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29 agosto, 2011

Cuando la explotación no tiene límites

«Hablar de un taller clandestino es hablar del abuso humano.»

Llegan al país con promesas de trabajo y prosperidad y resultan engañados por talleres clandestinos, con bajos salarios y condiciones insalubres.

 

Dejó Sucre hace más de diez años, pero “Sucre” se le quedó en la voz. Sus palabras surgen, y surgen serenas. Pero la de Olga es una serenidad que grita. La serenidad de Olga grita y denuncia fuerte. Cuenta –denunciando cuenta- cómo trabajó por ciento cincuenta pesos por mes en un taller textil familiar clandestino. Con una jornada que era de ocho a ocho. Cuenta de las promesas, cómo se engaña a la mayoría de los costureros que, como ella, han llegado desde su Bolivia. Cuenta que el contrato es de palabra: habrá trabajo, les dicen. Habrá casa, comida y sueldo en dólares. Les dicen que habrá, pero en la Argentina, lo que hay, es otra cosa.

“Nosotros queremos que la sociedad tome conciencia…muchas veces la gente que tiene plata compra ropa de marca y no sabe en qué taller se hizo, quiénes la confeccionaron: si la confeccionaron menores, o quienes la confeccionaron son explotados por trabajar mas de ocho horas diarias”, explica Olga, lo explica porque ella sí sabe. Y lo sabe por haberlo vivido.

“Hablar de un taller clandestino es un tema complicado”, comenta. Olga guarda la experiencia propia y la de tantos compañeros. Jornadas laborales que incluso llegan a dieciocho horas. Dormir en colchones junto a las máquinas o en cuartos donde no hay más pared que pedazos de tela. La imposibilidad de salirse: porque les retienen los documentos. O porque no puede pagarse la deuda del pasaje que los trajo. O porque si se lo intenta, nuevas deudas aparecen: se les quiere cobrar el alquiler, la comida, el colchón que usaron. Un sistema aceitado que se nutre de una ficción y que Olga pone en evidencia: “Se le hace creer a los costureros que el alquiler no lo pagan, que la comida no la pagan… eso es mentira… porque trabajando tantas horas, si pagaran un sueldo digno como corresponde, cualquier costurero podría pagarse su pasaje, su comida y el alquiler de una casa”.

Pero hay todavía más. Mala alimentación. Anemia en los cuerpos. Hacinamiento. Polvillos en el aire que empiezan a meterse en los pulmones y engendran tuberculosis. Y tuberculosis que engendran muertes. Muertes que matan silenciosas, muertes que se van muriendo sin que nadie se entere. Comisarías que no toman las denuncias y que envían a los denunciantes a quejarse al Consulado. Consulado que los calla y acuerda con sus patrones. Complicidad que por no querer mirar hace que todo siga, como si nada, funcionando. Funcionamiento que abulta los mismos bolsillos. Costureros que apenas ganan cincuenta centavos, o un peso, o uno con cincuenta como máximo por prenda, talleristas que las venden a cinco y marcas famosas, marcas que imponen modas, que las venden a cien, doscientos, trescientos, y más.

“Estas son marcas que usan trabajo esclavo y que han sido denunciadas por la UTC y La Alameda” puede leerse en la página web de esa organización. Kosiuko, Coco Rayado, Graciela Naum, Awada, Chocolate, Normandie, Mimo, Adidas, Puma, Topper, Kill, Martina Di Trento, Ona Saez, Cheeky, 47 Street. El listado sigue. Sigue porque el total asciende a ciento tres.

“La Alameda” supo nacerse en medio de la muerte. Era todo un país, en los finales del 2001, el que se estaba muriendo. Y más que un nacer, entonces, lo de “La Alameda”, fue un resucitar. Con el significativo nombre “20 de diciembre” se convirtió en una de esas tantas asambleas barriales que le supo poner resistencia a los malos tiempos. Pero ésta, la de Parque Avellaneda, no reclamaba por ahorros acorralitados que ya no estaban, sino que reclamaba por lo que había. Y lo que ahí había era hambre y desocupación. Primero hubo una olla popular que se transformó en un comedor, pero “La Alameda” fue más y en su crecer se convirtió en el centro comunitario que es, un lugar en el que los vecinos encontraron protección y espacio para expresarse. A esa esquina, a Directorio y Lacarra, con su dos hijos pequeños y un tercero en la panza, con el temor de no saber cómo los iba a mantener, Olga llegó: “Por primera vez siendo inmigrante en otro país me sentí bien, me sentí bien en la forma en la que la gente del lugar me hablaba, me apoyaba”. Olga llegó, sintió y se quedó. Y hubo muchas otras Olgas que se quedaron.

