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15 marzo, 2012

 

TEATRO

 

Por Larisa Rivarola

 

Las cuatro obras que Javier Daulte tiene actualmente en cartel evidencian lo multifacético de su poética dramatúrgica y directorial.

 

Fue uno de los fundadores e integrante del colectivo de dramaturgos Caraja-Ji en el que la fragmentación, el desorden del relato, la multiplicidad de los puntos de vista, la ironía y la ambigüedad, entre otros recursos, fueron algunas de las características que revolucionaron la escena teatral porteña a mediados de los años 90. Esta revolución los ubicó casi al mismo tiempo en el lugar de figuras solicitadas y rechazadas. Su posterior aceptación y desplazamiento hacia el centro del campo teatral nos hace reflexionar sobre los procesos de cambio que continúan evidenciándose en nuestra historia teatral y los modos en que estos se producen. La figura de Javier Daulte nos permite pensar en como evolucionan las formas artísticas a través de un principio de reacción hacia el canon, una posterior conciencia del cambio provocado y, finalmente, de una reiteración de dichas formas como apertura hacia nuevos cambios.

Si bien ya se encuentra lejos de la polémica antes mencionada, Daulte sigue interesado en indagar en los mecanismos y reglas que pone en funcionamiento el teatro, pero no limita su campo de acción al espacio promotor por excelencia de la experimentación, el circuito teatral off, sino que transita sin prejuicios por este último, la calle Corrientes y el Teatro Oficial.

 

¿Abordaste simultáneamente la dramaturgia y la dirección?

Me formé bajo el dictamen de que el autor no debe dirigir sus obras. Creo que en reacción a ello, cuando se arma el Caraja-ji, se hacen la mayoría de las afirmaciones como grupo: trabajar entre pares, dirigir las propias obras, cuestionar ciertos conceptos de la puesta en escena, entre ellos la hegemonía del director que estaba vigente, con figuras como Augusto Fernandes y Jaime Kogan a la cabeza, modelo que más allá de la calidad y excelencia de ellos, se mantenía como única posibilidad. Existía una idea de puesta en escena como concepto aparte, la escritura era una guía que se utilizaba para que sobre el escenario ocurriera otra cosa. En mi experiencia personal, el hecho de dirigir mis textos me hizo entender unas cuantas cosas más de dramaturgia que nunca hubiera entendido si me hubiera quedado en el escritorio.

 

¿Escribir y dirigir tus obras te da mayor libertad a la hora de crear?

Lo vivo como el único modo de hacerlo, para mí sería una experiencia incompleta escribir un texto y entregarlo. No me lo permito, porque cuando escribo una obra ya sé que la voy a montar, en la escritura ya están implícitos los usos que voy a hacer  de determinados recursos; en general empiezo a ensayar la obra antes de terminar de escribirla porque hay una complicidad entre la puesta en escena, la actuación, el espacio y el vestuario que los convierte en elementos de la dramaturgia fundamentales.

 

En tus escritos teóricos Batman vs. Hamlet y Juego y compromiso, el procedimiento mencionás que en función de tu interés por probar ciertos procedimientos teatrales elaborás tus argumentos. ¿Seguís trabajando así?

En principio si, lo que sucede es que hoy esa modalidad ha evolucionado. Esos escritos surgieron como resultado de mi trabajo; creo que investigar el hecho escénico, sus procedimientos, su lenguaje es fundamental. En algunos casos mi interés es muy evidente, como en 4D Óptico, y en otros menos, como en Baraka, que no es mía. Es mi manera de vincularme con el teatro dado mi interés en el mecanismo escénico que se pone en marcha en tal o cual obra.

 

Batman vs. Hamlet, Emocionalidad vs. Expresividad, Juego y compromiso. ¿Siempre pensás en términos de dicotomías?

Parece que sí. Lo que planteo deviene de la tensión que creo que el teatro tiene, y que es una tensión entre lo que pasa en el escenario (y no me refiero a lo que pasa en la obra) que será siempre lo mismo y el público, que en cada función es distinto; esa es la tensión del teatro, el doble juego entre lo azaroso y lo no azaroso.

 

¿Creés que existe el teatro de ciencia-ficción?

Si, por supuesto. Si bien nuestro referente más inmediato es el cine, el género preexistía ya en la dramaturgia griega a través de los dioses, los semidioses, las soluciones mágicas; en Shakespeare. Hoy, si bien el cine y la televisión están llenos de seres mágicos, esa mitología a la que hago referencia en Batman vs. Hamlet (Entendiendo a Batman como el héroe mitológico contemporáneo por excelencia) ya existía. Ese material, si es utilizado de modo inteligente por un dramaturgo, se convierte en una herramienta; que sean extraterrestres, hadas o duendes da igual. En realidad si yo hago un teatro de ciencia-ficción es porque simplemente recupero algo que yo le pertenecía al teatro.

