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11 abril, 2013

Cine

Temáticas e imaginerías cristianas en el cine. Los mensajes divinos no bajan solo desde el púlpito. Historias de enviados, crucifixiones y resurrecciones pueblan las pantallas, demostrando la naturalización del discurso religioso en la cultura popular.

 

Por: Luis Alberto Pescara

 

Cuando en 1979 los Monty Python estrenaron La vida de Brian, estalló la polémica, y el grupo de comediantes británicos debió someterse a tediosas entrevistas para explicar su visión paródica sobre los evangelios. Quienes se alarmaron por la película no solo pusieron en evidencia su mojigatería, sino que también ignoraban que la Pasión de Cristo ya había sido reversionada de modos más o menos sacrílegos muchas veces dentro del cine. Sin que necesariamente el Hijo de Dios aparezca en pantalla, son numerosos los filmes que utilizan un esquema narrativo y recursos estéticos fuertemente enraizados en los relatos religiosos.

Así como dentro de la religión musulmana la representación visual del profeta Mahoma continúa siendo un tabú, el cristianismo primitivo prohibía la adoración de pinturas y esculturas de temática religiosa, ya que podían distraer la atención, que debía centrarse en lo puramente divino. Cuando en el siglo VIII se produjo el enfrentamiento entre los iconoclastas y los partidarios de las pinturas y las imágenes talladas, las discusiones fueron fuertes. Como bien señaló el historiador del arte Ernst Gombrich: «La Iglesia temía la idolatría, pero dudaba en renunciar a la imagen como medio de comunicación».

Con el debate finalmente ganado por los iconófilos, las imágenes religiosas se difundieron por todo Occidente, y no solo dentro de las iglesias. Hay que tener en cuenta que, como la mayoría de las personas no sabían leer latín, el uso de un soporte visual fue fundamental para la difusión del cristianismo. Durante aquellos primeros tiempos del arte sacro, los artistas debieron apelar una mezcla de creatividad y prudencia para hacer visible lo que hasta ese momento era intangible. Algunas pistas ya estaban en los testamentos (como la paloma blanca que simbolizaba la paz o el demonio descripto como una «bestia inmunda», de apariencia contraria a la de los ángeles buenos); pero los pintores y los escultores debieron principalmente recurrir a mitos ajenos para darle forma la naciente iconografía cristiana, tomando especialmente patrones del imaginario de la Roma imperial.

Así como al inventar la imprenta Gutenberg decidió que la Biblia sería el primer libro en ser impreso, el cine no tardó en tomar la historia de Cristo como favorita desde sus inicios. Solo durante su primer lustro de existencia, se rodaron cuatro versiones distintas de la Pasión de Cristo. El nuevo arte no dudó en abrevar en creaciones anteriores, desde las gigantescas pinturas de las iglesias hasta las dolidas escenas de las estampitas de santos populares.

A modo de ejemplo, basta citar la producción francesa La vie et la passion de Jésus-Christ (1904), en la que la Última Cena está directamente basada en la célebre pintura de Leonardo Da Vinci. Este tipo de citas pictóricas se puede rastrear en gran parte de las películas religiosas del período clásico, y más tarde se desparramarían por todo el cine, aun careciendo de intención moralizante.

Al avanzar el período mudo, D. W. Griffith con Intolerancia (1916) y Cecil B. DeMille con Los diez mandamientos (1923) y Rey de reyes (1925) se encargaron de fijar los patrones de forma y contenido que caracterizarían el grueso de los filmes basados en los evangelios. Aunque fueron muy criticados desde lo ideológico, ambos realizadores tenían un notable talento para la construcción de escenas visualmente impactantes. En estos filmes se terminaría de cerrar una tendencia ya presente en pinturas y grabados del Renacimiento: la occidentalización del rostro de Jesús, que abandonará los rasgos hebreos en favor de una apariencia más europea. Este proceso se cerrará con el actor sueco Max von Sidow interpretando al Mesías en La más grande historia jamás contada (George Stevens, 1965) y los ojos azules del británico Robert Powell en Jesús de Nazareth (1977). Esta miniserie de Franco Zeffirelli se transformará en el canon absoluto, con infinitas retransmisiones televisivas para la época de Pascuas.