“Como el sector más vulnerable del barrio, eran ciudadanos de nacionalidad boliviana, hombres y mujeres que trabajaban en talleres clandestinos, fue inevitable que nos familiarizáramos con la situación que había en esos talleres que nosotros desconocíamos… sabíamos que había talleres clandestinos, sabíamos que había explotación pero no nos imaginábamos que había semejante cantidad de talleres a escala nacional y que las marcas estuvieran tan involucradas en la explotación de migrantes” señala Gustavo Vera, el presidente de esa organización.

No fue fácil. Para contar, había que vencer temores. Pero esa construcción paciente, esa relación afectuosa y solidaria que se fue gestando en el estar juntos, hizo que los mismos se fueran perdiendo. Estallaron así las barreras entre la comunidad boliviana y argentina. Y hubo que estar unidos, además, para hacerle frente a sucesivos intentos de desalojo. “De esa resistencia, con los compañeros de la colectividad, nos hicimos fuertes” dice Vera. Y entonces fue cómo los costureros se empezaron a animar a describir lo que estaba pasando.

Lo que estaba pasando pasaba bien cerca. “Las primeras causas que abrieron después lo que serían las megacausas de trabajo esclavo, donde hay ciento tres marcas denunciadas, empezaron con la denuncia de dos talleres clandestinos que estaban a cuatro cuadras de acá que trabajaban para Lacar, Montagne y Rusty”, revela Vera. Sin embargo, no había repercusión mediática. Es que el apoyo monetario podía esfumarse si se atacaba a un anunciante. El Estado, por otra parte, tampoco intervenía. Lo que hacía, más bien – como expone el presidente de la organización- “era perseguir a los talleres que falsificaban marcas y encubrir a aquellos que trabajaban para las mismas. Porque en realidad, cuando hacían inspecciones para cerrar talleres que falsificaban marcas lo hacían por indicaciones y denuncias de la propia patronal que quería barrer la competencia desleal mientras ellos mismos utilizaban el mismo tipo de talleres”. Hasta que llegó el incendio. Las seis muertes bolivianas provocadas por el fuego en un taller de Caballito, en marzo de 2006, “vino a agigantar –rememora Vera- lo que nosotros veníamos planteando. Eso permitió que ‘La Alameda’ comenzara a desplegar algunas políticas públicas, que después fueron votadas o instrumentadas a lo largo del tiempo”.

Había sido éste, un periodo de progresiva edificación. Cada vez más, los costureros se acercaban y relataban. “Los domingos se juntaban en el parque y esa era la oportunidad para tratar de ver si se podían agrupar, porque durante la semana vos no los veías porque estaban encerrados. Así que empezamos a hacer asambleas…” explica Vera. Y en la asamblea fueron aprendiendo que tenían derechos. Que sin documentación, también tenían derechos. A salarios como corresponde, a jornadas laborales de ocho horas. A indemnización por despido. En las primeras que se llevaron a cabo los costureros eran unos cincuenta. Pero la cifra se terminó triplicando. “Empezó a ser una cantidad importante y ahí se armó una base de denuncia muy fuerte de todo lo que era el sudeste de la Capital. Después empezaron a llamarnos de otros barrios de la Capital, de barrios del Conurbano, del interior del país, y hoy digamos que trabajamos a escala nacional el tema de trabajo esclavo en los talleres”. En el 2006, se registraron cinco mil en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Mil se trasladaron –escaparon- a la provincia, pero se logró que otros mil se cerraran y se conviertan en trabajo registrado. “A pesar de la lucha que hemos dado –analiza Vera- todavía hay por lo menos tres mil en la Capital Federal, y muchísimos más en provincia, porque ahí los controles ni siquiera han comenzado”.

