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22 enero, 2013

 

En ¿Por qué no un porno?, novela de Philippe Djian que puede adquirirse en alguna librería porteña a un irrisorio precio de oferta, el notable e inclasificable autor francés carga nuevamente de lleno contra sus viejas constantes: el sexo —principalmente—, la infelicidad humana y el universo literario, al que despedaza con mordacidad, ironía y desparpajo.

 

Por: Carlos Algeri

 

Encontrar en alguna librería de ofertas de Buenos Aires una prolija edición de ¿Por qué no un porno? (Vers chez les blancs, 2001, Barcelona, Editorial Diagonal/Grup 62, 332 páginas), novela del mítico Philippe Djian, por un módico billete de diez pesos es tan sorprendente como el propio hallazgo del ejemplar.

 

No es fácil hallar por estos lugares libros de este autor francés, que suele causar incomodidad y placer por partes bastante equilibradas en sus lectores. Uno supone que ambos sentimientos se originan en la propia personalidad del escritor, quien, a menudo, salpica su literatura con referencias autobiográficas. El grado de verosimilitud de estas está convenientemente deformado, de seguro, para que cumplan con los inapelables objetivos literarios que exige una novela.

 

¿Por qué no un porno? podría considerarse un Djian auténtico, con la mayoría de las constantes que cimentaron la obra de un escritor que, antes de sentarse frente a una máquina de escribir, pasó por oficios más mundanos, incluido un período de vagabundeo que marcó sus ficciones y personajes. En esta novela la acción transcurre en el universo editorial: hay un escritor en el ocaso (Francis, álter ego de Djian y narrador de la historia), su calculadora esposa Edith, Patrick (el joven y exitoso autor de moda, amigo de Francis) y su intrigante mujer, Nicole.

 

Como suele ocurrir en las buenas novelas, a lo largo del relato ninguno de los personajes resulta ser como lo pintan de entrada. De allí que, detrás de la fría serenidad de Edith, se oculta una oscura necesidad de empujar a Francis a una relación erótica con Nicole, como si se tratara de una extraña prueba de laboratorio en la cual la instigadora quedará atenta a la reacción de sus cobayos. Tanto como Patrick, quien sospecha que su mujer lo engaña, aunque no imagina (por fortuna) con quién, y la misma Nicole, cuyas propias reacciones la impresionarán en un grado absolutamente desconocido para ella.

 

Yendo y viniendo entre estos personajes (sobre todo Francis), está Olga, otra escritora en severo conflicto con su manera de vivir la sexualidad, que aporta una dosis mayor de enigma hacia la dirección que tomará la trama, a la espera de la inevitable explosión que el deseo y la ambición suelen macerar con mano siniestra.

 

Acaso estos sean los temas predominantes en esta novela. Djian siempre fue un fatalista, y el mundo actual parece darle la razón. El desastre ecológico, la desmedida carrera por el acopio económico y el inmarcesible poder de las multinacionales forman parte de los desvelos de Francis, durante sus momentos de descanso en sus relaciones con Nicole y con Olga, a quien no queda claro (y es muy estimulante que esto ocurra) si intenta liberar de su trauma o incorporarla a su juego de goce sostenido por límites muy elásticos.

 

Burlón, paradójico y sutilmente mordaz, Djian se vale de Francis para opinar sobre la literatura y sus dominios: el personaje principal de su novela escribe los discursos y las ponencias de Patrick, cuyo talento (como su éxito) es mucho más acotado de lo imaginable. Dos avejentados editores pierden terreno en la negociación con el exitoso autor por su desconocimiento de las armas de moda, y solicitarán la intervención de Francis para que intente convencer a su amigo de las bondades de la edición tradicional respecto de la impersonal impronta de los pulpos editoriales transnacionales.

 

Los avatares se desarrollan en medio de intensos interregnos eróticos (descriptos con crudeza, casi con desdén, lo cual también es una señal), numerosas cavilaciones existenciales y una cuantas preguntas relacionadas con los fines y los objetivos de la literatura. Y de la industria literaria que, huelga decirlo, no son la misma cosa.

Eso sí, el lector deberá ejercitar una dosis de paciencia indispensable: tolerar, resignarse, capitular (la elección del verbo queda a su elección) ante el festival de galicismos que impone al texto la traducción de Ignacio Tofiño Quesada.

 

No resulta inapropiado encontrar en Pilippe Djian trazos de Henry Miller, tanto en la celebración erótica (a menudo, traumática) de sus personajes, como —fundamentalmente— en el núcleo existencial de estos: seres carentes de afectividad, fugitivos de un mundo que no entienden, librados a las señales de sus instintos, que suelen inducirlos a aventurarse por terrenos intrincados, desconocidos.

Como en sus demás novelas, la prosa de Djian luce exquisita, precisa, luminosa, aun cuando sobrevuela terrenos sombríos. Desde Bleu comme l’enfer, la impecable novela 37º2 le matin (génesis de la película Betty Blue) o Impardonnables (también llevada al cine), entre otros textos, el autor francés edificó una obra inclasificable y poderosamente atractiva.

 

Lo que en un principio aparecieron como señales inequívocas de un autor de culto, con el tiempo, como sucede con la literatura valiosa, se transformó en la ratificación de los valores estéticos de un escritor que —fiel a su estilo— decidió transitar los caminos por los que siempre luchó. Es cierto que la mayoría de las veces se enmascaró en sus creaciones literarias. Hasta donde sabemos, no constituye pecado alguno de estilo o de convicciones, cuando de un escritor se trata. Más aun: robustece una literatura que a menudo se mira al espejo y refleja lo peor de sí misma, y de quienes la alimentan.

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