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23 febrero, 2015

Maldito tango

Por Ricardo A. Calcabrini

Maldito tango

No sé cuántas horas habían pasado. Me quedaba, sí, un insoportable dolor de cabeza y un gusto dulce y seco en la boca. Dormí durante todo el vuelo, tratando de despejar pensamientos y aclarar sentimientos.

Lo ocurrido la noche anterior fue demasiado vertiginoso. Difícil de metabolizar para un espíritu vulgar como el mío. Traté de recordar y me envolvió una alegría cálida e inusual. La noche me había sorprendido en el barrio del Abasto. Nunca mejor dicho “sorprendido” porque al salir de un negocio (me había comprado dos camisas) estaba imprevistamente oscuro. Caminé por Anchorena en dirección a Corrientes para buscar un taxi. De una esquina ornamentada con alegorías gardelianas se descolgaban los acordes de un tango. Una voz potente y elegante desgranaba: “China cruel, a qué has venido, qué buscás en este rancho, si pa  mí fuiste el olvido y vive ya más ancho mi gaucho corazón”. El imán resultó irresistible. En un recipiente vacío y yermo como mi vida, cualquier cosa tenía sentido.

Me acompañaron hasta una mesa muy próxima a un escenario pequeño y coqueto. Leí la carta sin demasiada profundidad y me detuve en la vasta carta de vinos. Zanjé la situación ordenando una carne que se ofrecía como especialidad del lugar y pedí un vino merlot —quizá para rememorar el gusto de aquella que ya no estaba— y un agua con gas, destinada a permanecer intacta en toda la velada.

Acomodado en aquella situación y mirando el pálido trío que se ensañaba con una milonga dulzona, sentí una profunda pena de mí. Tuve deseos de salir disparado, tomar un taxi y ocultarme del mundo y de mi eterna melancolía bajo las sábanas del hotel de mala muerte que había contratado.

Degusté el vino. Lo hice correr por mi boca y me abrazó una sensación cálida y conocida. Luego, desde un rincón, se corporizó un milagro. Sonó un tango y una pareja apareció en el escenario. Clásico. El bailarín lucía un traje oscuro con rayas finitas y un peinado hacia atrás, a la gomina, completaba la composición del personaje, enmarcando un rostro que se pretendía duro. Ella, naturalmente, un vestido negro muy ceñido al cuerpo que destacaba no sólo la perfección de sus curvas, sino además la blancura de su piel, sus ojos retintos y una sonrisa de deslumbrante y cautivadora blancura. Medias negras de red y zapatos aguja haciendo juego. La oscuridad estaba rasgada sólo por el haz de luz que la seguía (ahora dudo de que haya sido así y, muy probablemente, yo sólo veía lo que necesitaba ver).

Cuando el tango puso proa al sur y el poeta aseguraba que ya nunca lo iban a ver como lo vieran, recostado en la vidriera y esperándola, ocurrió el imprevisto: el vestido se abrió a la altura de la cadera, dejando entrever el perfil de su mínima ropa interior. Entonces ella, con desparpajo, gracia y un toque de indolencia, deslizó sus dedos desde la hendidura hacia abajo hasta convertir el tajo de la pollera en un enorme abismo por el que nos asomamos con gozo y silencio. Creo —en realidad, estoy convencido— que fue llevando a su compañero para poder fluir entre los acordes de la melodía recostada sobre el margen más expuesto. Aplaudí de pie, furiosamente, hasta que me ardieron las manos. Saludó con una sonrisa cautivante y, cuando se inclinó levemente, levantó la vista arqueando las cejas como preguntando, con infinita picardía, si habíamos sido cómplices de lo ocurrido.

El resto de la velada lo transité por un camino sin retorno por la pendiente que lleva a la obsesión. Quería verla, necesitaba verla: supe que haría cualquier cosa por verla.

Me produjo cierta gracia sentirme componiendo mi propio tango melancólico y dulzón, al verme apoyado en la columna de alumbrado de la esquina del lugar, fumando compulsivamente, pensando que en algún momento —eran ya las cuatro de la mañana— tendría que salir.

Fueron apareciendo todos sus compañeros y ella fue la última en hacerlo, o casi. En el vano de la puerta  miró hacia adentro, como esperando a alguien, pero para mi dicha sólo levantó su mano izquierda a modo de saludo mínimo y se aventuró hacia la calle. Mi presencia no generó ningún sobresalto. Pareció, antes bien, un acontecimiento previsto y usual. —El hombre de los aplausos generosos —me dijo—.  Muchas gracias por eso.

Rechazó mi oferta de ir a tomar algo porque estaba francamente cansada. A cambio, sugirió que podíamos ir a su departamento, servir café y conversar. Sentí que mi existencia suburbana, después de tanto tiempo, tenía un camino. Llevaba directamente a su cama. La meta de mi vida.

El resto del encuentro sirvió para que descubriera su cuerpo con inagotable admiración. Para que explorara el tatuaje que tenía en la ingle, tomáramos vino tinto y, finalmente, comiésemos helado de chocolate del mismo pote, tendidos en su cama. Musitó tristemente algo sobre su soledad acompañada.

La abracé fuertemente por la espalda y me dispuse a dormir, convertidos en un solo sueño; pero el día había llegado impiadoso con las noches impuntuales. Sentada en la cama frente a mí, me acarició la cara. Con una sonrisa breve y mirada melancólica me dio a entender que el encanto se había esfumado, que debía irme. Y después de un abrazo eterno, apoyó sus labios sobre los míos y susurró que jamás me olvidaría. En vano traté de argumentar un discurso que me mantuviera al alcance de su mira. No encontré palabra que pudiese perforar el silencio. Sólo una enorme presión en el pecho producida por la nostalgia de lo que no iba a ser.

Se dice que existe una cierta elegancia en el olvido. He perdido toda compostura por mi obstinación al recuerdo. Temo que si comienza a desvanecerse, lo ocurrido vaya a dejar de ser.

El sol de la mañana y los días bellos son enemigos del tango. El tango es melancolía. Pura y genuina. Melancolía.

—Recordamos a los señores pasajeros que, por disposición de la autoridad aeronáutica, no deben desabrocharse los cinturones hasta que el avión se encuentre totalmente detenido en la dársena.