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17 septiembre, 2012

¿Cuánto habla acerca de nuestro funcionamiento social la estética de la fragmentación?

Por Marcela Adriana Jelen

Reflexionar sobre el teatro porteño, la complejidad que proponen algunas puestas escenas y las innovaciones que implican, nos puede ayudar a interpelar nuestras prácticas sociales.

He aquí una situación que nos es familiar, conocida y natural. Entramos a un espacio, nos sentamos en alguna butaca, sillón o grada. Esperamos en silencio. Nos disponemos, con otros hombres y mujeres que hasta ese instante no hemos visto, a compartir un tiempo y un espacio, a aceptar y asumir el rol de espectadores, a abstraernos de nuestro ritmo cotidiano, y nos transportamos colectivamente a un universo discursivo que asumimos como verosímil.

Entonces sí, quizá, se levanta el telón, o se ilumina el espacio escénico, o desde la misma puerta por la que entramos nosotros, espectadores, aparecen otros hombres y otras mujeres que no son como nosotros. Son otros que reconocemos como actores, y en su accionar construyen un espacio y una historia que legitimamos con nuestra presencia y con nuestra mirada. Así el juego teatral comienza delimitando espacios, asumiendo roles, construyendo tiempos y conflictos, poniendo en marcha un dispositivo simbólico que habilita el proceso de comunicación. La institucionalización del encuentro —¿ritual?— se ha puesto en marcha; una vez más el dispositivo está funcionando.

Dicho por Gastón Breyer, especialista en espacio escénico, el ritual teatral nos compromete, nos invita a asumir nuestro rol, ya que con esta nueva posición «quedan cortados los hilos regulares del tiempo, del espacio y de la praxis. Frente a esta tierra entre paréntesis, el hombre espectador se ubica, se sienta en cuclillas, se cruza de brazos y espera… ¿Qué espera? Pues simplemente espera ver y verse, ver mejor y más, ver las verdades que a la luz del día se le escapan; espera aprender y comprender, enmendarse y hacer… Hacerse espectador es prohibirse, en rigor, las libertades de la vida diaria. El lugar suspendido es ahora un paraíso perdido. Está vedado entrar y actuar, mirar pero no tocar. Es el espectador quien se inhibe un lugar en su propio mundo».

El discurso teatral comunica con su especificidad y cobra sentido cuando abre interrogantes, cuando nos conmueve y nos invita a reflexionar sobre nosotros mismos, cuando nos interpela. Toda puesta en escena propone una mirada posible; cabe pensar ese acto de observación y de construcción como un proceso de una enorme complejidad que merece especial atención.

El investigador teatral Gustavo Geirola plantea la teatralidad como un proceso centralmente político, que propone un vínculo basado en el poder otorgado desde el juego de miradas. Desde esta perspectiva, considera que «hay teatralidad allí donde se juega a sostener la mirada, o bien, para ser más precisos, donde se trata de dominar la mirada del otro (o del Otro)… la teatralidad se instaura en un campo de lucha de miradas, guerra óptica, lo cual demuestra inmediatamente que el movimiento no es el único derivado energético, sino algo más fundamental: el poder. Queremos, entonces, conceptualizar la teatralidad en un campo escópico que es fundamentalmente agonal, constituido como una estrategia de dominación».

La concepción de representación que se propone desde una puesta en escena pone en tensión la relación entre obra y espectador, entre discurso y mirada.

Se puede observar, dentro de la escena teatral porteña, la acentuación de la experimentación formal por parte de un sector de directores que se proponen destacar el artificio de los procedimientos teatrales y la ruptura de la ilusión realista. Desde este ángulo, se puede analizar las poéticas de Bartis, Veronese, Spregelburd, Tantanian, entre algunos otros directores y dramaturgos porteños. Esta tendencia jerarquiza el polo de la recepción que propone una narrativa que quiebra con el «modo de ver» tradicional y hegemónico.

