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1 enero, 2013

Apuntes sobre lo explícito en el cine de horror.

 

El miedo a lo otro y el miedo a nosotros. Las películas de terror cada vez más se centran en la violencia explícita hacia el cuerpo, lejos de las raíces clásicas y sobrenaturales del género.

 

Por: Luis Alberto Pescara

Cuando en el final de El corazón de las tinieblas Kurtz pronuncia sus últimas palabras, se desata inmediatamente la fiebre interpretativa. «¡El horror!», repetido dos veces, representa una infinidad de elementos en la novela de Conrad. Puede referirse a los efectos nefastos del colonialismo, a las monstruosidades presenciadas a lo largo de toda una vida o al salto definitivo hacia la locura que da el complejo personaje al morir. Tratar de explicar el terror y el miedo siempre es frustrante, pues son sensaciones universales y definitivas. Se experimentan con una intensidad que se pierde al intentar describirlas.

El cine de terror es un género que participa de una fuerte contradicción. Su innegable popularidad es inversamente proporcional a su prestigio, al punto que recién en los últimos años algunos críticos se han interesado seriamente por este fenómeno. La vigencia de los filmes que apuntan a provocar miedo en el espectador se confirma cada jueves, cuando entre los estrenos semanales siempre está presente la cuota de sangre y sadismo. Porque los filmes de terror contemporáneos apuestan cada vez más a los extremos, a generar malestar en quien mira, mediante la exhibición del maltrato violento hacia el cuerpo expuesto de la manera más gráfica posible.

Exitosas películas recientes como Destino final, La casa de los 100 cuerpos, Hostel, Saw y sus secuelas demuestran el interés de los grandes estudios en explotar el morbo del público, especialmente el juvenil. Esta tendencia ha recibido el elocuente nombre de «torture porn» por parte de los críticos. El carácter gráfico de la pornografía aplicado al maltrato y la mutilación física. Esto marca un quiebre con el terror clásico, basado principalmente en el miedo a lo desconocido y a lo sobrenatural. Han sido desplazados los fantasmas, los extraterrestres o los monstruos de antaño. En el celuloide contemporáneo, lo aterrador es sobre todo una manifestación del costado más oscuro de la naturaleza humana.

Roman Gubern propone que las imágenes explícitas pertenecen a «provincias iconográficas malditas, zonas de destierro y exilio cultural, que a veces resultan más elocuentes y ofrecen materiales más productivos para la comprensión de una época o de una sociedad que las grandes obras maestras canonizadas en los museos». En su ensayo La imagen pornográfica y otras perversiones, el catedrático catalán cita a Freud y su visión del placer asociado al displacer, que se explica mediante el instinto de muerte; un impulso natural de la vida por retornar a su estadio opuesto, lo contrario al impulso sexual.

La fascinación actual por presenciar la crueldad en pantalla coincide con una época en la que los cuerpos son más intervenidos nunca. Cirugías, tatuajes y piercings han dejado de ser un exotismo para multiplicarse infinitamente en cada hogar y cada calle. En este contexto, en el que lo físico es manipulado y modificado con asiduidad, el cine muestra la variante monstruosa de este proceso. Cuerpos cortados, penetrados, aplastados y eviscerados en pantalla llevan al voyerismo —que es una parte esencial de la naturaleza cinematográfica— a un nuevo nivel de incomodidad.

Los memoriosos recordarán que la violencia extrema no es una novedad en el género. Variantes como el «gore» y el «splatter» tienen sus raíces en oscuras producciones de los 60. Paralelamente, los filmes de realizadores italianos como Mario Bava y Dario Argento ya apostaban a la truculencia, muchas veces con un espíritu decididamente operístico. Pero, mientras aquellas primeras experiencias eran independientes o provenían de Europa, hoy los excesos son financiados por los principales capitales de Hollywood.

Varios de estos títulos ejercieron una gran influencia en la formación del subgénero llamado «slasher». Aunque ya existían antecedentes, fue el éxito de Halloween (1978) de John Carpenter lo que multiplicó la fórmula del asesino enmascarado que persigue y asesina a jóvenes promiscuos. En el cine de terror, el cuchillo, el hacha o cualquiera sea el arma de turno reemplaza al falo y su función de penetrar al otro. No es casual que en muchas películas de esta época la sobreviviente a la matanza es aquella muchacha que se había mantenido virginal, aunque Carpenter ha repetido hasta el hartazgo que él no buscaba difundir una enseñanza moral en su filme. Igualmente, las acusaciones de misoginia son frecuentes entre los que atacan a estas películas.

