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23 septiembre, 2014

Fabio Manes Nuestro héroe nocturno

Fabio Manes Nuestro héroe nocturno

Por Patricia Rizzo

Para cualquier interesado en el cine, Fabio Manes no necesita de presentación. Fueron suyas las noches de la televisión pública en Filmoteca, junto a su amigo Fernando Peña, donde presentaron joyas rescatadas y películas esenciales, muchas de su colección propia. Tenía gustos inesperados y una personalidad que lo llevó a explorar terrenos exóticos.

Dedicó parte fundamental de su vida, o casi toda, a la difusión del cine. Fue uno de los principales coleccionistas e impulsores de los géneros fantástico y de terror, lo bizarro, el denominado cine clase B, aunque también mostró claras preferencias por lo «clásico» y el amplio campo de lo erótico. En la mayoría de los casos, de ser posible, prefería que el material a visualizar fuera en su soporte analógico original: el fílmico. Rescató, junto a su amigo y también experto Fernando Martín Peña, una parte muy importante de nuestro patrimonio visual, pero su afición hacia la conservación no conocía de límites. Contaba que tenía la costumbre de de ir por la calle mirando el piso y las bolsas de basura. Fue así que, desde chico, encontró de todo: dinero, relojes, joyas, libros, discos, y, más recientemente, películas de 35 mm. En abril de 2012, debía presentar, junto a Peña, la proyección de La gran amenaza (1974), obra maestra que resultó ser una de las funciones más exitosas y festejadas del BAZOFI, el festival alternativo creado por la dupla, y con el que multiplicaron sus fans, aunque ya eran un equipo muy celebrado desde hace mucho tiempo. En esa ocasión, Manes no apareció, pero tuvo una buena razón: se topó con dos volquetes llenos de rollos de película de 35 mm.
Pidió que lo buscaran con un auto y lleno el baúl con cerca de noventa rollos. Fue así que completó varios largometrajes, algunas joyitas y muchas cosas que, según dijo, «Jamás vi ni veré». Pero amaba compartir ese impulso cinéfilo, difundiéndolo ampliamente de forma entusiasta en diversos ciclos y en variadas trasnoches televisivas como la ya mencionada Filmoteca. Por eso, festejó ese cirujeo, actividad que temía se le transformara en vicio sin darse cuenta de que ya lo tenía.

Pero el cine no era lo único de lo que disfrutaba. Gustaba de las exploraciones alimenticias, incursionaba en comidas de todo tipo y, sobre todo, en algunas muy exóticas, esas que tienen condimentos picantes, como la coreana, la japonesa y la peruana. Entre sus preferencias estaba el kimchi, un preparado fermentado a base de vegetales deshidratados remojados y especias que en Corea utilizan para muchos platos, al igual que el arroz de otras gastronomías orientales, y por eso amaba la comida coreana.

Entre otras cosas, supo gozar de las motos, del amor a los gatos, a los que adoraba. Bucear también fue una de sus grandes pasiones, al punto de que invitó a quien se convirtió en su esposa, Magalí Paliero, a Angra do Reis para que ella aprendiera a bucear. Antes de viajar le dijo muy serio: «Si no te gusta el buceo, no podrás ser mi mujer». Esa fue una de las pruebas fundamentales para la relación. Felizmente, a Magalí le gustó bucear y ese fue el primer viaje, pero no el único, que hicieron juntos.

Gracias a su amor por el cine, supo propagar con alegría muchos de sus conocimientos, con lo que obtuvo un gran reconocimiento y el respeto de sus pares cinéfilos. Su presencia abarcadora en el periodismo escrito, programas de televisión, conferencias y festivales hizo que todos lo tomaran como un amigo y un maestro.

Se despidió a los cuarenta y nueve años, pero su condición de rara avis lo hizo atemporal. En un país donde la tradición cinéfila está fuerte y arraigada, con muchas décadas de brillante actividad, Fabio fue simplemente un notable, un ser afable cuyo inocultable placer por difundir y compartir todos le reconocemos.

El día de su partida, el 22 de enero, un admirador escribió: «Perdimos a nuestro héroe nocturno», y esa podría ser la mejor denominación para quien supo encarar la misma épica cada vez que entraba a esa sala oscura y se dejaba fascinar apenas se escuchaba un proyector que se encendía y lo esperaba.