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18 agosto, 2013

Humor y grotesco en la dramaturgia de Tolcachir

Por Ludmila Barbero

 

Claudio Tolcachir es actor, director, docente y dramaturgo. Ha recibido los Premios ACE, Clarín, María Guerrero y Teatro del Mundo, entre otros. Desde 2001 dirige el espacio cultural TIMBRE 4. Sus principales trabajos como dramaturgo son La omisión de la familia Coleman, Tercer cuerpo y El viento en un violín.

 

En la dramaturgia de este autor existen elementos cercanos a la estética del grotesco. En ella ocupa un lugar central la risa y lo lúdico, que habilitan el distanciamiento y naturalización de situaciones conflictivas y anómalas.

En sus piezas los cuerpos acompañan la desestructuración del lenguaje, de un modo similar a lo que ocurre en el grotesco discepoliano. Esto sucede en La omisión de la Familia Coleman, en cuya primera escena el personaje de Marito golpea a Damián con un almohadón y lo persigue gritando “¡Dami! ¡Dami! Dami!”. El cuerpo, cargado de ansiedad, potencia la incomodidad de un decir enajenado. El pseudónimo reiterado pierde su relación con el referente, se convierte en una suerte de significante nómade: vaga por los recovecos de la escenografía acompañando los recorridos circulares del psicótico. Algo similar ocurre con el jeringozo al que juegan la abuela y Gabi, pero con una diferencia: ellas utilizan este código para ocultar lo que desean que los otros, menos sagaces, desconozcan. Aquí se produce un atisbo de comunicación, pero por oposición a los demás.

En El viento en un violín, Lena y Celeste también podrán establecer un vínculo muy fuerte, aislándose del entorno. Será aquí a través del juego que parece dar nombre a la pieza que las dos mujeres hablarán en silencio. Se trata de contener la respiración durante el mayor tiempo posible. Ese viento contenido instala una zona de experiencia infantil en dos sentidos: por un lado habilita un regreso a la infancia a través de lo lúdico; y por otro, a partir del silencio al que las compele, devolviéndolas al universo del in-fale (el que no habla). Cabe señalar que Tolcachir toma la imagen del viento en un violín de su anecdotario infantil. Su hermano le había contado en la niñez cómo era el funcionamiento interno de la caja de resonancia del instrumento, y aquello se convirtió para él en la metáfora de las fuerzas insondables que dan lugar al acontecer artístico.

Otro elemento vinculado con la incomunicación es la anomia, uno de los rasgos asociados a la estética del grotesco. Recordemos que el término posee dos etimologías. Remite a la ausencia de ley, que ocupa un lugar central en las piezas, en lo relativo a los vínculos familiares y laborales. Y, asimismo, refiere a un trastorno del lenguaje en el que surge una dificultad para dar con los nombres de las cosas. En estas obras, la falta de nombres resulta iluminadora respecto de  la carencia de normas. Es posible encontrar este vacío en personajes como Lena, cuyo nombre no es un “verdadero nombre” desde el punto de vista de una señora de clase acomodada como Mecha. En La omisión, el psicótico lúcido recibe un diminutivo: Marito. Es una suerte de hombre inacabado. En la promiscuidad de los Coleman no llama la atención que duerma, como un bebé, en la misma cama que su madre. También, cabe mencionar la escena del hospital en la que el médico indaga la conformación de la familia: los Coleman son, en verdad, la abuela y Marito. Memé raramente es llamada “mamá”, y a tal punto no asumirá la función de madre que no podrá dar el apellido a ninguno de sus hijos. Los restantes: Verónica es hermana de Marito por vía paterna, pero es la única a quien el padre reconoce. Y los mellizos: Gabi y Dami Müller son hijos del segundo esposo de la abuela. Esta es una de las tantas omisiones operadas en el seno de la familia. Nadie explicita cómo se produjo aquél vínculo incestuoso entre Memé y su padrastro, ni qué papel jugó en él la abuela.

Resulta interesante destacar la importancia de la risa en las piezas. Ésta provoca un distanciamiento respecto de situaciones problemáticas, permite ver como juego aquello que una mirada grave podría encontrar siniestro. Es central en las obras la naturalización de situaciones anómalas a partir de este elemento. Los tontos y los locos son los que hacen un uso más “cabal” de ella: tal es el caso de Marito y Memé en La omisión y de Celeste en El viento. La risa quiebra el nerviosismo de esta última en la escena previa al acto sexual con Darío. También acompaña el vínculo incestuoso entre Marito y su madre. En Tercer cuerpo resuena en la superposición de diálogos y escenas que enfatizan la incomunicación. Aquí se halla presente, además, en la dificultad para poner palabras al dolor por la muerte de un ser querido, cuando Moni y Sandra ayudan a Héctor a redactar el discurso para la misa en conmemoración al fallecimiento de su madre.

Por momentos, la risa parece retorcerse en siniestra mueca. No obstante, cabe destacar que en ocasiones los personajes atisban la posibilidad de encontrar su lugar en el espacio distópico que habitan. A este respecto, Dubatti, en el prólogo a El viento en un violín y otros textos, señala que en estas obras se impone una suerte de “pensamiento adversativo”, estructurado a partir de experiencias particulares, por oposición a los postulados establecidos por la doxa social. En este sentido es que, en El viento, Darío hallará un pequeño oasis afectivo junto a Celeste y a su bebé, y Memé podrá reencontrarse con su hija, como madre, aunque solo sea por un instante, en la anteúltima escena de La omisión.

Para concluir, destaquemos que la comicidad y los elementos grotescos de la dramaturgia de Tolcachir dan lugar a una lógica diferente, marginal respecto de los postulados del sentido común. En el olvidado tercer cuerpo que el autor construye para sus personajes, y en los personajes que construye como cuerpos terceros, como ausentes en presencia (tal es el caso de Marito al final de La omisión), como así también en el desgarramiento del lenguaje, tienen lugar nuevos sentidos, desde el punto de vista lógico y afectivo: en el aparente sinsentido, algo pequeño puede hacer que todo cobre valor. No deberíamos sorprendernos… Y es que incluso el aire, epítome del silencio, sabe arrancar de su mutismo, inexplicablemente, al más discreto violín.