Pero además de denunciar, “La Alameda” se propuso organizar y construir. Organizar a esos trabajadores de los talleres que lograron incorporarse a fábricas, “organizarlos gremialmente (la Unión de Trabajadores Costureros es el brazo gremial que se consolida en este espacio), que eligieran delegados, que conocieran sus derechos, que comenzaran la defensa del convenio colectivo de trabajo”, manifiesta Vera. Y construir, pero construir de otro modo, fabricar de otro modo, cooperativamente. Las cooperativas ya suman seis. Y entre todas ellas, “La Alameda” tiene su propio taller textil. Olga es una de las doce personas que trabajan en él. Comenta Vera que se intenta “que las cooperativas puedan tener una marca propia, que refleje concretamente el mensaje que quieren transmitir, ‘Mundo Alameda’ tiene eso: tiene que ver con un mensaje de que es posible producir prendas de buena calidad sin utilizar trabajo esclavo”. Así, por si no queda claro, se lo recuerda a cada comprador: “ocho horas punto” puede leerse impreso en sus remeras confeccionadas. Como también se lee “un mundo sin esclavos”. Pero además, “La Alameda” es una de las tres bases productivas que, junto a otras cooperativas de costureros establecidas en Manila y Bangkok, elaboran a escala global «No Chains». El nombre de esa marca sabe a derechos. El nombre también recuerda. “No Chains” significa, “No Chains” se produce, sin cadenas.“Hablar de un taller clandestino es hablar del abuso humano.” Llegan al país con promesas de trabajo y prosperidad y resultan engañados por talleres clandestinos, con bajos salarios y condiciones insalubres.

“Nosotros queremos que la sociedad tome conciencia…muchas veces la gente que tiene plata compra ropa de marca y no sabe en qué taller se hizo, quiénes la confeccionaron: si la confeccionaron menores, o quienes la confeccionaron son explotados por trabajar mas de ocho horas diarias”, explica Olga, lo explica porque ella sí sabe. Y lo sabe por haberlo vivido.
Dejó Sucre hace más de diez años, pero “Sucre” se le quedó en la voz. Sus palabras surgen, y surgen serenas. Pero la de Olga es una serenidad que grita. La serenidad de Olga grita y denuncia fuerte. Cuenta –denunciando cuenta- cómo trabajó por ciento cincuenta pesos por mes en un taller textil familiar clandestino. Con una jornada que era de ocho a ocho. Cuenta de las promesas, cómo se engaña a la mayoría de los costureros que, como ella, han llegado desde su Bolivia. Cuenta que el contrato es de palabra: habrá trabajo, les dicen. Habrá casa, comida y sueldo en dólares. Les dicen que habrá, pero en la Argentina, lo que hay, es otra cosa.

