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31 enero, 2014

¿Dónde queda ese país llamado la felicidad?

Por Roberto A

 

La última película de Daniel Burman, El misterio de la felicidad, ha desencadenado una tormenta en un vaso de agua. Se debate si la película describe un anacrónico drama pequeñoburgués, si los personajes no terminan de resolver sus diferencias sociopolíticas enterradas durante «treinta años» (o si un «ausente» es un «desaparecido»), cuánta dosis de homosexualidad puede contener una amistad masculina, si la palabra «sueños» se usa demasiado, si su cine es cada vez más comercial o si la trama se resuelve en forma abrupta.

A mí, la película me gustó, e incluso más, desencadenó en mí otra clase de tormenta, esta vez en un «cortado en jarrito de vidrio», me hizo pensar dónde queda ese país llamado «la felicidad».

Según Burman, para unos la felicidad puede ser una vida rutinaria que se vive con placer perruno, para otros puede consistir en los antiguos sabores del terruño, el asado del domingo, los cuentos oídos cada noche antes de dormir o una playa junto al mar. En síntesis, el director nos dice que la felicidad se logra al reencontrarnos con los placeres de la niñez o con los sueños de la dorada juventud.

Un personaje secundario de El tiempo de los amantes (Jerome Bonell, 2013) afirma que la felicidad no está en el presente, sino en el pasado o en las expectativas de futuro, pero que es imposible vivirla, solo se la puede anhelar. Burman y Dubcovsky (el guionista) postulan aquí, en cambio, que de allá provienen los sueños, los objetos del deseo de felicidad, aunque es posible, a veces, vivirlos en el hoy. Son sueños pequeñoburgueses, pero no menores ni anacrónicos: la clase media y el «hombre común» aún viven y gozan de buena salud.

En el plano verbal, la historia se pregunta ―y se contesta negativamente― acerca de algún trasfondo homosexual en aquella amistad «de toda la vida» entre Santiago y Eugenio. ¿Es posible la amistad íntima entre dos personas del mismo sexo sin que haya una interferencia sexual? A

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lo que se puede contestar: ¿dónde hay una relación humana sin interferencias sexuales?

Sin embargo, la pregunta relevante pasa por otro lado: ¿es posible conocer realmente a otra persona? ¿Podemos convivir con el otro treinta años, dieciséis horas por día, seis días por semana; trabajar, jugar, apostar, comer, contarse «todo, todo»; y no conocer a ese otro? ¿Estamos condenados a pintar Los amantes, de Magritte, en todas las categorías de la relación humana?

 

La historia converge hacia su solución argumental en las últimas escenas. En ellas, las palabras se terminan, solo los gestos (que no mienten) quedan. Eso me dejó pensando por qué Laura, la mujer de Eugenio, el «ausente», al verlo, da media vuelta y comienza su retorno, mientras que su amigo necesita cruzar miradas y gestos.

Me parece que la mujer solo necesita confirmar la voluntaria «ausencia» de su ex. Santiago, en cambio, necesita un cierre, closure, cortar un compromiso anudado treinta años atrás, resolver la «desaparición» del otro, necesita recibir el mensaje que «la reunión se acabó…». Recién allí tendrá «permiso» para intentar, desde ese mismo momento, un futuro con la ex mujer de su amigo; sin eso, hubiera sido traición.

Me pregunto si Eugenio habrá encontrado su cachito de felicidad en ese lugar perdido. Edgar Allan Poe nos dejó una pista, quizá definitiva: «Las cuatro condiciones para la felicidad: el amor de una mujer, la vida al aire libre, la ausencia de toda ambición y la creación de una belleza nueva».

 

Sentado en mi butaca, inmerso en la oscuridad de la sala de cine, el director me lleva por una angosta senda del ancho universo masculino (un lugar más complejo que lo que quisiéramos confesar a las mujeres), en nuestra búsqueda del misterio de la felicidad.