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30 abril, 2012

 

ARTE

 

Por Oriane Fléchaire

 

Las intervenciones urbanas del artista plástico Marino Santa María barren el gris de la ciudad con pinceladas de color. Desde hace más de una década, fortalecen el lazo entre el arte y la vida cotidiana.

 

El encuentro es en un edificio de colores en el barrio porteño de Barracas llamado Central Park. Marino Santa María revela un gigantesco rompecabezas de mosaicos desparramados en el suelo bajo una luz de neón. Al hablar de su última obra en construcción, parecería retomar el hilo de una conversación interrumpida el día anterior. Sencillo y cercano. «Esa parte es la maternidad», explica el artista, y señala dos siluetas femeninas dibujadas con líneas curvas atravesando amplias superficies de color azul y blanco. «Aquella otra parte es la representación de edificaciones», continúa, apuntando a capas naranjas y rojas como ladrillos alargados en el otro extremo del futuro mural. También describe una parte de vegetación que el ancho del salón no alcanza para armar. «Generalmente trabajo mas abstracto. Pero si lo pixelo más todavía, tenés una nebulosa que solo ves a distancia, mientras que algo muy concreto golpea enseguida». La titánica obra de 220 metros cuadrados ocupará los dos patios de una maternidad del SUTERH (Sindicato Único de Trabajadores de Edificios de Renta y Horizontal) y se colocará en el transcurso del mes de abril.

 

Son muchos los proyectos como este —escuelas, fábricas, parques públicos, centros culturales— que por la mano de Santa María fueron transformando el espacio urbano con explosiones de colores, para acabar con las fronteras entre el arte y el público. Regreso sobre la génesis de un salto del caballete a la calle.

 

A unos diez minutos del Central Park, el rastro de Santa María sigue en el pasaje Lanín. Aquí no hay museo ni galería. El arte que se plasma sobre las fachadas es público, democrático y gratuito. En esta zona del sudoeste de Barracas encajonada entre la vía de ferrocarril y la autopista, el artista convirtió su barrio en una aldea de colores. El proyecto —su primero del género— que lanzó a finales de los años 90 creció en el paisaje urbano como una enredadera desde las cuatro casas del comienzo hasta las cuarenta con que cuenta ahora. Colores plenos y fuertes, mosaicos en formas abstractas inspiradas por sus propias pinturas: la transformación estética es espectacular. Casa entre las casas, la de Santa María, donde nació en 1949 y sigue teniendo su taller, es adornada con molduras antiguas de amarillo oro y, en toda la fachada, un estampado de mosaicos blancos, azules y verdes. «Nunca pensé que Lanín iba a ser mi mejor obra. Hoy por hoy, digo que lo es», afirma el artista que logró ubicar su pasaje en el mapa de los lugares de interés de la capital.

 

No solo llevó el arte a Lanín. Santa María produjo también un cambio en la percepción de Barracas como barrio, o por lo menos a eso apunta su obra que rompe con los supuestos establecidos. «Mi proyecto está basado en ser opositor, en contra de lo preconcebido, lo que debe ser, lo que nos hicieron creer que el barrio era», comenta el artista que huye de las etiquetas. «¿De dónde viene que Barracas es un barrio tanguero? No encontré ni uno que me lo explique». Como en la ciudad de Bilbao, donde se hizo el museo Guggenheim, que «no tiene nada que ver con la capital vasca», asegura el artista, «quiero hacer en Barracas algo que no tenga nada que ver con Barracas». Así se desarrolló Lanín, libre de los paradigmas que determinaban que la zona Surera «los murales de obreros mexicanos o los puertos de Quinquela» (por Benito Quinquela Martín). Este mismo juego entre el cliché y la libertad creativa le inspiró en el barrio del Abasto un Carlos Gardel pop, «un Gardel yanqui, en definitiva», como parte de una obra-homenaje al cantante y figura del tango. «¿Y sabes qué? A todos los gardelianos les gusta».