“Hablar de un taller clandestino es un tema complicado”, comenta. Olga guarda la experiencia propia y la de tantos compañeros. Jornadas laborales que incluso llegan a dieciocho horas. Dormir en colchones junto a las máquinas o en cuartos donde no hay más pared que pedazos de tela. La imposibilidad de salirse: porque les retienen los documentos. O porque no puede pagarse la deuda del pasaje que los trajo. O porque si se lo intenta, nuevas deudas aparecen: se les quiere cobrar el alquiler, la comida, el colchón que usaron. Un sistema aceitado que se nutre de una ficción y que Olga pone en evidencia: “Se le hace creer a los costureros que el alquiler no lo pagan, que la comida no la pagan… eso es mentira… porque trabajando tantas horas, si pagaran un sueldo digno como corresponde, cualquier costurero podría pagarse su pasaje, su comida y el alquiler de una casa”.
Pero hay todavía más. Mala alimentación. Anemia en los cuerpos. Hacinamiento. Polvillos en el aire que empiezan a meterse en los pulmones y engendran tuberculosis. Y tuberculosis que engendran muertes. Muertes que matan silenciosas, muertes que se van muriendo sin que nadie se entere. Comisarías que no toman las denuncias y que envían a los denunciantes a quejarse al Consulado. Consulado que los calla y acuerda con sus patrones. Complicidad que por no querer mirar hace que todo siga, como si nada, funcionando. Funcionamiento que abulta los mismos bolsillos. Costureros que apenas ganan cincuenta centavos, o un peso, o uno con cincuenta como máximo por prenda, talleristas que las venden a cinco y marcas famosas, marcas que imponen modas, que las venden a cien, doscientos, trescientos, y más.
“Estas son marcas que usan trabajo esclavo y que han sido denunciadas por la UTC y La Alameda” puede leerse en la página web de esa organización. Kosiuko, Coco Rayado, Graciela Naum, Awada, Chocolate, Normandie, Mimo, Adidas, Puma, Topper, Kill, Martina Di Trento, Ona Saez, Cheeky, 47 Street. El listado sigue. Sigue porque el total asciende a ciento tres.
“La Alameda” supo nacerse en medio de la muerte. Era todo un país, en los finales del 2001, el que se estaba muriendo. Y más que un nacer, entonces, lo de “La Alameda”, fue un resucitar. Con el significativo nombre “20 de diciembre” se convirtió en una de esas tantas asambleas barriales que le supo poner resistencia a los malos tiempos. Pero ésta, la de Parque Avellaneda, no reclamaba por ahorros acorralitados que ya no estaban, sino que reclamaba por lo que había. Y lo que ahí había era hambre y desocupación. Primero hubo una olla popular que se transformó en un comedor, pero “La Alameda” fue más y en su crecer se convirtió en el centro comunitario que es, un lugar en el que los vecinos encontraron protección y espacio para expresarse. A esa esquina, a Directorio y Lacarra, con su dos hijos pequeños y un tercero en la panza, con el temor de no saber cómo los iba a mantener, Olga llegó: “Por primera vez siendo inmigrante en otro país me sentí bien, me sentí bien en la forma en la que la gente del lugar me hablaba, me apoyaba”. Olga llegó, sintió y se quedó. Y hubo muchas otras Olgas que se quedaron.
“Como el sector más vulnerable del barrio, eran ciudadanos de nacionalidad boliviana, hombres y mujeres que trabajaban en talleres clandestinos, fue inevitable que nos familiarizáramos con la situación que había en esos talleres que nosotros desconocíamos… sabíamos que había talleres clandestinos, sabíamos que había explotación pero no nos imaginábamos que había semejante cantidad de talleres a escala nacional y que las marcas estuvieran tan involucradas en la explotación de migrantes” señala Gustavo Vera, el presidente de esa organización.
No fue fácil. Para contar, había que vencer temores. Pero esa construcción paciente, esa relación afectuosa y solidaria que se fue gestando en el estar juntos, hizo que los mismos se fueran perdiendo. Estallaron así las barreras entre la comunidad boliviana y argentina. Y hubo que estar unidos, además, para hacerle frente a sucesivos intentos de desalojo. “De esa resistencia, con los compañeros de la colectividad, nos hicimos fuertes” dice Vera. Y entonces fue cómo los costureros se empezaron a animar a describir lo que estaba pasando.
