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15 noviembre, 2011

Lo indecible de la bellezaThe unspeakable of beauty

En lo inaprehensible de los cuerpos habita lo bello.

La preocupación moderna por el cuerpo y su belleza es un inductor incansable de imaginarios y de prácticas que instalan una evidencia en la cual, en realidad, deberíamos ver una construcción.

Por Alejandra Santoro

En un grano de café o en la lagaña de su ojo izquierdo recién amanecido, pequeña como el grano, ahí, sin saberlo, se encontraba la belleza. En las arrugas fortuitas y en las sonrisas de bocas grandes, casi grotescas, descansaba lo inefable. Alguien sentado en una baldosa llora las noches de carnaval, los cuerpos risibles, sin demarcación respecto del mundo, cuerpos que no están encerrados, ni terminados, ni listos, sino que se exceden a sí mismos y atraviesan sus propios límites. Alguien llora las partes del cuerpo que se abren al mundo exterior; cuerpos-canales en contacto con el todo a través de los orificios, las protuberancias, ramificaciones y excrecencias que unen al cuerpo y al mundo a través de las bocas abiertas, de los órganos genitales, de los senos, los falos, los vientres y narices. El llanto habla de cuerpos que ya no son, porque ahora los cuerpos se poseen.

De pronto, la corporalidad se despega del mundo, del cosmos y de los otros; cae hacia la nada como la feta de un gran queso. Se vuelve factor de individualización. Descubrimos que tenemos un cuerpo, porque se acabó la mezcla del hermoso bochinche carnavalesco en el que la carne y la piel se tejían con la naturaleza: hoy queda el recinto objetivo de la soberanía del ego. Vivenciamos al cuerpo como algo que nos es extraño, como algo con lo que cargamos y hasta podemos controlar. Nos olvidamos de cómo zambullirnos en el mundo, de cómo ligarnos a él y sólo podemos reducir, continuamente, el mundo al cuerpo a través de lo simbólico que este encarna.

Son fuertes los ecos de hurras a los cuerpos funcionales, a los cuerpos útiles y bellos. Ahora somos todos individuos e instalamos el banderín de la diferencia y la distinción, bien clavadito en nuestro cuerpo. Creemos en lo perfectible, en el gobierno de la vida a través del cuerpo, pensamos que podemos extraer de él sus partículas más mínimas, que podemos succionar información, saber. Sin embargo, nada es más misterioso para el hombre que el espesor de su propio cuerpo, porque en aquello que aparece como lo más evidente habita el vacío, habita todo un crisol de sentido forjado en el cuerpo que no podemos ver con nuestros ojos-lupa.

Tampoco pudimos sostener este nuevo imaginario que cayó con fuerza aplastándonos el cráneo; imaginario que viene a generar toda una serie de discursos y prácticas marcados con la impronta de los medios masivos de comunicación. No sería correcto decir que fue a partir de este que el cuerpo se volvió sombra del hombre, se separó bruscamente de él y se derritió como manteca sobre una plancha caliente, pero sí que este dualismo se volvió burdo y alcanzó su más alto límite, hasta hacer de nuestro cuerpo un doble, una especie de alter-ego. El cuerpo queda reducido al lugar del bienestar, del buen parecer, de la belleza; hacemos y deshacemos nuestro cuerpo, lo maquillamos, le suministramos productos dietéticos, lo recortamos, le agregamos, pretendemos superar sus límites, reconstruirlo, interferir en su proceso. Tenemos a los medios masivos impregnados en la piel que funciona como pantalla reproductora, el virus de la lógica actual se nos filtró por dentro, nos hace cosquillas  y hablamos muy bien, muy bonito, el lenguaje de la anatomofisiología. Mientras tanto, el cuerpo se nos vuelve plastilina y todavía no nos animamos a preguntarnos si esto sigue siendo «cuerpo» o si, en todo caso, no lo estaremos borrando.