 

Si bien Lanín es una obra de raíz contestataria y política en el más amplio sentido, Santa María insiste en que no es partidaria: «Milité bastante en partidos. Ya me hartaron todos. Llegué al punto de hacer una militancia humana, propia, social». Privilegió el disfrute del arte y del resurgimiento de Barracas sobre discursos que llenen su obra de intelectualidad. «Los presupuestos se quedaron postergados sin ningun tipo de carga intelectual», comparte el artista, que recibió una muy fuerte adhesión de sus vecinos. En ese punto, le ayudó también ser un ícono del barrio, en parte por sus ambientaciones en la serie El oro y el barro en Canal 9 y su función de rector de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón en los años 90. Acorde con la forma más visceral que argumentada de difundir su obra, Marino Santa María compara el fin del arte al de la música: «Gusta, no gusta. Nadie va a aprender música para escuchar a Charly García. En cambio, mucha gente hace un curso de historia del arte para ir al museo. Está bien, pero es un segundo paso. No hay nadie que no pueda sentir la obra, ni entenderla porque no hizo un curso».

 

Reconoce que «el arte en la calle es quizás más militante que el otro», refiriéndose al de las galerías y los museos. Recuerda, sin embargo: «Todo arte marca una nueva posibilidad. Todo es complementario y necesario». Incluso el arte en sus soportes más convencionales puede alimentar intervenciones urbanas, según el artista. «Es experimental. Abre horizontes más rápido. De algún modo, cada cuadro puede ser un boceto de lo que se produce afuera». Santa María nota que lo que la obra gana en fuerza al estar a cielo abierto el artista lo pierde, en una pequeña medida, en agilidad acotado por los requerimientos técnicos; todo ello en oposición a un proceso «mas libre» en el trabajo de taller. «Pintar, chorrear pintura, empezar a ver. En la calle también voy viendo, pero lo que pinto en el taller lo tapo, lo seco y al día siguiente lo cambio». Lo anterior, en la calle, requeriría a Santa María tirar abajo la pared. «Ya lo hice, perdí material, perdí lo que pagaba por día. Con la pintura me pasaba más seguido. Con el mosaico, me contengo un poco, porque sino es eterno», cuenta con cierto sentido del humor.

 

Cuando se le pregunta cómo trabaja, Santa María no tiene reparos en sostener: «Muy desordenadamente. Si me piden algo para un determinado lugar, para dentro de 20 días, lo voy a pensar el día 19 a la noche (ríe) En el apuro, brota todo». A pesar de las fechas de entrega, su imaginación no tiene descanso. Entra en librerías a curiosear, consultar libros y revistas. Las de arquitectura son sus preferidas: «Me gustan mucho los diagramas, no los croquis. Los croquis los hago yo», explica el artista. No sorprende que encuentre en las formas y los colores una fuente de inspiración. Él juega permanentemente con los mosaicos entre los fragmentos y la representación global. Finalmente, el sentido de su obra trasciende en el momento de compartirla con el espectador: «Voy apreciando lo que hago a través del otro. Tengo intuiciones, antojos y flashes. Pero la obra real la veo cuando me la contás vos. Cuando me la cuenta la gente. No es que lo fijo a priori. Nunca lo fijo a priori».

 

Sea cual fuere su receta, crear sobre la marcha parece funcionar. Lo confirma su prolífica obra. La misma espontaneidad de su proceso creativo le imprimió vitalidad a distintos barrios porteños y provincias donde trabajó. No se colocó aún el mural en la maternidad del SUTERH, y Santa María ya esta pensando en su próximo paso. Además de sus alumnos de pintura y de mosaico, el artista tiene diversos proyectos. Justamente ese día vuelve de una villa donde quiere «primero enseñarles las técnicas y después que empiecen a intervenir en alguna de las paredes del barrio». También espera conseguir pronto un lugar para producir «trabajos solidarios», obras destinadas a los que lo necesiten. ¿Y Lanín? «Siempre se va recreando. Empezó siendo pintura. Siguió siendo mosaico y pintura. Y ahora quiero que sea todo mosaico y con mosaico en relieve. No tuvo un principio, ni tiene un final», afirma Santa María. Lanín va cambiando a medida que va transcurriendo la vida.

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