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15 octubre, 2012

Los límites de la modernidad al desnudo


La crisis mundial no es otra que la crisis de los límites del proyecto de la modernidad.

(Parte 1)

 

Por Martín Samartin

«La crisis actual parece involucrar cierto aspecto de lo real que toca los márgenes materiales de la sociedad global, los mismos que poco tiempo atrás parecían intangibles. Lo que ha quedado al desnudo con la crisis contemporánea es la existencia patológica del soporte material del sujeto cartesiano, lo cual constituye –sin lugar a duda– un escándalo para la filosofía».

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Golpeando las paredes del infinito

El concepto de ideología se ha vuelto demasiado problemático en la actualidad. Precisamente cuando ya nadie quiere escuchar hablar de «derechas e izquierdas» es cuando más sumergidos en la ideología estamos. La derecha no quiere saber nada con el carácter político e ideológico de sus formas de pensamiento. La década neoliberal (1990-2000) estuvo marcada a nivel mundial por determinados hitos en el campo de la ideología. Francis Fukuyama, por ejemplo, anunció la inminencia del fin de la Historia; esto es, como si la civilización occidental hubiese alcanzado un presente perpetuo, un tiempo detenido y homogéneo, desprovisto de acontecimientos perturbadores. Samuel Huntington, por su parte, profetizó el choque entre civilizaciones, preparando el campo ideológico de la década siguiente: si la razón histórica ha quedado desprovista de su sustancia política, lo único que queda es el conflicto étnico, religioso o de «estilos de vida» (el Occidente racional y cristiano contra el Oriente «irracional y fundamentalista»). En la actualidad –sin ir más lejos–, se pretende explicar el fenómeno del terrorismo en dicho contexto superficial, totalmente despolitizado, en el cual sus rasgos étnico-nacionales o religiosos (fetichizados) se ponen de relieve, ocultando así las mediaciones históricas y las connotaciones de la trama política que lo determinan. Diversas formas de resistencia, incluidas las emergencias de distintos tipos de fundamentalismo religioso o nacionalista, deberían leerse como reacciones locales a la globalización financiera y al intervencionismo económico-militar de los países centrales. No sólo el aparato mediático, también el sistema académico lleva a cabo la tarea de instalar las coordenadas ideológicas dentro de las cuales se definen los problemas de la agenda mundial. En la década del 90, por ejemplo, había que desmantelar los Estados de bienestar y quitar del medio toda traba estatal para el libre flujo de capitales. En la universidad, mientras tanto, se leía a Huntington y a Fukuyama. La caída del Muro del Berlín significó –además del fin del mundo bipolar el surgimiento de una era supuestamente post-ideológica (y a-política) donde el concepto de «lo múltiple» vino a reemplazar al de la «totalidad». Sin embargo, la crisis de los modelos neoliberales en América Latina, sumada al derrumbe posterior del sistema financiero en Europa y EE. UU., parece finalmente haber puesto en tela de juicio las veleidades del fin de la Historia y la capitulación de lo político ante el pragmatismo posmoderno, en el cual la utopía hedonista del individualismo burgués parecía extenderse sin límites. La crisis actual parece involucrar cierto aspecto de lo real que toca los márgenes materiales de la sociedad global, los mismos que poco tiempo atrás parecían intangibles. Los sueños consumistas se caen rápidamente a pedazos cuando la expectativa de pago de los créditos hipotecarios se hace socialmente inviable.

El espíritu poseído

En un reportaje reciente, el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha definido la modernidad como un proyecto político fundado, ya no en una mirada hacia el pasado (rasgo conservador, premoderno), sino en la capacidad de anticipar el futuro. Y es justamente esta sensación de porvenir incierto, imposible de anticipar más que catastróficamente, lo que marca la crisis del proyecto modernizador. Sloterdijk está aquí en lo cierto; sin embargo, se debería añadir que esta suerte de brecha en la modernidad que nos impide anticipar lo que vendrá no está inscripta en absoluto en los modos de pensamiento, sino en las relaciones sociales de producción, es decir, en la lógica misma del capital. Lo que ha quedado al desnudo con la crisis contemporánea es la existencia (para utilizar una expresión kantiana) patológica del soporte material del sujeto cartesiano, lo cual constituye –sin lugar a duda un escándalo para la filosofía. Aquí uno estaría tentado de remitirse a la célebre Tesis 11 de Marx, en las Tesis sobre Feuerbach, según la cual los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, cuando de lo que se trata es de transformarlo. Encontramos, en sintonía con Marx, una curiosa -aunque no por ello menos cínica- confirmación de la mencionada tesis en las palabras de un asesor de George W. Bush, que según una versión del New York Times (2004), en el 2002 reveló a Ron Suskind lo siguiente: «Las personas como usted creen que las soluciones surgen de su juicioso análisis de la realidad observable. El mundo ya no funciona de esa manera. Ahora somos un imperio, prosiguió, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y, mientras ustedes estudian esa realidad, nosotros volvemos a actuar y creamos otras realidades; y así es como pasan las cosas. Nosotros somos los actores de la historia. Y a ustedes, a todos ustedes, no les queda otra cosa que estudiar lo que nosotros hacemos».  La posición del Amo -a través de su discurso- crea la realidad, y ante su semblante (el Imperio) la hermenéutica se vuelve impotente. Retomando desde este otro ángulo -el de la materialidad del poder- la interpretación de Sloterdijk, diremos que la falla en la capacidad de anticipación del tiempo venidero está inscripta, ya no en el espíritu moderno, sino en sus condiciones materiales de posibilidad. A diferencia de lo que creen los filósofos posmodernos, la crisis de la modernidad no se trata en sí de un problema conceptual o hermenéutico sino de uno material. La «totalidad» moderna, los límites de su proyecto ahora al descubierto se han revelado demasiado estrechos como para incluir a todos los seres humanos (llámese: la diversidad, la multitud, o la categoría que sea). Nos encontramos hoy ante la paradójica situación de que la «suma de las partes» excede a la «totalidad» misma. Por lo tanto, el problema no se circunscribe a la esfera de la conciencia a la concepción espiritual del mundo–, sino a la estructura social: a la «máquina social» que ha tomado posesión del espíritu.