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26 abril, 2012

 

LIBROS

 

Representan estilos y corrientes de diferentes épocas. Cada una tiene su propio sello y aun cuando sus autores son distintos, las obras guardan cierta afinidad en el tratamiento y el estilo: ofrecen una mirada de distintos aspectos de la realidad, enriquecida por licencias literarias que las transforman en textos de lectura imprescindible.   

 

Por Carlos Algeri

Consultada sobre los motivos que la llevaban a escribir, Anais Nin respondió con elocuencia: «Para crear un mundo diferente». Ahora, ¿qué elementos determinan que esas obras que presentan mundos diferentes atraviesen los tiempos, aseguren la trascendencia de sus autores y continúen seduciendo lectores?

Citada por escritores, críticos y estudiosos de diversas especialidades como una obra maestra, Moby Dick (1851), de Herman Melville (Nueva York, 1819-1891), tiene origen norteamericano con influencias literarias europeas, sobre todo de la tradición romántica del Viejo Continente. Escrita en medio de vigorosos impulsos renovadores dentro de la literatura americana, la obsesiva persecución del marinero-narrador (Ismael) a la inmensa ballena blanca que lo convirtió en tullido resultó un fracaso de ventas en el momento de su publicación. El reconocimiento llegó casi cien años después. Hay quienes fundamentan la valoración tardía en el carácter anticipatorio de la obra de Melville. Desde un formidable relato de aventuras con condimentos románticos de amplio espectro (en el estilo de Salgari o Stevenson), hasta una fascinante excursión metafísica, Moby Dick pareciera tener tantas interpretaciones como lectores.

La fascinación de Melville por el mar lo impulsó en1937 aconvertirse en navegante. El destino (si acaso existe) y su espíritu aventurero lo llevaron a abandonar un barco en plena travesía, a vivir un mes entre caníbales, de los que escapó para llegar a Tahití, donde fue apresado y encarcelado. En 1844 dejó de viajar, se afincó en su ciudad natal y trocó la aventura de viajar por la de escribir.

Moby Dick, entre sus múltiples lecturas, puede abordarse como un metafórico periplo hacia la muerte, con su correspondiente hato de angustias y temores y la inquietante sospecha de que el cazador guarda un respeto oculto y reverencial hacia su presa, un respeto que bordea la admiración. El relato de Melville, con esmerada prudencia, no lo asegura, pero tampoco lo desmiente. El odio que mueve a Ismael para atrapar a la gran ballena blanca, sus obsesivos y fatigosos viajes a bordo del Pequod para darle caza, sus deseos de venganza, resuenan como un impulso redentor vital, aunque también —en un juego de falsos espejos— el protagonista narra su derrotero hacia la muerte, materializando una pulsión última y vital que dará sentido a su vida.

Ejemplo cabal de mimetización entre vida y obra, el inglés Graham Greene (Berkhamsted, 1904-1991) deslumbró por la eficacia demoledora de su prosa tanto como por el profundo tratamiento psicológico de sus personajes. Entre las escasas certezas detectables en el universo de un autor que manejó la ambigüedad como punto de partida para la indagación, figura la de haber escrito sobre terrenos conocidos. En El poder y la gloria (1940), ambientada en 1930 en un México en el que las persecuciones religiosas eran moneda corriente, el protagonista es un sacerdote mexicano estragado por vicios terrenales y para nada virtuoso. Este alcohólico irrefrenable dista de ser simpático; por momentos, causa un justificado rechazo en el lector. Para un autor como Greene, quien reconoció un cambio fundamental en su vida a partir de su conversión al catolicismo, la publicación de esta novela despertó críticas, aplausos y —fundamentalmente— desconcierto entre la grey religiosa. Con el tiempo, el autor se encargaría de hacer explícito lo que en la mayoría de sus novelas está implícito: «No podría creer en un Dios al cual comprendiera».