Lo que estaba pasando pasaba bien cerca. “Las primeras causas que abrieron después lo que serían las megacausas de trabajo esclavo, donde hay ciento tres marcas denunciadas, empezaron con la denuncia de dos talleres clandestinos que estaban a cuatro cuadras de acá que trabajaban para Lacar, Montagne y Rusty”, revela Vera. Sin embargo, no había repercusión mediática. Es que el apoyo monetario podía esfumarse si se atacaba a un anunciante. El Estado, por otra parte, tampoco intervenía. Lo que hacía, más bien – como expone el presidente de la organización- “era perseguir a los talleres que falsificaban marcas y encubrir a aquellos que trabajaban para las mismas. Porque en realidad, cuando hacían inspecciones para cerrar talleres que falsificaban marcas lo hacían por indicaciones y denuncias de la propia patronal que quería barrer la competencia desleal mientras ellos mismos utilizaban el mismo tipo de talleres”. Hasta que llegó el incendio. Las seis muertes bolivianas provocadas por el fuego en un taller de Caballito, en marzo de 2006, “vino a agigantar –rememora Vera- lo que nosotros veníamos planteando. Eso permitió que ‘La Alameda’ comenzara a desplegar algunas políticas públicas, que después fueron votadas o instrumentadas a lo largo del tiempo”.
Había sido éste, un periodo de progresiva edificación. Cada vez más, los costureros se acercaban y relataban. “Los domingos se juntaban en el parque y esa era la oportunidad para tratar de ver si se podían agrupar, porque durante la semana vos no los veías porque estaban encerrados. Así que empezamos a hacer asambleas…” explica Vera. Y en la asamblea fueron aprendiendo que tenían derechos. Que sin documentación, también tenían derechos. A salarios como corresponde, a jornadas laborales de ocho horas. A indemnización por despido. En las primeras que se llevaron a cabo los costureros eran unos cincuenta. Pero la cifra se terminó triplicando. “Empezó a ser una cantidad importante y ahí se armó una base de denuncia muy fuerte de todo lo que era el sudeste de la Capital. Después empezaron a llamarnos de otros barrios de la Capital, de barrios del Conurbano, del interior del país, y hoy digamos que trabajamos a escala nacional el tema de trabajo esclavo en los talleres”. En el 2006, se registraron cinco mil en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Mil se trasladaron –escaparon- a la provincia, pero se logró que otros mil se cerraran y se conviertan en trabajo registrado. “A pesar de la lucha que hemos dado –analiza Vera- todavía hay por lo menos tres mil en la Capital Federal, y muchísimos más en provincia, porque ahí los controles ni siquiera han comenzado”.
Pero además de denunciar, “La Alameda” se propuso organizar y construir. Organizar a esos trabajadores de los talleres que lograron incorporarse a fábricas, “organizarlos gremialmente (la Unión de Trabajadores Costureros es el brazo gremial que se consolida en este espacio), que eligieran delegados, que conocieran sus derechos, que comenzaran la defensa del convenio colectivo de trabajo”, manifiesta Vera. Y construir, pero construir de otro modo, fabricar de otro modo, cooperativamente. Las cooperativas ya suman seis. Y entre todas ellas, “La Alameda” tiene su propio taller textil. Olga es una de las doce personas que trabajan en él. Comenta Vera que se intenta “que las cooperativas puedan tener una marca propia, que refleje concretamente el mensaje que quieren transmitir, ‘Mundo Alameda’ tiene eso: tiene que ver con un mensaje de que es posible producir prendas de buena calidad sin utilizar trabajo esclavo”. Así, por si no queda claro, se lo recuerda a cada comprador: “ocho horas punto” puede leerse impreso en sus remeras confeccionadas. Como también se lee “un mundo sin esclavos”. Pero además, “La Alameda” es una de las tres bases productivas que, junto a otras cooperativas de costureros establecidas en Manila y Bangkok, elaboran a escala global «No Chains». El nombre de esa marca sabe a derechos. El nombre también recuerda. “No Chains” significa, “No Chains” se produce, sin cadenas.“Hablar de un taller clandestino es hablar del abuso humano.” Llegan al país con promesas de trabajo y prosperidad y resultan engañados por talleres clandestinos, con bajos salarios y condiciones insalubres.