La tendencia llamada «body horror» surge en aquel periodo. Alien (1979), de Ridley Scott, y The Thing (1982), de Carpenter, muestran los efectos que causa un organismo extraño al entrar en el cuerpo humano. Pero, sin dudas, nadie ha retratado el físico agredido y transformado en el cine como David Cronemberg, quien eludió la fórmula de los asesinos seriales y siguió un camino completamente personal. El factor viral y sexual de estas mutaciones es fundamental en sus primeros títulos, como Shivers (1975) y Rabia (1977), coincidiendo con el hedonismo reinante durante la era disco. Luego, el realizador canadiense dio en el clavo nuevamente al plantear las modificaciones físicas como el ingreso a una nueva realidad virtual en Videodrome (1982) y EXistenZ (1999); una idea indudablemente contemporánea.

La mayoría de los filmes de horror actuales buscan al espectador adolescente, algo que es bastante criticado por quienes añoran la vieja escuela. Durante las décadas del 80 y el 90, hubo una evidente infantilización del género, paralela a su rápido asimilamiento por parte de la cultura popular. El carácter de tabú que el terror tenía en épocas anteriores se fue perdiendo, y sus códigos narrativos se volvieron arquetípicos, pudiendo cambiarse de un filme a otro sin que se modificaran sustancialmente. Este estado de cosas provoca que las cintas que apuesten a crear una intriga paulatina, atmósferas ominosas, y a desarrollar personajes complejos con tramas adultas, sean cada vez más excepcionales. El terror hoy es solo otro artefacto pop.

Esta repetición de la fórmula generó infinitas parodias y homenajes. Wes Craven retrató este agotamiento en Scream (1996), en donde los protagonistas tienen un conocimiento enciclopédico de los lugares comunes del horror. Se trata de un filme de meta-terror, donde los estereotipos cumplen su función con plena conciencia de ello. Cuando las ideas se agotan, ya no hay lugar para las sorpresas, y lo único que queda es el sensacionalismo de las imágenes. De pronto, el misterio ya no es quién es el asesino, si no cual será la nueva y elaborada forma en la que eliminará a la siguiente víctima.

En muchas de estas películas, se da un movimiento geográfico hacia la amenaza, el cual puede ser hacia adentro o hacia afuera del territorio norteamericano. La primera tendencia retrata el viaje de un grupo de citadinos hacia algún rincón de la América Profunda (generalmente, el sur de Estados Unidos) para encontrarse con la violencia brutal de los lugareños; muchas veces, familias disfuncionales que han quedado afuera del American Way of Life. The Texas Chain Saw Massacre y Las colinas tiene ojos son filmes de los 70 que fundaron esta idea y que —no casualmente— tuvieron su correspondiente remake en el nuevo siglo. Incluso Deliverance (1972), de John Boorman, que no participa directamente del género de terror, ya anticipaba el miedo que el ciudadano medio siente al adentrarse en el territorio habitado por los menos favorecidos.

Sin embargo, luego del 11-S, la barbarie parece encontrarse fuera de los límites del país del norte. La idea de que el resto del mundo es un lugar sin ley donde suceden las peores aberraciones recorre gran parte del cine norteamericano, y se ha exacerbado en los últimos años. Mientras que Turistas (2006) narra la pesadilla de un grupo de visitantes primermundistas en Brasil, al caer en manos de traficantes de órganos, la exitosa Hostel había apostado directamente al nihilismo un año antes, en Europa del Este. Pero el «torture porn» es un fenómeno global, con ejemplos como Martyrs en Francia, A Serbian Filme en Serbia y The Human Centipede en Holanda. Por no citar la influyente y notable escuela de cineastas orientales, con Takashi Miike a la cabeza.

El crítico Robin Wood señaló alguna vez que los clásicos del cine de terror de la década del 30, como Drácula o King Kong, eran fábulas góticas que transcurrían en lugares lejanos y exóticos. El horror era un «país de la mente» que podía visitarse y del que siempre podía escaparse. Hoy todo es mucho más real, brutal y cercano. Allí donde alguna vez el doctor Frankenstein pudo unir las piezas de su criatura y jugar a ser Dios por un momento, el cine contemporáneo parece decidido a suprimir vidas sin ninguna aspiración divina. Habrá que esperar un tiempo para saber si los monstruos que ha creado también terminan volviéndose en su contra.

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