El padre José es débil, a menudo fatalista, proclive a flaquear en su fe. Carga con el hondo remordimiento de la paternidad de una joven, mientras huye celebrando misas clandestinas a lo largo del territorio mexicano. Greene desacraliza el ícono sacerdotal para humanizarlo y de esa forma lo absuelve de la condena moral, en una brillante metáfora sobre uno de los principios básicos del catolicismo: el perdón de los pecados. Infinidad de artículos aseguran que El poder y la gloria es la novela más valiosa de Graham Greene. Es una afirmación temeraria para un autor tan prolífico y parejo en su calidad literaria como exótico en su vida pública, que transcurrió entre ríos de alcohol, opio, prostíbulos, leprosarios y revoluciones políticas, hasta las que su condición de periodista le ayudó a llegar solapando su verdadero objetivo: apoyarlas ideológicamente. Los regímenes totalitarios siempre estuvieron en su mira y celebraba con beneplácito sus caídas. En El poder y la gloria, desde el título, lo que se pone en juego y en debate es, para un escéptico moral como Greene, lo absurdo de la existencia humana, a menudo truncada por guerras, crímenes de alarmante atrocidad y absurdas pretensiones de eternidad a través del poder, que están vedadas para los seres humanos. Ése es territorio de Dios.

El corazón de las tinieblas (1902), definida por Jorge Luis Borges como «acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado», también es obra de otro navegante devenido escritor: Joseph Conrad (Podolia, 1857-1924). Tres años antes de su publicación, su autor remontó el río Congo hasta Stanley Falls. El viaje del capitán Marlow en medio del asfixiante clima del trópico, la desmesura de la selva, bordeando tierras inhóspitas de África en las que campean la superstición, el horror y las más despiadadas huellas del colonialismo europeo, encuentran en el estilo de Conrad (con descripciones minuciosas, diálogos estrictamente necesarios y una ominosa sensación de irrealidad) la mejor mano dar forma a una pieza impar.

En la búsqueda del abominable señor Kurtz (rostro despiadado de la explotación) entre las ruinas de las orillas, la bruma y la oscuridad insoportablemente densa de la noche, el capitán Marlow viaja simultáneamente hacia las sombras insondables de su interioridad, transmitiendo al lector el horror que ve y el horror que intuye. Del mismo modo que Ismael con Moby Dick, Marlow va perdiendo progresivamente la cordura a medida que cree estar más cerca del sujeto perseguido. En este punto es donde el lector, estremecido, se plantea la escalofriante posibilidad que Marlow y Kurtz puedan ser caras de una misma moneda.

Conrad sugería que el mundo descansaba sobre unas pocas y simples ideas, sobre todo la idea de la fidelidad. Sin embargo, sus personajes son intensamente complejos, acechados permanentemente por dilemas éticos y morales que dirimen en situaciones límites. El corazón de las tinieblas es su novela más personal e incómoda, el testimonio perdurable de su madurez como escritor.

Admirador de las obras y autores citados anteriormente, Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 1943-1997) irrumpió con virulencia en la escena literaria de la tumultuosa década del 70 con una novela tan personal como inclasificable: Triste, solitario y final (1973). Su obra literaria, integrada por novelas en las que el costumbrismo y el humor construyen historias disparatadas como reflejo de un entramado social mucho más amplio y complejo, tiene en Una sombra ya pronto serás (1990) uno de sus puntos más altos. Ambientada en áridos escenarios de una Argentina a la intemperie, es el periplo de un ingeniero en informática que ni siquiera tiene nombre. Un hombre «cansado de llevarse puesto» que en el camino del reencuentro con su hija se cruzará con personajes funambulescos, tan cerca del ridículo como de la ternura: desde un italiano apócrifo que asegura ser vidente, pasando por un bañador de peones y un cura que se privatizó. Cinéfilo por naturaleza, Soriano plasmó una novela con rasgos fellinianos, a partir de una escritura contundente que no se regodea con detalles menores y va siempre al hueso, consecuencia inevitable de la formación periodística del autor.

Leída en forma sesgada como una ácida crítica a la oleada neoliberal que inundaba la Argentina y el mundo, Una sombra ya pronto serás tiene alcances más amplios. Rutas sin señales, moteles en huelga y pueblos fantasma sugieren la radiografía de un país empeñado en autodestruirse, sin perder —paradójicamente— la capacidad de soñar su propia grandeza. De allí que el final de la novela encuentre al ingeniero innominado sentado en un asiento de un tren vacío, sin guarda y sin conductor, esperando el momento incierto del arranque.

La caza de la gran ballena blanca, el sacerdote impío perseguido por la intolerancia política, una excursión alucinante al corazón del África colonial y una mirada desmesuradamente lúcida sobre un país tanta veces incomprensible. Cuatro posibilidades para comprobar lo que Paul Eluard resumió con exquisita sutileza: «Hay otros mundos, pero están en éste».

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