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11 enero, 2013

¿Cómo no sentir admiración por una mujer que habiendo sido agredida, en la profundidad de su ser, por el odio de la guerra, fue capaz de transmitir amor a través de la escultura en la piedra?

 

Por: Cristina Montalbano

Magda Frank nació cuando comenzaba la Primera Guerra Mundial, en 1914, en Transilvania (región que en ese momento pertenecía a Hungría, y que luego sería Rumania). Magda vivió así, en un mundo convulsionado y cambiante.

Sus primeros estudios los realizó en la Escuela Superior de Bellas Artes y en la Escuela Superior de Artes Aplicadas de Budapest, donde aprendió a trabajar diversos materiales, como la madera, el metal y la piedra.

Ya en los años 40, fue víctima de las persecuciones nazis, que la obligaron a huir hacia Suiza, donde la familia de un diplomático la ayudó a sobrevivir, escondiéndola en un sótano. Mientras que sus padres y su hermano Bela eran asesinados, otro hermano escapaba de los campos de concentración, con destino a la Argentina. Magda y su hermano fueron los únicos sobrevivientes de toda la familia.

Estos hechos marcaron hondamente el interior de la artista. En su soledad, busca la forma de expresar su inmenso dolor, y escribe: «Cada vida es una tragedia. A mí no me han sido ahorrados los sufrimientos de la guerra ni las privaciones de la emigración. He padecido la suerte trágica de mi familia. Mi escultura “El hombre grande” refleja mi alma. Cada parte, como el conjunto, expresa una desesperación infinita. No inspira ternura: acusa, sacude al espectador. Mirando al cielo pregunta: ¿por qué tenemos que sufrir tanto? Pero quien pregunta, todavía espera…».

París, centro de gravedad de la vanguardia del arte europeo, atrae a Magda, y allí, en la Academia Julian, continúa su formación artística junto al escultor Marcel Gimond, quien le va a inculcar la idea de un arte renovador encaminado hacia la abstracción, ese nuevo acercamiento a la realidad.

Magda Fisher, tal era su nombre de soltera, estuvo casada hasta el año ’48, cuando su esposo la obligó a decidir entre la escultura o el matrimonio. Es fácil advertir cuál fue el resultado de su elección…

En 1950, realiza su primer viaje a Buenos Aires, en busca de su hermano.

Si bien Magda se radicó en Argentina, nunca tuvo un lugar permanente y, como aquellos artistas que escaparon de la guerra, formará parte de varios grupos de pertenencia, tanto en Argentina como en Europa.

Aquí, rápidamente se conectó con la sociedad artística del momento, entablando amistad con «el grupo de los 20», tendientes a la abstracción. Cuando en el año ’57 se realiza la cuarta Bienal de Arte Moderno en San Pablo, Magda Frank es enviada como representante de la Argentina.

Pero en los 60 vuelve a París, donde permanece en ese largo momento de reconstrucción de posguerra, cuando el primer ministro de cultura de Francia, el escritor André Malraux, iniciaba un programa que aplicaba una política dedicada a las masas, popularizando el arte y la cultura. Dentro del plan de reconstrucción, se estableció una ley que obligaba a ceder el 1% del valor a construir a favor de las obras de arte. Es así como la ciudad embelleció sus espacios públicos con esculturas de varios artistas destacados, entre los cuales se hallaba Magda Frank.

Edificios y plazas fueron escenarios de las obras monumentales que Magda realizó en piedra, partiendo de bloques que alcanzaban los tres metros de altura. Como ejemplo de ello, podemos mencionar: Cité des Alpines de Grenoble en 1967, CES de Saint-Romain de Colbosc en 1971, CES Albert Calmette de Limoges en 1974, entre otras.

¿Cómo podía ser que esa mujer, tan frágil en su apariencia, tuviera tanta fortaleza para enfrentarse a la adversidad y la resistencia de la piedra?

Su vida austera la llevó a elegir un lugar de residencia en las cercanías de las canteras de París.

Magda se levanta temprano, toma sus herramientas y caminando se dirige a la cantera. Y así describe su labor: «Comienzo por elegir una piedra entre muchas otras, aquella que se pueda cortar en un bloque de tres metros. La acompaño al taller, donde un gran disco de sierra, silbando, esculpiendo, penetra en la piedra para cortarla en la dimensión que yo he pedido. Después, le doy algunos golpes con la maza. Su voz, el ruido que produce el golpe, comunica si tiene algún defecto, lo que la haría luego romperse durante el trabajo.

Cuando el bello bloque ya está delante de mí, y yo frente a él, comienza el diálogo. Por las líneas derechas definidas, marco los contornos de la escultura, después borro y empiezo nuevamente hasta que el dibujo sobre la piedra pasa a ser la escultura que ya está definida en mí. Después viene el desbaste. Es lo que más me gusta. Trabajo llena de entusiasmo para hacer brotar la escultura que se encierra en la piedra.

El día llegará en que tengamos que partir. Se cargarán las esculturas sobre un camión, yo subiré para acompañarlas. Y luego, con el corazón triste, las abandonaré a su suerte. Es que algo de mí ha quedado en ellas».

No quería desprenderse de sus esculturas, las consideraba como sus propios hijos. Trabajaba en soledad, sin descanso, hasta los días de sus cumpleaños…

Después de tanta destrucción y muerte, la obra de Magda parece siempre construir; el elevarse en sus esculturas verticales se traduce en deseo que transmite espiritualidad. También la elección del material, la piedra, habla de un arte sólido que pervive en tiempo, como quien quiere vencer a la muerte y trascender.

Magda Frank había tenido su primer encuentro con la cultura americana en el Museo del Hombre, de París. Y ya en los años 70 trabaja en Francia, con un renovado interés, que deja ver en su obra la impronta marcada por el descubrimiento y el estudio que había realizado sobre el arte precolombino.  Se nota una marcada diferenciación con su obra anterior; su lenguaje abstracto se va relacionando con figuras antropomorfas («Maternidad») y figuras aladas, símbolo de espiritualidad («Ángeles osos»).

En su ir y venir por el mundo, presenta varias exhibiciones: en el Museo Rodin de París, en el Simposio de Esculturas de Portoroz, en el Museo de Bellas Artes de Budapest; mientras que el Museo de Arte Moderno de París y el Museo de Bellas Artes de Budapest adquirieron sus obras.

Finalmente, en 1995, vuelve a Buenos Aires, y se establece definitivamente en la Argentina. Se le otorga el Primer Premio Adquisición al «Proyecto para monumento en memoria de Benito Quinquela Martín», en el Museo Eduardo Sívori.

En ese año inaugura su casa-taller en el barrio porteño de Saavedra, donde permaneció hasta sus últimos días, en junio de 2010. Sus «hijos» de piedra acompañaron su partida.

Poco tiempo después de su muerte, se realizó una muestra retrospectiva del trabajo de la artista, en el Museo Oscar Niemeyer de Brasil; así como, en la decimoprimera edición de Expotrastiendas de 2011, se presentó el libro de Magda Frank en el stand que le rendía homenaje.

Así fueron la vida y la obra de Magda Frank. Vayan mi agradecimiento y mi admiración para esta artista que, a través de su diálogo con la piedra, logró brindarle parte de sí a su arte, y hacer que la vida prevaleciera sobre la muerte.

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Casa Taller Magda Frank

Vedia 3546, CABA

Tel. (011) 4545-6359