“Nosotros queremos que la sociedad tome conciencia…muchas veces la gente que tiene plata compra ropa de marca y no sabe en qué taller se hizo, quiénes la confeccionaron: si la confeccionaron menores, o quienes la confeccionaron son explotados por trabajar mas de ocho horas diarias”, explica Olga, lo explica porque ella sí sabe. Y lo sabe por haberlo vivido.
Dejó Sucre hace más de diez años, pero “Sucre” se le quedó en la voz. Sus palabras surgen, y surgen serenas. Pero la de Olga es una serenidad que grita. La serenidad de Olga grita y denuncia fuerte. Cuenta –denunciando cuenta- cómo trabajó por ciento cincuenta pesos por mes en un taller textil familiar clandestino. Con una jornada que era de ocho a ocho. Cuenta de las promesas, cómo se engaña a la mayoría de los costureros que, como ella, han llegado desde su Bolivia. Cuenta que el contrato es de palabra: habrá trabajo, les dicen. Habrá casa, comida y sueldo en dólares. Les dicen que habrá, pero en la Argentina, lo que hay, es otra cosa.

“Hablar de un taller clandestino es un tema complicado”, comenta. Olga guarda la experiencia propia y la de tantos compañeros. Jornadas laborales que incluso llegan a dieciocho horas. Dormir en colchones junto a las máquinas o en cuartos donde no hay más pared que pedazos de tela. La imposibilidad de salirse: porque les retienen los documentos. O porque no puede pagarse la deuda del pasaje que los trajo. O porque si se lo intenta, nuevas deudas aparecen: se les quiere cobrar el alquiler, la comida, el colchón que usaron. Un sistema aceitado que se nutre de una ficción y que Olga pone en evidencia: “Se le hace creer a los costureros que el alquiler no lo pagan, que la comida no la pagan… eso es mentira… porque trabajando tantas horas, si pagaran un sueldo digno como corresponde, cualquier costurero podría pagarse su pasaje, su comida y el alquiler de una casa”.
Pero hay todavía más. Mala alimentación. Anemia en los cuerpos. Hacinamiento. Polvillos en el aire que empiezan a meterse en los pulmones y engendran tuberculosis. Y tuberculosis que engendran muertes. Muertes que matan silenciosas, muertes que se van muriendo sin que nadie se entere. Comisarías que no toman las denuncias y que envían a los denunciantes a quejarse al Consulado. Consulado que los calla y acuerda con sus patrones. Complicidad que por no querer mirar hace que todo siga, como si nada, funcionando. Funcionamiento que abulta los mismos bolsillos. Costureros que apenas ganan cincuenta centavos, o un peso, o uno con cincuenta como máximo por prenda, talleristas que las venden a cinco y marcas famosas, marcas que imponen modas, que las venden a cien, doscientos, trescientos, y más.
“Estas son marcas que usan trabajo esclavo y que han sido denunciadas por la UTC y La Alameda” puede leerse en la página web de esa organización. Kosiuko, Coco Rayado, Graciela Naum, Awada, Chocolate, Normandie, Mimo, Adidas, Puma, Topper, Kill, Martina Di Trento, Ona Saez, Cheeky, 47 Street. El listado sigue. Sigue porque el total asciende a ciento tres.
“La Alameda” supo nacerse en medio de la muerte. Era todo un país, en los finales del 2001, el que se estaba muriendo. Y más que un nacer, entonces, lo de “La Alameda”, fue un resucitar. Con el significativo nombre “20 de diciembre” se convirtió en una de esas tantas asambleas barriales que le supo poner resistencia a los malos tiempos. Pero ésta, la de Parque Avellaneda, no reclamaba por ahorros acorralitados que ya no estaban, sino que reclamaba por lo que había. Y lo que ahí había era hambre y desocupación. Primero hubo una olla popular que se transformó en un comedor, pero “La Alameda” fue más y en su crecer se convirtió en el centro comunitario que es, un lugar en el que los vecinos encontraron protección y espacio para expresarse. A esa esquina, a Directorio y Lacarra, con su dos hijos pequeños y un tercero en la panza, con el temor de no saber cómo los iba a mantener, Olga llegó: “Por primera vez siendo inmigrante en otro país me sentí bien, me sentí bien en la forma en la que la gente del lugar me hablaba, me apoyaba”. Olga llegó, sintió y se quedó. Y hubo muchas otras Olgas que se quedaron.
“Como el sector más vulnerable del barrio, eran ciudadanos de nacionalidad boliviana, hombres y mujeres que trabajaban en talleres clandestinos, fue inevitable que nos familiarizáramos con la situación que había en esos talleres que nosotros desconocíamos… sabíamos que había talleres clandestinos, sabíamos que había explotación pero no nos imaginábamos que había semejante cantidad de talleres a escala nacional y que las marcas estuvieran tan involucradas en la explotación de migrantes” señala Gustavo Vera, el presidente de esa organización.