En nuestra sociedad occidental, el cuerpo es el signo del individuo, pero el cuerpo es una construcción simbólica, no una realidad en sí mismo. De ahí, la miríada de representaciones que buscan darle un sentido y su carácter heteróclito, insólito y contradictorio de una sociedad a otra. Nos sorprendemos y hasta sentimos cierto rechazo cuando vemos a esas mujeres ugandesas que se colocan un plato en el labio inferior hasta deformarlo completamente, o a aquellas mujeres de la tribu Karen que se colocan collares en el cuello para resaltar la belleza, o a los integrantes de las tribus maoríes que se tatúan el rostro para impresionar y asustar a sus enemigos. Sin embargo, en estas sociedades prevalece una fuerte interrelación entre la naturaleza y la cultura, en la cual se amarran y penetran. En este caso, la persona no está limitada por los contornos del cuerpo, ni encerrada en sí misma. Su piel y el espesor de su carne no dibujan las fronteras de su individualidad; el hombre no es un individuo, sino un nudo de relaciones. Esta belleza nos provoca escozor y miedo, nos resulta tan ajena que entonces explicamos al cuerpo a partir de metáforas mecánicas, de las disciplinas y de las prótesis correctoras que se multiplican. Surgen por aquí y por allá voluntades por corregirlo, por modificarlo, por abolir el cuerpo, por borrarlo, pura y simplemente. Surgen incontables intentos por escapar de la precariedad del cuerpo y de sus límites, por hacer del cuerpo una mecánica. Todos estos indicios permiten adivinar la sospecha que pesa sobre el cuerpo: la absurda tarea de querer escapar a su plazo.

Nos extrañamos frente a aquello que desconocemos, frente a esas otras culturas que entienden que la belleza está ligada a procesos naturales. Nos asombramos y tememos, quizá, porque en algún lugar de nuestro cuerpo, reprimido por ahí, aún lata aquello que en algún momento nos mezclaba con el todo, cuando el cuerpo era cuerpo, era tierra y era agua, era pasto y era cielo.

Por Alejandra Nazarena Santoro

 

In the unfathomable of the bodies it inhabits the beautiful.

 

The contemporary concern by the body and its beauty is an inducer of tireless illusions and practices that lay where, in fact, we should witness a growth.

 

In a coffee grain or in the rheum of his recently dawned left eye; small as a grain, there, without knowing it, was the beauty. In the fortuitous wrinkles and in the smiles of large mouths, almost grotesque, rests the ineffable. Someone sitting on a tile cries for the nights of carnival, the laughable bodies , without demarcations regarding the world; bodies that are not locked, or completed, or ready, but that exceed themselves and break through their own limits. Someone cries for the parts of the body that are open to the outside world; conducting-bodies in touch with the whole through the holes, bumps, ramifications and excrescences that unite them to the world; through the open mouths, genital organs, sinuses, phallus, bellies and noses. And the crying speaks of bodies that no longer are, for they have become possessions.

Suddenly, the embodiment is detached from the world, the cosmos and the other, and falls towards the emptiness as the piece of a great cheese. It becomes an individualization factor. We discover that we have a body because the mixture of the beautiful carnival mess, where the flesh and the skin weaved with nature, is over. We feel strange in our body, as something we are bond to carry with, and even to control. We forget how to jump into the world, how to come into contact with it, and we can only continuously reduce the world to the body through the symbolism it embodies.

There are strong echoes of «cheers» to the functional bodies, to useful and beautiful bodies. We are all individuals now, and we install the pennant of difference and distinction in our body, well nailed. We believe in the perfectible, in the government of life through the body, we believe that we can extract it’s minimum particles, that we can suck information and knowledge.

But we also could not sustain this new imaginary that fell heavily, crushing our skull; an imaginary that comes to generate a whole series of discourses and practices marked with the stamp of the mass media. The body is reduced to the well-being and beauty place; we make and break our body, we provide it dietary products, cut it, add to it; we intend to overcome it’s limitations, to rebuild it or to interfere with its process.

In our western society, the body is the sign of the individual, but, in fact, it is a symbolic construction, not a reality. Hence the myriad of representations that are trying to give a meaning, and its heteroclite, which is unusual and contradictory from one society to another. However, in these societies prevails a strong interrelationship between nature and culture, where these are moored and penetrated. In this case, the person is not limited to the contours of the body, neither closed in on itself. The skin and the thickness of their meat do not draw the boundaries of their individuality and the man is not an individual but a knot of relationships. And this beauty causes to us irritation and fear, since we find it so alien.

We explain our body using mechanical metaphors, describe the disciplines and the corrective prostheses that multiply. The desire to correct it, to change it; to abolish the body by simply deleting it, all those feelings arise. There are countless attempts to escape from the precariousness of the body and its limitations, and to turn the body into a mechanical piece. All signs that make it possible to guess the suspicion that weighs on the body: the absurd task of wanting to escape its term.

We wonder about what we do not know, about other cultures that understand that beauty is also linked to a natural process. We feel astonish and fear.  Perhaps because, somewhere in our body, repressed in a dark corner, still beats what once mixed us with the whole, when the body was the body, and was the land, and was the water. When it was the grass, and it was heaven.