Arqueología del poder
Por Pablo Valle
El thriller político no tiene una gran tradición en la literatura argentina. Quizás, porque se lo asocia mucho con un subgénero norteamericano, típicamente best séller (y más aun en el cine). Por supuesto que, si pensamos un poco, se nos van a ocurrir varios ejemplos en contrario. Por lo pronto, a mí me gustaría recordar la gran novela Agosto, del brasileño Rubem Fonseca, sobre los últimos días de Getulio Vargas, entremezclados con una trama policial engañosamente relacionada con ellos. Pero, en el ámbito mayor (en todo sentido) de la literatura latinoamericana, habrá más ejemplos: ¿qué es Conversación en La Catedral sino un monumental thriller político? (Ambos textos tienen mucho en común con la novela de Grillo Trubba.)
Como curiosidad —o no tanto—, si uno guglea «thriller político argentino», la primera página de búsqueda refiere íntegramente al filme El estudiante, de Santiago Mitre, sobre el que escribí hace poco. Quizás no sea tan extraño. Si El estudiante mostraba los mecanismos capilares de la política universitaria, hasta cierto punto, como una sinécdoque de la política nacional, La mafia política extiende el procedimiento hasta que la parte casi coincide con el todo.
La novela cuenta, básicamente la historia de cómo el Cabeza, un líder político del conurbano bonaerense, construye su camino hacia el poder máximo. Va desde 1983, fines de la dictadura, hasta 1989, cuando llega a la vicepresidencia. El Cabeza es el personaje más reconocible de esta novela à clef: desde su apodo hasta su bizarra capacidad de sostener una damajuana en, precisamente, su amplio cráneo. Y el hecho (fundamental) de ser un eximio ajedrecista. No coincide del todo con el modelo —entre otras cosas— que su territorio sea un partido del oeste del Gran Buenos Aires, «San Ceferino», cuyos resultados electorales definen los de la provincia
y, por eso, los de todo el país (incluso, esto es más rigurosamente cierto desde la reforma constitucional de 1994, cuando se abolió el Colegio Electoral y se instituyó el país como distrito único para las presidenciales).
Otros personajes son: Tony, exmontonero, hijo de un líder histórico del distrito que fue padrino político del Cabeza; Rodrigo, un joven semilumpen que se integra al delito semioficial regenteando prostíbulos y luego asaltando blindados; y Jorge, un exmilitar que fue torturador del propio Tony. Los tres son enemigos (literalmente) mortales, pero se ven forzados, por distintas razones, a acoplarse al plan maquiavélico del Cabeza, en un equilibrio inestable que es la clave de su táctica. Porque el poder es, para el Cabeza, un juego de suma cero, pero en el que, en realidad, al final, hay ganadores y perdedores. O mejor, un ganador: él. La dinámica es hacer favores que deberán ser devueltos; la regla de oro, estar en posición de permanente acreedor: cuanto más te deben, más te tienen que pagar.
La trama avanza año por año, sin respiro, y aunque uno conoce (o cree conocer) el final de la historia “real”, se ve impelido a llegar allí por la atracción que ejercen los personajes y sus intrincadas interacciones. La narración es clásica en su mayor parte, con prosa transparente y narrador oculto. Pero incluye capítulos enteros totalmente dialogados, de dos maneras: en unos, hay dos interlocutores, y muchas réplicas son silenciosas (representadas por puntos suspensivos); en otros, sólo se oye la voz de uno de los interlocutores, y las réplicas deben inferirse de esa voz. Este original sistema, por un lado, hace intervenir al lector, exigiéndole cierto esfuerzo para reconstruir diálogos que en verdad están incompletos. Y por otro, se corresponden con una clave de la estética del autor de Crímenes coloniales: entender al personaje —tanto para el autor como para el lector— es encontrar su tono, «meterse» en su voz.
En este sentido, hay una gran sutileza en que la «teoría» política que rige la estructura (y la ideología) del texto no esté a cargo de un narrador intrusivo, sino de la voz rea y falsamente indocta del Cabeza: “En cierto sentido, llegar a la presidencia es un acto de magia. Hay que saber qué fuerzas invocar, cómo combinarlas, como transformarlas en otra cosa… Hacer política es mantener un sano equilibrio entre Hobbes y Rousseau. Evitar que [los hombres] se maten, pero que tengan algunas de las cosas que necesitan. No todas, porque ahí perderían el miedo y no querrían nadie que los gobierne…”.
Aunque sea injusto exigirle a una novela que cumpla con lo que no se propuso, siempre es necesario cepillar un poco a contrapelo. Deudora —como ya dije— del thriller, parece inevitable que, en La mafia política, la historia (a)parezca como un juego de ajedrez en la que los personajes (los hombres) son sólo peones. No hay más fuerzas históricas, o productivas, que las impulsadas o aprovechadas por el Cabeza, con todo éxito. No hay márgenes para rebeldías ni para errores. Ni (aunque esto suene a un reclamo de “realismo socialista”) para movimientos colectivos, genuinos, más allá de los desencadenados por la voluntad individualista del líder. Y, si reclamamos un esbozo de salida, ¡o un “héroe positivo”!, quizás caigamos en el varias veces reprochado idealismo de Tony, el único que se acerca un poco a ese rol… (pero acá debo interrumpir el relato).
No hay que magnificar su importancia, pero conviene prestar alguna atención a la final «Nota del autor», que enuncia taxativamente: «El objetivo fue contar la política argentina desde las bases económicas que la sostienen, es decir, el delito». Frase que bien podría haber suscrito Chandler (pero quizás no Hammett).
En esa nota, Diego Grillo Trubba anuncia no sólo una continuación (con dos volúmenes más) de La mafia política, sino también un ambicioso proyecto que incluirá otras «mafias» (sindical, empresaria, etc.). Saga de esa naturaleza completaría una hazaña pocas veces intentada en la literatura argentina, aparte de Gálvez y de Viñas (desde dos perspectivas ideológicas totalmente distintas entre sí, y también de esta que estamos viendo).
Ojalá se logre. Vale la pena este enorme esfuerzo de comprender narrando, porque —como diría el Cabeza— “La política… es la vida real”.
(Diego Grillo Trubba, La mafia política. Renacerás de tus cenizas, Buenos Aires, Planeta, 2013)