Yo no duermo la siesta: la infancia como refugio y frontera
Por Julieta Strasberg
En la función especial del 28 de abril, Yo no duermo la siesta volvió a teñir el Teatro Astros de esa luz tenue y misteriosa que solo la infancia verdadera puede producir. La obra de Paula Marull, en su séptima temporada, sigue emocionando con su delicado equilibrio entre la ternura, la crueldad, la risa y el dolor.
Acompañados de la presencia inolvidable de Carlos Mata y grandes artistas que vibraron junto al público, fuimos testigos de cómo el teatro puede, una vez más, crear un refugio para lo innombrable.
Donde las niñas juegan a resistir
El universo de Yo no duermo la siesta transcurre casi por completo en un comedor familiar: un espacio sencillo, de baldosas lavadas y muebles modestos, que se convierte en centro de operaciones, nave pirata, castillo o territorio de sueños. Una entrada-umbral lo separa del “otro lado”, ese exterior peligroso e incierto que Natalí quiere cruzar -necesita cruzar con la asistencia de un otro- pero al que todos temen que se acerque y vea lo peor.
La casa también guarda una habitación especial: la de Dorita (María Marull), la mujer que cuida con amor práctico a quienes habitan la casa y sostiene la vida doméstica con amor y estrategias sutiles. Dorita es un personaje maravilloso, puente entre mundos: entre los adultos heridos y los niños que aún pueden imaginar. Su ternura práctica envuelve a Tío Cristóbal (Marcelo Pozzi), cuida a este hombre con discapacidad que vive en sus propios juegos, a veces niño, a veces pícaro pero siempre frágil.
- ph: Franco Verdoia
- ph: Franco Verdoia
La obra despliega de manera magistral las dos caras de la infancia: su amorosidad y su crueldad. Las niñas en escena no son ángeles ni monstruos: son humanos capaces de decir verdades con la brutalidad de quien aún no teme al dolor del otro, pero también de gestos de entrega absoluta. Son capaces de desplegar estrategias dulces para consolar, pero también de pasar al acto en juegos que cruzan límites peligrosos, de escupir verdades con ironía brutal y de dar consejos de amor romántico aprendidos en novelas vespertinas.
Princesas con barro y varita
En el contrapunto entre Natalí (Agustina Cabo) y Rita (Luciana Grasso) se enlazan dos mundos distintos que, por un rato, se funden en el juego. Natalí, vestida de princesa, con zapatos de tacones prestados y varita, es un torbellino de verdades crudas y sarcasmo. Su frescura, sarcasmo y picardía desarman cualquier aura de lástima. Natalí puede ser caprichosa, demandante, insolente; pero todos —en especial Rita— comprenden, sin necesidad de explicaciones, que lo que atraviesa es demasiado grande para su edad. Con su mamá muy enferma, atraviesa el día disfrazando el miedo con ironía, exige y provoca.
- ph: Franco Verdoia
- ph: Franco Verdoia
Rita, a su lado, elige entregarse. En un gesto de amor puro, se deja hacer. Deja que la despeinen, la embarren, le arruinen el vestido favorito de la mamá o la reprendan por jugar y malograr el piso recién baldeado. En ese gesto, Rita cuida, ofrece una tregua. La amistad, aquí, se expresa con el cuerpo, no con discursos.
El título Yo no duermo la siesta resuena con fuerza y adquiere un significado profundo. En los pueblos, la siesta es un ritual casi sagrado. Pero para Natalí, que está al borde de perderlo todo, cerrar los ojos en mitad del día sería traicionar la vigilia del dolor: dormirse cuando el mundo está a punto de cambiar para siempre.
