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18 octubre, 2012

 

Por Emmanuel Docco

 

Artista visual o, como el mismo se define, «un activista de la vida», Juan Carlos Romero nació en el barrio proletario de Avellaneda. Desde temprano, respondió a sus inquietudes artísticas haciendo varios cursos de dibujo, hasta transformarse en profesor superior de grabado. Su producción, fuertemente ligada a la gráfica y a la calle como vía de comunicación, pasó también por diferentes disciplinas, como instalaciones, performances, intervenciones públicas, arte correo, poesía visual y libros de artista.

Ganador de varios premios y reconocimientos nacionales e internacionales, actualmente mantiene tanto su vocación de docente como las ganas de seguir produciendo y contando, por medios artísticos, todo aquello que lo inquieta.

Como un hombre que supo y sabe vivir en arte, hoy se lo ve así: reflexivo, atento y con ganas de transmitir y compartir, más que formas, pensamientos.

 

¿Qué es el arte?

Para mí, el arte es una forma de vida. Sencillamente lo explico así: ser artista es una dedicación plena. El arte es algo que libera y mucho, tanto al artista como al que lo observa. Es una comunicación entre ellos, donde la obra es un intermediario. La obra se genera cuando el objeto artístico funciona como mediador, se arma cuando hay alguien mirándola. Puedo hacer un objeto artístico y no salir de mi casa, pero eso nunca se va a convertir en obra, se va a convertir en obra cuando se cierre con el espectador.

El arte es un trabajo constante. Desde el comienzo hasta que se termina, uno está trabajando con él, conviviendo con el mundo externo, que es muy pesado, denso, lleno de contradicciones, y con el mundo interno, que es el mundo donde se produce la obra. El arte es indefinible. Lo que sí se puede definir es lo que genera en uno, y a mí me genera una forma de liberación con respecto a las distintas maneras de represión y alienación contemporáneas. Por eso hay mucha gente que se dedica al arte: locos, humildes, gente con guita, personas de distintas actitudes y sectores sociales. El arte los separa del mundo represor en el que vivimos, porque vivimos en un mundo represor.

 

¿Qué le pide al arte?

Que promueva medios de liberación, que produzca la situación de que, cuando uno está haciendo arte, esté olvidado del resto del mundo. Por ejemplo, si hablamos de una obra política, se piensa antes producirla, pero al momento en que estoy trabajando con la obra se crea un universo, donde uno se aparta del resto de las cosas.

 

¿Desde sus comienzos a la actualidad mantiene la misma manera de trabajar?

No, he cambiado. Primero empecé haciendo xilografías, luego aguafuertes, después impresión Xerox. En ocasiones produzco serigrafía, pero hoy estoy haciendo, por medio de técnicas tipográficas, afiches políticos que están en la calle. Trabajo a partir de lo digital, preparo el proyecto y me reúno con la imprenta, hablamos de lo que quiero respecto a la impresión y se hace. Actualmente trabajo desde lo digital porque me resulta más cómodo, posible y mas abierto. Me siento más liberado de la presión de las técnicas. Las técnicas tradicionales de grabado son en general para sufrir (risas). Yo trabajo en dos direcciones: lo digital y los afiches públicos que van ala calle. El último trabajo que hice se llama «Palabras» y lo presenté en el Fondo Nacional de las Artes en 2011. Como su título indica, eran palabras, pero estaban fuera de foco. El público se acercaba a la obra, y las palabras nunca se enfocaban. Contenían mensajes ligados al horror, al terror, a la violencia, al estrago. Voces que tienen que ver con los castigos contemporáneos.

Hice un afiche para el Centro Cultural de la Memoria «Haroldo Conti» que se llamaba «Furia». El nombre derivó de lo que sentí en ese momento respecto a lo que pasa en el mundo. Tenía mucha furia. Liberar furia es hacer obra. Si esa bronca se queda en vos, es malo, te frustra. Hay cosas que pasan que no son justas, y eso me llena de bronca, de allí la obra.

 

¿Encontró en la fotografía una herramienta más para producir?

Yo trabajé mucho con mi cuerpo. Cuando hago mi obra, en general transparento mis ideas, eso significa exponerme a mí mismo. Pero, cuando pongo el cuerpo, realmente es un compromiso mayor, no hay intermediaciones, estoy yo, mi cuerpo presente. Trabajé durante mucho tiempo usando el cuerpo. Empecé proyectando mi sombra, fue un autorretrato en la década del 70. Luego, en la época del «Proceso», me fotografié gritando, tenía ganas y deseos de gritar. Después trabajé con una técnica llamada camuflaje, me pinté la cara, me disimulaba el cuerpo. Creía que en la época del «Proceso» uno podía disimularse ante el enemigo, pero siempre con riesgo de ser descubierto. Estos conceptos tenían que ver con el camuflaje de los animales. Nos pasaba a nosotros también, uno se disimulaba con el temor de ser descubierto.

