Tamarisco
Por Ricardo A. Calcabrini
Es un típico pueblo de zona costera que se despereza lentamente en esa franja incierta que eslabona la primavera con el verano. Las calles y las personas transitan también, de modo cansino, ese sendero poroso. En poco tiempo todo se tornará veloz y superficial, dejando atrás el prolongado bostezo invernal.
Nosotros fuimos a buscar ese dolor agudo, esa tristeza ancestral, para tratar de ahogarla en el torrente de dulce nostalgia que se despliega al volver a tomar tu mano. Caminamos por la playa casi desierta hasta la arena húmeda de la orilla. El mar estaba embravecido y el cielo era una lona gris permeable a las primeras gotas de lluvia. Sirvió de excusa para abrazarnos y, acurrucados, volver sobre nuestros pasos buscando un refugio. Cuando el ocaso en vez de ocre se despliega plomizo, el alma se enfría.
Sobre la cima de un médano y como aparecido de la nada, divisamos un bar o comedor, levantado en madera. A medida que nos acercábamos se iba definiendo la silueta de una típica construcción inglesa que se había quedado esperando la llegada de un ramal de tren que nunca llegó. Ahora lucía unos pocos carteles castigados por el óxido promocionando cervezas. Una torre que alguna vez sirvió de enlace para transmitir algo, hoy, a modo de detalle sincopado, dejaba ver una bocina o alto parlante como los de las viejas propaladoras. Sobre la puerta de acceso, de madera y con vidrios biselados por el viento salobre del mar, salía presuntuoso un mástil de barco que señalaba el horizonte marino. Servía de sostén para un cartel de madera que pendía de ruinosas cadenas dispuestas en cada extremo que decía “Tamarisco”, en letras grandes descoloridas y “restaurante de pescados” abajo, en letras más pequeñas.
Miramos hacia el interior por los ventanales decorados por la bruma de muchos meses, tratando de adivinar qué suerte correría nuestra pretensión de cobijo y bebida. No tuvimos que esperar. Apenas nos acercamos a los ventanales, un señor de edad indefinida con barba blanca, polera de lana raída color bordó y afectada gorra de oficial marino, con una sonrisa indescriptiblemente dulce y contenedora, nos invitó a pasar. Entramos sin consultarnos, sabiendo lo que el otro respondería. Algunas mesas tenían aún las sillas dispuestas arriba y otras pocas estaban listas para ser ocupadas. En una de ellas, en la que los restos de una vela dibujaban sombras chinescas, nos sentamos, mirándonos a la sombra de nuestros ojos, cerca de una salamandra de viejo, muy viejo hierro, en las que ardían unos leños.
—Es la hora exacta para que les traiga un vino blanco, especialidad de la casa —nos indicó. —Nosotros en realidad queremos… —Yo sé perfectamente lo que quieren —dijo con chispeante complicidad—. Les voy a ir trayendo algunas cositas, ustedes beban el vino blanco. A propósito, ¿saben que el vino rojo tiene la fuerza de la sangre del Señor y el blanco acaricia las almas como el vuelo de los ángeles? Ah… ¡Qué vida es la vida, niños! ¡Disfruten! —gritó casi con afectación, haciendo un ademán como quien abre las puertas del cielo, mientras desaparecía camino a la cocina.
El silencio de la noche que se desperezaba era roto apenas por el crujir de los leños y una música suave que no pudimos descubrir de dónde provenía. Era un cuarteto de cuerdas ejecutando a Bach. Era la vida diciendo que todo, finalmente, tenía sentido.
No recuerdo de qué hablamos, o si hablamos, siquiera. Recuerdo tus ojos hermosos, lánguidos, permanentemente húmedos y tu mirada de reproche. Recuerdo haberte tomado una mano y besarte en aquel lugar donde alguna vez llevaste mi nombre. Recuerdo que olvidé mis propios dolores. La magia del vino funcionó a la perfección y hubo ángeles en nuestra mesa. Hasta me pareció que deslizaste una leve caricia por mi cara y murmuraste: —Todavía te quiero.
Nuestro anfitrión iba y venía sigilosamente. Nos traía pequeños platos puntillosamente decorados, y siempre y cada vez, nos regalaba una sonrisa de absoluta complicidad.
Cuando no quedó más vino que compartir y el silencio hubo dicho casi todo, pedimos la cuenta. El Capitán trajo ahora tres copitas de cristal con el borde decorado en hilo de oro, con una bebida transparente. —Bebamos a mi salud —dijo. Chocamos levemente las copas y los tres tomamos de un trago ese licor dulzón y amigable. Antes de que pudiésemos hablar, nos dijo: —Vayan, por favor, vayan y vuelvan pronto. ¡No! No deben nada, no me ofendan, son mis primeros amigos de la próxima temporada —apoyó, entonces, una mano en mi hombro y susurró—: Debe recordar a aquel poeta que tanto le gustaba: “La vida, amigo, es el arte del encuentro…” —“…porque son tantos los desencuentros en la vida…”—completé. —Cúbranse bien, protéjanse y recuerden que siempre hace mucho frío afuera —nos saludó desde el vano de la puerta y cerró.
Olvidé qué hicimos en el cuarto. Recuerdo, ahora, que nunca olvidé un milímetro de tu geografía.
Al mediodía siguiente, antes de regresar a nuestras respectivas angustias, decidimos devolver la gentileza e ir a almorzar con el Capitán de nombre desconocido. Todo parecía estar igual que la noche anterior, sólo que el día dibuja esperanzas, tanto como resalta imperfecciones. El Tamarisco estaba, sin embargo, distinto. Nos asomamos a una de las ventanas y golpeamos con la idea de, al menos, despedirnos de nuestro enigmático amigo. Insistimos largo rato, pero nadie respondió el llamado. La mesa que ocupamos tenía las sillas arriba de la tabla y no quedaban vestigios de fuego en la salamandra. Daba la impresión de no haber sido usada desde hacía largo tiempo.
Perplejos y en silencio, regresamos al hotel. Al menos dos veces volvimos la mirada esperando que apareciese la figura del Capitán Tamarisco saludando e invitándonos a volver. Nada de eso ocurrió.
Mientras pagábamos la estadía, preguntamos por el restaurante o bar de la playa arriba del médano, ese de madera con una torre que tiene una bocina. —¡Ah! Ah, sí, ¡Tamarisco! —dijo la señora que nos cobraba—. Es un bar re loco que tienen unos chicos que hacen surf. Llegan en diciembre y se van con los primeros fríos. Son buena gente, además ya hace un tiempo que lo tienen y… —cerramos la puerta del hotel.
El regreso fue fatalmente silencioso. Nos detuvimos en una parrilla de la ruta que estallaba de conversaciones familiares y vulgaridades cotidianas. En la televisión, el relato de una carrera de autos tenía una emoción que en la pantalla no se reflejaba. Un almuerzo de circunstancia, vacío de esperanza, lleno de tristeza en la certeza de lo irrevocable.
Te llevé a tu casa y yo a lo que aspiraba fuese la mía. Nos despedimos con un beso insinuado, apenas apoyadas las mejillas y los labios, gesticulando hacia la nada. Al llegar la noche, fría e inhóspita, busqué refugio en una botella de vino blanco. Ningún ángel concurrió a acariciarme con su vuelo.