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Taiwán: la flor de Asia

Por Rodolfo Rey Blanco

 

Para llegar a Taiwán hay que dar la vuelta al mundo, pero el viaje bien vale la experiencia. Este estado insular, ubicado a unos ciento ochenta kilómetros de China, creció de manera exponencial durante los últimos años y se convirtió en una gran fuente de producción tecnológica con marcas como Acer, HTC, BenQ, Giant y Kymco.

 

Pero el desarrollo taiwanés no solo tiene que ver con las máquinas, sino también con su pueblo. Sin importar cuál sea la orientación política del partido gobernante, todos bregan por el crecimiento del país y por la mejora en las condiciones de vida de sus habitantes. Es así como logran no solo autoabastece e importar muchos productos, sino que, además, tienen un alto grado de educación para todos los niveles y un sistema de salud que ampara, por solo doce dólares al mes, a quienes figuran en los estratos socio-económicos más bajos de la población.

 

Detalles simples como la limpieza de las calles y de los medios de transporte públicos tampoco pasan desapercibidos para sus visitantes. Las estaciones de tren son organizadas, pulcras y se asemejan a los centros comerciales. El metro recuerda al de Nueva York, algunas de sus líneas circulan por debajo de la tierra y otras cruzan como ráfagas momentáneas entre los edificios. Los buses son modernos y tienen una característica particular: el boleto no se abona al subir, sino al descender. Y todos, sin excepción, pasan la tarjeta o dejan las monedas cuando llegan a destino.

 

Un indiscutible nivel de organización que pareciera desvanecerse ante el obstáculo del idioma, pero la realidad prueba todo lo contrario. La señalización es clara en todos los vehículos y las calles; el sistema taiwanés está preparado para que los visitantes no se desorienten. Un dato curioso: durante los días de lluvia todos dejan sus paraguas en distintos receptáculos dispuestos en la entrada de cada lugar, sea público o privado. A merced de manos amigas de lo ajeno, nadie se lleva un paraguas que no le pertenezca.

 

Este trabajo mancomunado también se refleja en las comidas. La cocina taiwanesa se destaca por una amplia variedad de platos que se distribuyen en pequeñas porciones y se comparten entre los comensales. No existen los dueños de un plato propio, tanto el desayuno como el almuerzo y la cena se reparten entre todos. Y en el compartir las comidas se ve con claridad la predisposición de los taiwaneses, sus buenos modales y la intención por ayudar a quien lo necesita, aun cuando no tenga los medios para hacerlo.

 

Un territorio en el que habitan los descendientes de los aborígenes locales y que fue poblado por portugueses, españoles, holandeses, japoneses y chinos, todavía conserva una fuerte idiosincrasia y una gran raigambre, que son la prueba viviente de que varias culturas pueden convivir y que, juntas, pueden construir un país. Y no solo desde el punto de vista económico, sino también del turístico y cultural.

 

Es así como Taipéi (capital del país) y Kaohsiung ―dos de sus principales ciudades― son sedes de importantes museos que albergan tanto obras centenarias como las últimas tendencias del arte contemporáneo. La apreciación por el arte en el país asiático es abrumadora. Una de las características que diferencian sus museos es la impronta que la caligrafía parece marcar con firmeza en todo el territorio. Grandes láminas inundan las salas de las diferentes sedes artísticas con símbolos indescriptibles e incodificables que forman parte de la tradición taiwanesa. Y eso marca un atractivo único. Además, muchas de las exposiciones itinerantes que se llevan a cabo pertenecen a increíbles artistas locales que logran mezclar la experiencia de vivir en Taiwán con el arte proveniente de Occidente.

 

Viajar a Taiwán parece algo imposible. Visitar sus ciudades, recorrer sus calles, interactuar con sus habitantes y compartir sus costumbres abre un abanico de nuevos conocimientos. Sin duda, una experiencia única que mezcla un crecimiento abrumador del país y de la valoración por la tradición y las raíces.