 

En un escrito tuyo criticaste cierto teatro político al que llamaste teatro responsable. ¿Creés que el teatro no debe ser político?

Lo que dije del teatro político o responsable hace referencia a una coyuntura particular, me refiero a los 80, época en la que de algún modo el teatro que no se ocupaba de ciertos temas urgentes de la realidad era despreciado o tildado de frívolo. Lo que ahora resulta tan evidente no era tan obvio entonces, por lo que en aquel momento parecía no haber espacio para que una obra donde primaba lo lúdico estuviera al mismo nivel que otra con contenidos más comprometidos. Pongamos como ejemplos actuales a 4D Óptico (Actualmente en cartel) o Todo de Rafael Spregelburd, obras cuya profundidad no radica en ser explícitas respecto de ciertas cuestiones acuciantes y que actualmente son valoradas por su calidad estética, independientemente de si conllevan un mensaje político o no. El llamado Teatro de Resistencia que se produjo durante la dictadura nos entregó obras como Visita o Maratón, obras totalmente necesarias en un momento en que uno iba al teatro a respirar oxígeno puro. Ese período culminó con el ciclo Teatro Abierto como la máxima expresión del teatro de denuncia, que parecía el único posible. Ya en democracia, esos mismos contenidos aparecen en televisión, por lo que el teatro se quedaba aparentemente sin discurso y aparece un problema, el teatro parecía necesitar de graves problemas sociales para existir, el movimiento se volvía perverso, es como si Carlos Saura necesitara del franquismo para hacer buen cine…

 

Entonces en aquel escrito intentabas dar cuenta del momento en que emerge tu generación y de cómo fueron juzgados…

Claro. Hoy, por suerte, es un texto que ha sido muy leído y se entiende que responde a un contexto particular. Pero en el momento en que lo presenté fue un bombazo. Reivindicar lo lúdico era fuerte, porque parecía que reivindicaba lo frívolo. Yo planteo devolverle al teatro la especificidad de su lenguaje, y su lenguaje tiene que ver con una cantidad de leyes y reglas, y donde hay leyes y reglas, hay juego.

 

¿Trabajás con los actores del mismo modo con un texto tuyo o ajeno?

Absolutamente, respeto el texto hasta cierto punto. Con los actores me interesa mucho jugar. Por supuesto que es diferente dirigir a un actor que recién empieza, como es el caso de Juan Grandinetti, cuyo debut en teatro fue en Vestuarios y luego trabaja en Mineros, a dirigir a Alfredo Alcón en Filosofía de vida, que actúa muy bien desde antes que yo naciera; pero esas experiencias te demuestran que un auténtico actor se deja guiar. Con Alfredo (Alcón) pude comprobarlo. Los actores saben mucho y notan en seguida si un director no sabe; cuando eso pasa, el actor se cierra, se cuida. Lograr que el actor se entregue es el arte del director, él es quien debe generar la confianza que retroalimenta el trabajo, creando así un círculo virtuoso.

 

¿Te interesa la producción teórica o solo por la necesidad de pensar desde la experiencia?

Si bien mi primera reflexión fue accidental, pues yo no quería escribir teoría, me resultó muy útil. Sucedió que me invitaron a un congreso para el que escribí la primera parte de Juego y Compromiso; recuerdo que la respuesta del público fue de un increíble interés. Luego escribí Hamlet vs. Batman. Esos escritos fueron muy importantes, porque me permitieron dialogar con mi propia obra.

Cuando mis obras se publican, llevan un estudio preliminar, y como sucede que no entiendo dichos estudios porque los siento muy alejados, escribo un estudio posliminar; entonces todos mis libros llevan un postfacio en el cual si bien no contradigo lo dicho previamente, hablo de las condiciones de producción de las obras. A veces creo que cierta teoría provoca que al encontrarse con tanto supuesto saber previo al hecho artístico o a la escritura uno se apabulla, porque pareciera que es necesario saber mucho para escribir una línea. Entonces agrego un texto que desmitifica el acto creativo, cuento los pormenores y las grandes casualidades por las cuales terminé escribiendo tal o cual obra.

 

En relación a los estudios preliminares, es interesante pensar el lugar que ocupa el saber y cuál es su función. La búsqueda de conocimiento sería productiva si se la pensara como apertura de un campo de posibilidades y no como acumulación de saber.

Los grandes ensayistas son muy entretenidos; pienso en Umberto Eco o en los prólogos de Borges. Vargas Llosa, por ejemplo, escribe unos artículos cuyos contenidos son de una derecha a veces espeluznante, pero más allá de su contenido, están muy bien escritos. Creo que el placer de la lectura no está solo en los contenidos que proporciona; Borges posee relatos apasionantes en los que hay enumeraciones duras que se vuelven bellas porque el lenguaje lo es. Por el contrario, es increíble encontrarse con gente que se dedica a estudiar literatura y a escribir sobre literatura que carece de toda virtud literaria.

 

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