La siesta, entonces, representa la frontera entre la inocencia y la conciencia del dolor. Y hay quienes, como Natalí, simplemente no pueden -o no quieren- dormir. El arco de desarrollo del personaje es interesante: ella inicia la obra disfrazada de princesa y blandiendo su varita mágica, feroz e imparable, y se pasea por la casa ajena sembrando verdades como migas. Pero a medida que la siesta avanza y el calor espesa el aire, la corona empieza a pesarle, los tacones a tambalearse. El juego, que era coraza, empieza a agrietarse, y en su mirada asoma, tímida pero definitiva, la consciencia de que la magia —a veces— no alcanza.
La irrupción de la moto —y del hijo de Cacho (William Prociuk)— introduce otro eje: el despertar amoroso. En esta obra lo masculino aparece desde la fragilidad: Cristóbal, infantilizado por su condición, y el joven enamorado, torpe para comprender las claves del romance que Dorita, con picardía maternal, le enseña a descifrar. Los padres, de Rita o de Natalí, ausentes, y las figuras fuertes son las de la mamá de Rita (Sandra Grandinetti), quien como tantas mujeres delega la crianza de sus hijos y el cuidado de su hermano en otra mujer (Dorita) y la otra madre, la que está muriendo.
Las actuaciones son impecables: María Marull compone una Dorita de una ternura y humanidad conmovedoras, divertida, fresca, por momentos frágil, otros fuerte, ocurrente, pero siempre atenta al cuidado del otro (tanto así, que casi se olvida de sí misma). Agustina Cabo (Natalí) desarma con su frescura insolente, es graciosa, precisa en sus movimientos y en sus gestos. Luciana Grasso (Rita) es la contención silenciosa que sostiene sin pedir nada a cambio, la entrega al juego y a las situaciones que le propone su amiga. Sandra Grandinetti, Marcelo Pozzi y William Prociuk completan un elenco en el que cada gesto, cada silencio, cada mirada, está cargada de sentido.
- ph: Sebastián Arpesella
Realismo doméstico, mirada poética
Yo no duermo la siesta se inscribe en la tradición del teatro costumbrista latinoamericano, al retratar con sensibilidad la vida cotidiana de una comunidad, con sus rituales, desigualdades y afectos. Recupera ese espíritu al construir un universo doméstico donde se despliegan roles familiares, gestos de ternura, pequeñas rebeldías y tensiones sociales. El humor, como válvula de escape, opera también como forma de denuncia, mientras que la ternura se alza como refugio. El conflicto gira en torno a lo íntimo, pero, a través de lo pequeño, revela las grandes tragedias humanas: la muerte, el amor, la pérdida, la fragilidad del cuerpo y el miedo.
La obra desborda lo costumbrista al entrelazarse con el realismo poético, esa corriente que convierte lo reconocible en símbolo y lo concreto en emoción. La escenografía y los objetos tienen peso simbólico. En manos del Tío Cristóbal, el ventilador se convierte primero en un juego privado: se lo pone en la cara y crea su propio viento, una corriente mínima que lo conecta con su mundo imaginario. Más tarde, esa misma ráfaga será caricia en el rostro de Dorita, una bocanada de alivio en medio del agobio doméstico y su silencioso -y musical- aislamiento. Finalmente, el ventilador se transforma en el viento que impulsa el juego de las niñas, que simulan montar una motoneta. Así, un objeto cotidiano atraviesa distintos universos afectivos: el juego solitario, el consuelo íntimo y la fantasía compartida.
Los personajes son profundamente humanos, lejos de los estereotipos, son personas: contradictorias, dulces, ásperas, vulnerables. La obra logra ese milagro que solo alcanza el gran teatro: hablar de la vida sin solemnidad, de la muerte sin aspavientos y de la ternura sin empalagar.
En su séptima temporada, Yo no duermo la siesta ilumina el centro de la calle Corrientes; y anoche, con la presencia de Carlos Mata, esa luz se volvió cuerpo, se volvió infancia, se volvió memoria y un hogar donde quedarse despierta.
- ph: Natalia Milazzo
fotografia imagen destacada: Sebastián Arpesella