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7 marzo, 2013

Hasta el 17 de marzo tiene lugar en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York la muestra Matisse: A la búsqueda de la pintura verdadera.

Por: Candela Vizcaíno (corresponsal España)

Quien haya tenido la suerte de admirar y deleitarse con algunos de los óleos de Henri Matisse (1869-1954) en vivo y en directo, seguramente, no podrá olvidar nunca la seductora emoción que producen. La pintura del francés emana una fuerza expresiva que bombardea el alma con una explosión de color, con unas líneas puras, y la remisión a un simbolismo perdido. Siento decir que una obra de Matisse colgada en un museo o en una sala de exposición nada tiene que ver con las imágenes impresas o con esas que acostumbramos a ver en la pantalla del ordenador. Por supuesto, tengo que ilustrar esta nota con esas fotografías, pero no puedo dejar de insistir en la importancia del directo. Y en esas estamos hoy.
Matisse y el fauvismo

A Matisse se le relaciona y encasilla dentro del movimiento estético nacido en París en 1905 y bautizado por el crítico francés Louis Vauxcelles como fauvismo. Es verdad que la tendencia ya estaba agotada menos de cinco años después de esa exposición inaugural y que la pintura de Matisse —como no puede ser de otra manera— evolucionó por otros derroteros. Aunque los principios del movimiento se pueden encontrar en casi todos sus grandes óleos, su obra, como la de un maestro que es, va más allá.
Todo comenzó con Luxe, Calme et Volupté, de 1904, y hoy en el Museo de Arte Moderno de París. Aquí el pintor francés realiza una obra que, con un sustrato tomado del puntillismo, lleva al extremo la técnica del divisionismo (técnica, que resumiendo mucho, consiste en colocar los colores puros uno al lado del otro, pero sin mezclar). La pintura se hace plana, los tonos se colocan uno al lado del otro, como si de un puzzle se tratara, y se comienza a andar el camino que se aparta del realismo.
En Mujer con sombrero, de 1905 (Museo de San Francisco), se acucia esta tendencia, y se colocan en un retrato femenino colores puros poco ortodoxos para representar la piel humana (verde, morado, azul, rojo encarnado…). Hoy, tras el cubismo y los procesos de deconstrucción que comenzaron en los años sesenta, esta técnica nos parece de lo más natural, pero no fue esa la percepción del público de entonces.

La obra de Matisse

Con el calificativo de «fiera» (que a ello remite fauvismo), trabajó Matisse durante toda su larga vida; pero el artista no se encasilló en una sola tendencia. La libertad le guiaba, y nada más tenemos que echar un vistazo a un recorrido cronológico por sus obras. Desde un sustrato claramente visible del posimpresionismo de Cézanne (en la técnica y en las formas), llega a obras que pueden considerarse plenamente abstractas y predecesoras, por ejemplo, de Mark Rothko.
Alrededor de 1910, cuando pinta La conversación (también en el Hermitage), la obra de Matisse abandona cualquier atisbo de perspectiva y se sumerge en una composición totalmente plana. El paisaje desaparece, así como cualquier elemento superfluo o meramente anecdótico. Las figuras principales ocupan todo el cuadro, con una pincelada que se hace espesa, sin asomo de veladuras, con los colores totalmente puros. Las habitaciones pierden perspectiva, y los personajes humanos se deshacen de su carnalidad.
Conforme avanza la producción pictórica de Matisse, las figuras se van diluyendo para centrarse en la forma y en el color. Pero el artista no se contenta con esto (con la evolución lógica en cualquier opus artístico) y se embarca en un auténtico camino de perfeccionamiento.

La danza de Matisse

Porque, si algo caracteriza a la obra de Matisse, es que estuvo sometida a una constante investigación. Eso explica, en parte, las distintas versiones de un mismo tema. Sacamos a colección la conocida La danza, que entronca, además, con Música, Juego de pelotas o Bañistas con tortuga.
La danza se presenta en una versión que podríamos llamar mundana, en la que las figuras del cuadro aparecen desnudas pero con un color cercano en la carnalidad. Es la versión del Museo de Arte Moderno de Nueva York. La que pintó un año después (1910) y se custodia en el Hermitage nos sorprende con los básicos azul, verde y rojo, y este color se elige para las figuras humanas. El fauvismo inicial de Matisse ha dado paso a un simbolismo extremo. Las pasiones comienzan a representarse con el color. La danza constituye un punto de inflexión, y esta obra es la que abre la puerta para la abstracción que el pintor francés llevó en sus últimos días.

Matisse en el Metropolitan de Nueva York

Aunque Matisse trabajó otros formatos artísticos (hizo, por ejemplo, grandes obras de bibliofilia), su opus se reconoce y conoce en sus grandes óleos. El artista consideraba la pintura casi como un camino iniciático. No le resultaba fácil. Buscaba algo en su mente que, a veces, tardaba en llevar al cuadro. Y no tenemos que entender torpeza en esta forma de proceder sino, más bien, un deseo de perfección que, en ocasiones, llegaba al tormento.
Matisse se inició copiando a los grandes maestros, adentrándose en museos y realizando sus particulares versiones de lo que se presentaba ante sus ojos. Como arte que remite a los símbolos, la realidad extracontextual únicamente le servía como inspiración. No pretendía —tal el caso de los impresionistas— aprehender eso que sucedía alrededor de la obra de arte.
Durante toda su carrera, Matisse hizo series, dúos, tríos, distintas versiones de un mismo motivo. Tal como se bautiza la exposición del Metropolitan, estuvo en busca de la pintura verdadera, y este deseo solo puede ponerse en relación con un camino de perfección iniciático.
El artista va más allá de la realidad (tiene que ser así casi por fuerza), abre puertas desconocidas (lo hace en su primera exposición con los fauves) y, aunque incomprendido en sus inicios, regresa con otra realidad.
Esta evolución hacia los colores planos, la contorsión y la deformación se advierte en la serie de Joven marinero, de 1906, pintado del natural en Collioure (en el sur de Francia, cerca de la frontera con España). Durante la década de los años 20, abandona el puntillismo, y el divisionismo se presenta en todo su esplendor, con un trazo limpio y con los colores que caracterizarán sus cuadros posteriores.
La del Metropolitan es una exposición con tan solo 49 obras (la mayoría, óleos), pero que representa estas características comunes a toda la producción de Matisse. Y termino tal como empecé: nada más se tenga oportunidad, hay que disfrutar en vivo y en directo de la obra de este maestro de la pintura.

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