No fue fácil. Para contar, había que vencer temores. Pero esa construcción paciente, esa relación afectuosa y solidaria que se fue gestando en el estar juntos, hizo que los mismos se fueran perdiendo. Estallaron así las barreras entre la comunidad boliviana y argentina. Y hubo que estar unidos, además, para hacerle frente a sucesivos intentos de desalojo. “De esa resistencia, con los compañeros de la colectividad, nos hicimos fuertes” dice Vera. Y entonces fue cómo los costureros se empezaron a animar a describir lo que estaba pasando.
Lo que estaba pasando pasaba bien cerca. “Las primeras causas que abrieron después lo que serían las megacausas de trabajo esclavo, donde hay ciento tres marcas denunciadas, empezaron con la denuncia de dos talleres clandestinos que estaban a cuatro cuadras de acá que trabajaban para Lacar, Montagne y Rusty”, revela Vera. Sin embargo, no había repercusión mediática. Es que el apoyo monetario podía esfumarse si se atacaba a un anunciante. El Estado, por otra parte, tampoco intervenía. Lo que hacía, más bien – como expone el presidente de la organización- “era perseguir a los talleres que falsificaban marcas y encubrir a aquellos que trabajaban para las mismas. Porque en realidad, cuando hacían inspecciones para cerrar talleres que falsificaban marcas lo hacían por indicaciones y denuncias de la propia patronal que quería barrer la competencia desleal mientras ellos mismos utilizaban el mismo tipo de talleres”. Hasta que llegó el incendio. Las seis muertes bolivianas provocadas por el fuego en un taller de Caballito, en marzo de 2006, “vino a agigantar –rememora Vera- lo que nosotros veníamos planteando. Eso permitió que ‘La Alameda’ comenzara a desplegar algunas políticas públicas, que después fueron votadas o instrumentadas a lo largo del tiempo”.
Había sido éste, un periodo de progresiva edificación. Cada vez más, los costureros se acercaban y relataban. “Los domingos se juntaban en el parque y esa era la oportunidad para tratar de ver si se podían agrupar, porque durante la semana vos no los veías porque estaban encerrados. Así que empezamos a hacer asambleas…” explica Vera. Y en la asamblea fueron aprendiendo que tenían derechos. Que sin documentación, también tenían derechos. A salarios como corresponde, a jornadas laborales de ocho horas. A indemnización por despido. En las primeras que se llevaron a cabo los costureros eran unos cincuenta. Pero la cifra se terminó triplicando. “Empezó a ser una cantidad importante y ahí se armó una base de denuncia muy fuerte de todo lo que era el sudeste de la Capital. Después empezaron a llamarnos de otros barrios de la Capital, de barrios del Conurbano, del interior del país, y hoy digamos que trabajamos a escala nacional el tema de trabajo esclavo en los talleres”. En el 2006, se registraron cinco mil en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Mil se trasladaron –escaparon- a la provincia, pero se logró que otros mil se cerraran y se conviertan en trabajo registrado. “A pesar de la lucha que hemos dado –analiza Vera- todavía hay por lo menos tres mil en la Capital Federal, y muchísimos más en provincia, porque ahí los controles ni siquiera han comenzado”.
Pero además de denunciar, “La Alameda” se propuso organizar y construir. Organizar a esos trabajadores de los talleres que lograron incorporarse a fábricas, “organizarlos gremialmente (la Unión de Trabajadores Costureros es el brazo gremial que se consolida en este espacio), que eligieran delegados, que conocieran sus derechos, que comenzaran la defensa del convenio colectivo de trabajo”, manifiesta Vera. Y construir, pero construir de otro modo, fabricar de otro modo, cooperativamente. Las cooperativas ya suman seis. Y entre todas ellas, “La Alameda” tiene su propio taller textil. Olga es una de las doce personas que trabajan en él. Comenta Vera que se intenta “que las cooperativas puedan tener una marca propia, que refleje concretamente el mensaje que quieren transmitir, ‘Mundo Alameda’ tiene eso: tiene que ver con un mensaje de que es posible producir prendas de buena calidad sin utilizar trabajo esclavo”. Así, por si no queda claro, se lo recuerda a cada comprador: “ocho horas punto” puede leerse impreso en sus remeras confeccionadas. Como también se lee “un mundo sin esclavos”. Pero además, “La Alameda” es una de las tres bases productivas que, junto a otras cooperativas de costureros establecidas en Manila y Bangkok, elaboran a escala global «No Chains». El nombre de esa marca sabe a derechos. El nombre también recuerda. “No Chains” significa, “No Chains” se produce, sin cadenas.