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24 agosto, 2012

La cultura, la educación y el urbanismo social le han permitido a Medellín dejar de ser una de las urbes más violentas del globo, para pasar a ser un ejemplo de profunda transformación, seguido con atención por muchos países y ciudades de la región.

 

Por Gustavo Borda

Hace unos días, el pasado 11 de julio, en la ciudad de Medellín, Colombia, se acaba de inaugurar un nuevo espacio, en el que los habitantes pueden gozar del libre acceso a la cultura, el conocimiento, el esparcimiento y la diversión. Se trata del Parque Biblioteca «Manuel Mejía Vallejo» de Guayabal, el cual, quizás no tan casualmente, abrió sus puertas en la comuna 15, un territorio de la ciudad históricamente marcado por la violencia.

La comuna 15, que lleva el nombre de Guayabal, es el segundo lugar más poblado del Valle de Aburra, sitio geográfico de la cordillera central donde se ubica la ciudad de Medellín, y es mundialmente conocida por haber sido el lugar donde, el 2 de diciembre de 1993, un día después de su cumpleaños número 44, fuera muerto el denominado «zar de la droga», Pablo Escobar Gaviria, fundador y líder del cártel de narcotráfico más grande del mundo.

El Parque Biblioteca «Manuel Mejía Vallejo» de Guayabal, la octava construcción de su tipo en la ciudad, es, sin lugar a dudas, mucho más que un parque biblioteca más; es un verdadero símbolo de la profunda y fabulosa transformación que ha tenido la ciudad en los últimos años. Los parques biblioteca son una especie de centros culturales con construcciones de diseño, generalmente enclavados en los núcleos urbanos más castigados. Desde allí se fomentan el encuentro ciudadano, la construcción de colectivos, la recreación y el acceso a la información, el conocimiento y la educación; mayormente, desde un enfoque que intenta acercar la comunidad a la cultura digital.

Estos espacios suelen beneficiar a un promedio de 800.000 personas de sus zonas de influencia y están integrados a otro de los grandes logros que tiene la ciudad de Medellín: su Red de Bibliotecas. Hasta no hace mucho tiempo, Medellín, la ciudad colombiana de la «eterna primavera», aparecía en el imaginario colectivo asociada —un poco por mérito de su clase política, y otro tanto, hay que decirlo, gracias al aporte hecho en nuestra cabezas por un sinfín de películas— al narcotráfico, la corrupción, la muerte, los sicarios, el ajuste de cuentas, la violencia callejera, entre otras muchas cosas con las que uno intenta no cruzarse a lo largo de su vida.

Pensar en Medellín era, no mucho más de una década atrás, pensar en ese territorio que hasta bien entrado los años noventa supo albergar, como señaláramos unos párrafos más arriba, a personajes de la talla de Pablo Escobar Gaviria, famoso narcotraficante, máximo líder del cártel de la ciudad, quien estuvo vinculado con el asesinato de más de 10.000 personas.

Un dato curioso (que en realidad es mucho más que esto, ya que pone de manifiesto cómo era el clima en esta ciudad caribeña antes a iniciar su transformación) es que, muy a pesar de su temible prontuario, en el que figuran el haber sido responsable de la muerte de tres excandidatos a la presidencia, decenas de periodistas, jueces y políticos, Pablo Escobar gozaba de gran popularidad entre las familias pobres de Medellín; entre otras cosas, por haber donado, en vida, varias casas a los recicladores de basura, y haber construido canchas deportivas para los jóvenes de los suburbios. O sea, por hacer lo que un Estado ausente, e íntimamente ligado a lo corrupto por la gente, no hacía.

Tal la popularidad del narcotraficante, que el día de su sepelio unas 5.000 personas se dieron cita para despedir a quien consideraban «el Robín Hood de los pobres». Hoy la actualidad de la ciudad es otra, su nombre ha pasado a ser sinónimo —en sus países vecinos, el resto de Latinoamérica y el mundo— de una profunda transformación social, urbana, educativa y cultural, que ha encontrado en el arte y la cultura su motor.

La cultura y el urbanismo social han sido, y aún hoy son para la ciudad de Medellín, dos fabulosas herramientas que le han permitido, entre otras cosas, fomentar valores, creatividad, cohesión social, y acceder a una vida diaria mucho más tranquila, en la que la gente puede desarrollar proyectos de transformación de su realidad individual o colectiva. Un fenómeno que siguen muy atentamente muchas ciudades del globo.