 

¿Hay algo de sacrificio en ponerse en un lugar para contar algo a otro?

Sí, es un sacrificio, es como desnudarse. Desnudarse no solo en lo físico sino también en un sentido intelectual. Que no haya barrera ni intermediarios de ningún tipo, el cuerpo de uno esta ahí presente.

Una de las series, Homenaje a los Selknam, se refiere a los onas, un pueblo diezmado, brutalmente asesinado. Me pinté el cuerpo tal como lo hacían ellos en ceremonias de iniciación y me fotografié buscando desde lo estético un homenaje simbólico.

 

¿De qué manera actúan las palabras puestas en obras? ¿Es una suerte de desnudo intelectual?

Las palabras las empecé a sacar de los periódicos. Yo veía que los diarios en general disimulaban las palabras, las ocultaban. Una de mis obras, llamada «La palabra oculta», surge de esta inquietud. El periódico esconde las palabras más importantes del texto, lo hace un bosque farragoso, y en el medio hay muchas que son muy importantes, que están disimuladas. Yo las quiero sacar de ese disimulo y ponerlas al frente, hacerlas visibles de modo que permanezcan disponibles, dejando afuera lo sobrante.

Luego comencé a sacarlas del diccionario, me gusta mucho el significado. La primera muestra que hice con palabras se llamo Violencia, fue una instalación grande que realicé en el Centro de Arte y Comunicación (CAYC), que estaba dividida en tres partes: una con textos de intelectuales de todas las tendencias que referían a la violencia, en otra había fotografías, y en la tercera parte estaba la palabra «violencia» sola, sin ningún cruce.

 

En el desarrollo de la obra, a la hora de elegir la tipografía, ¿qué evalúa?

Yo elijo la más sencilla, la más recta, por ejemplo Arial. En la imprenta no hay mucho que elegir. Lo que varía son los colores y los tamaños, pero yo elijo como quiero que quede. Las imprentas trabajan en general para las bailantas de los barrios populares del gran Buenos Aires, en tres colores degradados que se relacionan con las distintas comunidades: boliviana, paraguaya y peruana. Yo no lo sabía, me fui enterando a medida que los imprenteros me iban explicando. Fue un hallazgo accidental, como un suceso que te ayuda pensar distinto.

A la imprenta tipográfica llego por unos afiches políticos. Yo trabajaba en Telefónica y militaba en una agrupación sindical, ahí me dijeron que, como me dedicaba al arte, me correspondía hacer los afiches, y me mandaron a la imprenta para prepararlos. «Armemos un afiche, venite al fondo», me dijo el imprentero. Fuimos al taller y lo hicimos juntos. Ahí me empezó a gustar y nunca lo dejé. El olor a tinta de imprenta me gusta mucho, ¡me vuelve loco! Ahora voy a una imprenta que está en La Tablada, cada vez quedan menos y están por cerrar. El offset les ganó.

 

¿Existe obra sin mensaje?

No, creo que no hay obra sin mensaje, todas tienen un mensaje. La gente siempre quiere emitir una idea. Una obra es una idea puesta en un papel y se convierte en un dibujo, un grabado, una pintura, etc. Pero siempre es un mensaje, uno quiere decirles a los demás lo que piensa del mundo.

 

¿Hasta dónde cree que el artista se tiene que hacer cargo de la ideología?

De la de uno, siempre. De lo que pasa en terceros, ya depende del otro y de sus interpretaciones. Cuando la obra sale al mundo, ya no es más de uno, es de los demás. Una obra de arte es polisémica, yo hago una cosa entendiéndola de una manera, y el que la ve la entiende de otra; uno produce en un sentido, y el sentido se lo dan los demás.

 

¿El arte crea pensamiento?

El arte puede llegar a crear pensamiento. Hay obras que no crean pensamiento de nada (risas).

 

¿La manifestación artística es inocente?

No, no la creo inocente en ningún momento.

 

¿Dónde pierde su inocencia?

Pierde su inocencia en el momento que se realiza. Es inocente en la cabeza de uno. Cuando se la plasma en papel, ya tiene un grado de compromiso con el otro y, por más elemental o sencilla que sea, pierde su inocencia.

 

¿La reproducción fue determinante a la hora de elegir técnicas gráficas como medio de producir arte?

