es la zona donde se puede acceder a otra verdad. Por eso Finisterre es un lugar geográfico (el cabo del Fin del Mundo, para los antiguos) y también psicológico; es una metáfora de la experiencia humana. Para que la vida sea plena, tiene que llegar también a lo abismal, al extremo y a la intemperie, transitar las intensidades, afrontar las situaciones límite, pero hay que tener el coraje y la audacia para saltar más allá de donde creemos que podemos hacer pie.

¿La independencia y la fuerza son las características que más valora en sus heroínas?

No lo sé, a lo mejor sí, ahora que me hace pensarlo. Valoro mucho en los seres humanos, y en las mujeres en particular (porque siguen siendo un género subalterno), la capacidad de construir de una manera autodeterminada su propia vida. No quiere decir que tengamos que exiliarnos de nuestro entorno, porque la vida siempre se teje en relación, en red, pero podemos y debemos tomar nuestras propias decisiones y eso es lo que las mujeres en mis libros hacen, con todo el riesgo que implica. Al tomar uno la propia decisión, no se le puede echar a otro la culpa, ni reprochar a nadie por un deseo incumplido. Para que la vida femenina continúe subordinada tiene que haber mucho de comodidad, de inercia. Y de temor, por supuesto. Es necesario animarse a ir más allá de los límites convencionales y seguros.

Sobre todo en el ámbito político, donde la mujer no suele ser la protagonista. En algunas novelas, como La princesa federal, hay un papel muy fuerte de la mujer en la política, personificado por figuras como Manuelita Rosas.

Un poder que no era común realmente, si bien las mujeres argentinas participaron mucho en la época de las independencias. Manuelita tenía un papel oficial representativo: el de primera dama dela Argentina, pero fue más allá de él. Su rol incluía muchas cosas; era sobre todo un puesto de mediadora política entre su padre y el pueblo, entre Rosas y los diplomáticos extranjeros, y en las tensiones internas de la clase dirigente. Uno de los cuestionamientos de José Mármol, opositor acérrimo, tiene que ver con la vida que según él, Rosas le hace llevar a su hija. Mármol decía que había pervertido la naturaleza delicada y femenina de Manuela al sumergirla en el ámbito del poder, que es antinatural para las mujeres. Pero lo que él veía como ignonimia, hoy podemos valorarlo más bien como una manera pionera y adelantada de hacer política. Manuela Rosas tiene incluso, en comparación con su madre, una posición más complicada y más sutil, porque Encarnación Ezcurra (que también tuvo gran peso público) era una mujer sumamente combativa por lo que se sabe de ella, mientras que «la Niña» logró ejercer su encanto personal y su diplomacia hasta el punto de ser admirada y adorada hasta por los adversarios de su padre.

Relaciones de poder

¿Qué rol cumple el saber en sus historias?

El conocimiento siempre es liberador y necesario, salvo que se presente como un ejercicio superficial de pedantería. Muchos de los personajes de mis libros (varones y mujeres) son de algún modo profesionales del conocimiento: intelectuales, profesores, traductores, historiadores, escritores, eruditos, también  científicos (quizá, mayormente médicos). Todos buscan saber cosas concretas, pero también, sobre todo, buscan entender quiénes son ellas o ellos mismos, cómo situarse en el mapa cambiante de la realidad, cómo llevar a cabo aquello para lo que se sienten íntimamente destinados. En las mujeres, el conocimiento es, ante todo, «empoderamiento». No olvidemos que la subordinación femenina estuvo relacionada, en gran parte, con la exclusión de la educación sistemática universitaria y por consiguiente, con la imposibilidad de ejercer profesiones en el ámbito público.

¿Existe una relación igualitaria entre el hombre y la mujer?

Tendremos una sociedad igualitaria en la medida en que las familias vivan dentro de un modelo igualitario, y en que dejen de actuar ciertos estereotipos de lo masculino y lo femenino profundamente naturalizados. Veamos, sin ir más lejos, la mayoría de las publicidades: si las mujeres siguen apareciendo como objetos sexuales diseñados para el placer masculino, o como amas de casa obsesionadas por la limpieza, o dilapidadoras de las tarjetas de crédito que sus hombres proveedores les proporcionan, es muy difícil pensar en una relación igualitaria. En cambio, muchas series de televisión (el año pasado precisamente publiqué en la revista Ñ un artículo sobre el tema), muestran un inquietante desplazamiento de los roles fijos tradicionales asignados a cada género. De todas maneras, en el llamado «mundo real» (al menos, en el nuestro) sigue existiendo disparidad y aunque las mujeres integran la base del campo laboral profesional en mucha mayor medida que antes, las cúpulas suelen estar ocupadas por varones. No obstante, empiezan a verse algunos cambios significativos. La «ola de presidentas» de los últimos años en América Latina seguramente no es ajena a cierto viraje que se puede advertir en este sentido.

En Amores insólitos habla del amor como un cruce de fronteras, un encuentro de lo distinto. También utiliza la imagen de la alquimia. Me pareció interesante ese concepto del amor. ¿Podría explicarlo?

La propuesta del libro habla de aquellos amores que llevan al extremo la tensión entre los elementos diferentes puestos en contacto por la pasión amorosa. No para anular las diferencias, que son ricas y está bien que existan, sino para superarlas en una alianza novedosa que las trasciende. Los amores insólitos funcionan, por eso, como las metáforas vanguardistas con sus combinaciones sorprendentes. Sus cuentos no narran historias «felices», sino más bien historias arriesgadas, de apuestas que parecen imposibles, historias de cruces y asimetrías de todo tipo: de etnia, de clase social, de poder, de religión, de todo lo que uno se pueda imaginar, y que no impiden que la pasión se desencadene, cualquiera sea el resultado. Por el contrario, más bien la fomentan. Ahí se aplica lo de la alquimia, con su búsqueda de la totalidad, de la completud.

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María Rosa Lojo en datos
Doctora en Letras por la UBA e investigadora principal del CONICET, fue reconocida con varios premios, entre los que se cuentan la Medalla del Bicentenario de la ciudad de Bs. As., el premio Konex a las Letras, el premio del Fondo Nacional de las Artes en cuento y novela, la Medalla de la Hispanidad y el premio nacional Esteban Echeverría.

Ha publicado siete novelas, cuatro libros de microficciones y poemas, y cuatro de cuentos. Algunos de sus libros son Amores insólitos de nuestra historia (2001), La princesa federal (1998), Historias ocultas en la Recoleta (2000) y Árbol de familia (2011).

Como investigadora se dedicó al estudio de la literatura argentina y los asuntos de género, así como a la relación entre Historia y ficción, entre otros temas.