«La palabra transformación es la que más suena hoy cuando se habla de Medellín. No somos una isla encantada en medio de un país en conflicto, ni mucho menos. Nos falta mucho en la superación de nuestros grandes problemas estructurales de exclusión e inequidad. Nos falta mucho para decir que hemos superado las violencias como forma de relación social o como coyuntura, con el narcotráfico como protagonista principal. El desempleo sigue siendo de dos cifras, hace años que no se logra bajarlo a un dígito. La economía informal es la tabla de salvación para más de la mitad de la población en edad de trabajar. La economía ilegal, ligada a varias mafias, no solo a la del narcotráfico, define buena parte de lo que Medellín ha sido en sus años recientes, y es aún una tarea dura la de ganarle espacio legal a esa economía ilegal. Pero en ese contexto, así suene extraño decirlo, la palabra transformación es la que convoca hoy a Medellín, y convoca a quienes ven en nuestra ciudad, en lo que ha pasado recientemente, una esperanza para otras ciudades con realidades similares. Si en Medellín fue posible, en cualquier otra parte es posible», suele decir Jorge Melghizo, comunicador social, exsecretario de Cultura Ciudadana entre 2005 y 2007, y secretario de Desarrollo Social entre 2009 y 2010 de la Alcaldía de Medellín.

Ubicada en el noroeste colombiano, en el centro del Valle de Aburra, en plena Cordillera Central, 1.479 metrossobre el nivel del mar, y atravesada de sur a norte por el río que le da nombre a la ciudad, Medellín es la capital del departamento de Antioquia, y la segunda ciudad en importancia de Colombia. En ella viven alrededor de 2.400.000 personas, las cuales, hasta hace poco menos de una década, cargaban sobre sus espaldas con el peso, y el dolor, de vivir en la ciudad con la mayor tasa de homicidios del mundo (382 por cada 100.000 habitantes). Una cifra que, si bien hoy sigue siendo alta, ha evidenciado un significativo descenso. En la actualidad, es diez veces menor de lo que era, y esto se debe a la implementación de un plan de desarrollo cultural que produjo una considerable evolución de su calidad de vida y ha sido generador de oportunidades para los ciudadanas y los ciudadanos, a quienes les ha permitido reflexionar sobre el papel que ellos mismos tenían en la construcción de mejores entornos y la promoción de la vida, la dignidad, la libertad, y la solución de conflictos por la vía del dialogo.

«En los últimos años, Medellín ha emprendido una serie de propuestas y proyectos sociales, urbanísticos y económicos que han marcado el principio de una transformación social, modelo para el país y el continente. Estas han sido razones para aprender que es posible sobreponerse a la adversidad, derrotar la violencia y cerrar la brecha de las desigualdades sociales, origen de muchas de las problemáticas que padecemos», dice Alonso Salazar, quien hasta finales del año pasado fuera alcalde de la ciudad.

Medellín ha experimentado una transformación que tiene como ejes la revalorización de lo público y la apuesta por la cultura, la educación y el urbanismo social. Una apuesta que le ha permitido revertir su imagen y mejorar la calidad de vida de sus habitantes.

En noviembre de 1990 y en febrero de 1991, una encuesta realizada en colegios de la ciudad preguntó «¿Quién es la persona más importante en el país?»; el 21% de los estudiantes encuestado respondió: «Pablo Escobar»; en un segundo lugar, con un 19,6%, quedó el presidente de la nación de aquel momento, César Gaviria. Hoy la historia es otra y, sin lugar a dudas, si una encuesta como esa, realizada hace más de dos décadas, volviera a repetirse, seguramente sus resultados también serían otros. Sus edificios de calidad, su superabundancia de espacios públicos y sus modernos medios de transporte, pensados para hacerle la vida más fácil a su población económicamente más desfavorecida, esa que se ubica en los altos de la ciudad, han contribuido a transformar la sociedad y a reducir la violencia.

Uno de los secretos de esta transformación reside en que, en un determinado momento, allá por 2004, y dado el fracaso que había tenido hasta allí el combate de la violencia urbana con métodos similares, la ciudad se propuso combatir sus conflictos sociales con herramientas como la construcción de proyectos de urbanismo social, con el mejoramiento de los barrios más pobres, con estrategias de educación ciudadana, con intervenciones de calidad en la educación formal, con una gran apuesta por la cultura y, sobre todo, por la cultura comunitaria. Porque, como gusta decir hoy en Medellín, «lo contrario de la inseguridad no es la seguridad, sino la convivencia».

«Medellín se ha transformado y hoy sorprende por sus inmensos avances educativos, culturales, sociales, de convivencia, por su moderna arquitectura y urbanismo públicos puestos al servicio de proyectos de inclusión y equidad, por el optimismo de su gente, por ser sede de grandes eventos internacionales, por ser laboratorio de proyectos de intervención integral en territorios antes dominados por bandas de delincuentes. La participación, como estrategia y como política pública, es parte del sello de Medellín», afirma Jorge Melghizo.

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