Cuando era joven, pertenecía a un grupo de grabadores, y queríamos que la obra se multiplique por millones. Nuestra idea tenía que ver con eso, que llegue a la mayor cantidad de gente. El grabado tiene la posibilidad de multiplicar. Esa posibilidad nunca se dio, nunca podíamos vender ni regalar, siempre quedaba en nuestras manos (risas). Es interesante porque la gráfica permite la reproducción y la posibilidad de llegar a mucha gente, pero en general sucede lo contrario. El arte tiene que salir a la calle, a mí me importa la calle. Yo haría solo obra en la calle, cerraría todas las galerías (risas), pero hay que conseguir plata para poder seguir produciendo. A mí me interesa la multiplicación por millones.

 

A partir de la posibilidad de reproducción y de ocupar un lugar no convencional, ¿intenta desacralizar al objeto artístico?

Algunas obras gráficas son sacralizadoras o fetiches, y otras no. La calle es un lugar especial para la obra de arte.

 

¿Es una postura que eligió desde un principio?

Cuando empecé a trabajar, miraba obras de Vasarely, y él hablaba de la posición del espectador. Este participaba, se movía alrededor de la obra, y entonces esta se veía distinta. Yo siempre quise que el espectador participe. En un principio hacía obra geométrica, pero después me interesó la participación del espectador de la calle, ese que no va a un museo. El real espectador es el tipo que va por la calle y de golpe se topa con una obra de arte, eso me interesa. Prefiero una participación más activa, más comprometida. La mirada de la calle es más jugada, hay más críticos. No hay críticos especializados.

 

¿Qué es el arte en la calle?

Es una forma de comunicación directa para un público más amplio. Un espectador común. Apunta a socializar al arte. Si lo consigue, no lo sé. Hay un doble juego, entre calle y museo. La calle tiene vida propia, con sus reglas. Lo interesante de trabajar en la calle es que la gente llega con sus pautas, toma o no la propuesta, acepta la obra o no, no existe intermediación alguna.

 

Al ser precursor de varias vías alternativas, de hacer y compartir manifestaciones artísticas, ¿qué lugar tiene lo alternativo en el arte contemporáneo?

A la larga, lo alternativo deja de ser alternativo, se convencionaliza, se institucionaliza. Uno es alternativo mientras es original y distinto a lo que se está haciendo en el ambiente artístico. Yo tenía obras totalmente alternativas en los 60, y ahora me las quieren comprar o poner en un museo, perdieron su sentido fáctico, aquello que creaba un ámbito distinto, perdió lo que sacudía. De golpe se convirtió en una cosa para el museo, perdió sentido.

 

¿Qué significa la enseñanza y como es enseñar arte?

Lo que digo siempre es que tuve varios docentes que me enseñaron a hacer arte. Yo aprendí muchísimo haciendo arte y quiero devolver lo que me dieron. Enseñar es una devolución de lo aprendido. Se produce una transformación en las personas a la hora de aprender, pasan los años y me cruzo con alguien que me dice: «Uh, recuerdo aquello que me dijo y fue fundamental en mi vida…» Y yo no recuerdo qué le dije, pero para él fue muy importante. Que diez personas me digan eso para mí es un éxito. Hoy por hoy, sigo enseñando en seminarios cuando me convocan.

 

¿Ve la formación de artistas como la formación de colegas?

Es muy fuerte, me parece muy interesante cuando un estudiante artista te dice lo que hace y me gusta. Además es el resultado de lo que le enseñé, me parece importantísimo. Es muy entretenido ver la evolución, cómo se han transformando las carreras artísticas de alumnos. Algunos han creado un caudal propio, una existencia propia, es muy fuerte. Uno va participado en la formación de esa persona, y digo «participando» porque involucra a otros también.

 

¿Cómo ve la enseñanza artística en la actualidad?

Yo la veo muy mala, soy muy crítico. Creo que en Argentina es insuficiente, falta actualización. Es endogámica, se come a sí misma, se retroalimenta a sí misma. Conozco muchas escuelas de arte del país y, salvo excepciones o docentes, veo en general que muy pocos son los que se transformaron hacia el arte contemporáneo. Se sigue pensando en el arte del siglo XIX, hay qué abandonar eso, pasan otras cosas. En palabras de Juan Acha, «la escuela de arte es un ambiente conservador». Lo que conserva es lo que el Estado quiere mantener como las escuelas de arte. Mantienen las tradiciones institucionales, y en realidad tiene que ser un lugar de transformación. La enseñanza artística va por detrás de la creación artística, corren por caminos diferentes. Lo que hay que hacer es juntarlas.

 

¿Se transmite ideología al enseñar arte?

Si, tal cual. El que enseña mal arte enseña mala ideología (risas). Al enseñar arte, uno comparte su mirada del mundo. La ideología esta en cómo uno ve al mundo.

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