 

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Pero todo canon tiene excepciones, y en este caso se empiezan a evidenciar a partir de la década del 60. El Evangelio según san Mateo (1965), de Pier Paolo Pasolini, supone una versión marxista de la historia, estéticamente despojada pero lo suficientemente espiritual como para ser premiada por la International Catholic Film Office. Por su parte, la voracidad de la música pop también se acercaría a la Pasión bíblica, llevando a la pantalla el musical de Webber & Rice Jesucristo Superstar (1974).

Estos intentos de «humanizar» al Mesías pueden entenderse como la respuesta del séptimo arte al Concilio Vaticano II, que significó un intento de modernizar muchos de los ritos y los valores del catolicismo. Igualmente, la Santa Sede siguió reacia a las versiones heterodoxas de los evangelios, como lo prueba la polémica suscitada por La última tentación de Cristo (1988) de Martín Scorsese. En la vereda de enfrente, podemos ubicar a los cultos evangélicos, que apoyaron con entusiasmo la lectura ultraviolenta de Mel Gibson en The Passion of the Christ (2004).

El calvario cristiano puede aparecer en una película sin necesidad de incluir la figura del hijo de Dios. En este sentido, la última escena de Roma, ciudad abierta (1945), de Roberto Rossellini, está llena de connotaciones bíblicas, remplazando los centuriones romanos por soldados fascistas. Carl Thodor Dreyer también planteó la posibilidad de la trascendencia luego del sufrimiento y la persecución. En La Pasión de Juana de Arco (1928), el realizador danés utiliza la figura de la heroína de Orleans, su proceso y su ejecución, repitiendo varios de los patrones del relato religioso, y logrando uno de los mejores filmes de temática espiritual de todos los tiempos. Posteriormente, en Ordet (1955), plantea el conflicto entre dos familias con posiciones muy distintas frente a la religión. La presencia de un personaje al que se cree desequilibrado, pero que realizará milagros dignos de un nuevo Cristo, terminará empujando a todos a una nueva forma de relacionarse con la fe.

Precisamente la segunda venida del Mesías es una idea cristiana que suele reaparecer una y otra vez en el cine, especialmente en el de género. El guionista de El día que paralizaron la tierra (1952), de Robert Wise, reconoció que el extraterrestre Klaatu que viene a advertir a la raza humana sobre su extinción es una versión en clave sci-fi del Cristo de los evangelios. En esta línea también pueden interpretarse los aliens bondadosos que pueblan la filmografía de Steven Spielberg. Por otro lado, los paisajes desérticos del western han albergado varias veces la historia del justiciero errante y desconocido que llega a una población para modificar profundamente las vidas de sus habitantes, desapareciendo luego misteriosamente. Basta recordar el clásico Shane, el desconocido (George Stevens, 1952), que ejerció una fuerte influencia en Clint Eastwood, quien lo homenajeó explícitamente en El jinete pálido (1985). Allí el actor y director interpreta a un personaje similar, que no casualmente se hace llamar «el predicador».

La iconografía religiosa es omnipresente en el cine industrial. Se trata de imágenes con las que estamos familiarizados, ya que forman parte de nuestra cultura desde mucho antes de que los hermanos Lumiere decidieran exhibir su registro de los obreros saliendo de una fábrica. En El graduado (Mike Nichols, 1967), Dustin Hoffman interrumpe el casamiento de su amada gritando desde un entrepiso de la iglesia, con los brazos abiertos, flanqueado por las cruces que conforman las barras del ventanal; imagen que remite a Cristo crucificado junto a los dos criminales que murieron a su lado. En Pelotón (1986), el sargento bueno interpretado por Willem Dafoe —luego el Jesús en el filme de Scorsese antes mencionado— muere en posición de cruz, mirando al cielo. Y una potente reelectura de la Piedad la encontramos en Dead Man Walking (Tim Robbins, 1995), con Sean Penn ejecutado en estado de gracia, sostenido por la mirada virginal de Susan Sarandon. Como podemos ver, los ejemplos pueden ser infinitos.

Andrei Tarkovsky, un realizador fuertemente influenciado por la religión, sostenía que atravesamos un periodo de ceguera espiritual y que el arte es lo único que puede permitirnos cierto acercamiento a la Verdad. En consonancia con esta visión, el gran director ruso concluye su obra maestra, Andrei Rublev (1966), con las tomas a todo color de los íconos religiosos pintados por el protagonista. Son obras fascinantes, que intimidan por su belleza. Al igual que los feligreses medievales del siglo XV, hoy seguimos creyendo en la fuerza de las imágenes, quizás porque las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Y los cines y las catedrales se parecen más de lo que creemos.