Desde una óptica más tradicional, tranquilizadora y reparadora, las representaciones realistas le proponen al espectador la posibilidad de identificar la causalidad de los fenómenos y, en consecuencia, trabajar con la menor ambigüedad posible en el devenir discursivo. La mirada parece que fuese invitada a observar un discurso que se muestra sin pliegues ni fisuras, que deja al espectador resguardado de contradicciones y cuestionamientos.

En cambio, a riesgo de invitar al espectador a transitar un recorrido más sinuoso, se puede vislumbrar una estética de la fragmentación. Omar Calabresse, semiólogo y crítico de arte, contrapone como dos caras de una misma moneda una estética de la recepción basada en el fragmento: «Ésta consiste en la ruptura causal de la continuidad y la integridad de una obra y en el gozo de las partes así obtenidas y hechas autónomas». Queda planteada de esta manera la desestructuración narrativa.

Calabrese, en La era neobarroca, considera «clásicas» las categorizaciones de los juicios fuertemente orientados a las homologaciones ordenadas. En cambio, llama «barrocas» las categorizaciones que excitan el orden del sistema y lo desestabilizan por alguna parte, lo someten a fluctuaciones y lo suspenden en cuanto a la capacidad de decisión de los valores.

Tres elementos fundamentales, según Omar Calabrese, emergen de la estética neobarroca: la variación organizada, el policentrismo y la irregularidad regulada. Entiende el límite y el exceso como dos tipos de acción cultural, pero se trata de tipos de acción que una cultura no experimenta siempre. Existen períodos más encaminados a la estabilización ordenada del sistema centrado y períodos opuestos.

Parece que hoy nos encontramos en una etapa de puesta en cuestión de la narrativa tradicional.

La estructura dramática, desde la perspectiva planteada por Calabrese, procura poner de relieve la contradicción sin plantear una resolución. Es una puesta en jaque a una mirada cómoda y tranquilizadora. El teatro es presentado como el espacio de lo heterogéneo, de lo diverso. Más que una organización causal, opera una estructura lógica disyuntiva.

A propósito de esta reflexión, el director Martín de Goicoechea dice respecto de la narración y el concepto de representación que él maneja: «En general, la narrativa me sirve de excusa para la crítica formal, para la investigación de diferentes maquinarias poéticas y de lenguajes. A mí me interesa quedarme con la parábola en plena caída. Cuando los libros dicen “telón”. Ahí es cuando las acciones se subliman, el actor se vuelve no narrativo y la visión del espectador se vuelve crítica. La representación, comprendida como la utilización de estereotipos sociales para la empatía del espectador con lo que sucede, se parece más a un espejito de Once que al teatro. Sería un acto esquizofrénico pensar que esto no es mentira».

¿Se puede considerar que estamos ante una estética teatral posmoderna? ¿Es una categoría productiva para este análisis, en nuestro contexto cultural?

Estas preguntas nos llevarían al complejo y rico debate sobre modernidad y posmodernidad; pero no es éste el lugar para profundizar sobre él. Sí cabe reflexionar, siguiendo a la investigadora teatral Adriana Scheinin, sobre un teatro que ya no busca ocultar ni superar contradicciones.

Dice esta autora que, si nos atrevemos «a hablar de una estética posmoderna, decimos que no es una estética de la reconstrucción orgánica, ya que, aunque recurra a la Tradición, no lo hace con la intencionalidad de reintegrarla a su contexto».

La disolución de límites marcados entre los géneros y el uso de las citas sin enunciar la referencia, entre otros rasgos, nos llevan a nuevos interrogantes que abonan a esta reflexión. ¿Cuánto habla acerca de nuestro funcionamiento social la estética de la fragmentación? ¿Acaso no es el arte el espacio privilegiado para canalizar y simbolizar, bajo la forma de espectáculo, la experiencia colectiva? Este proceso de simbolización, ¿es un acto político?

Adriana Scheinin, al cierre del articulo, sugiere cuestionar «¿hasta qué punto un teatro posmoderno implica necesariamente una actitud apolítica, y no una especial política cultural?».

La experimentación artística, la observación de ciertos rasgos vinculados a la estética posmoderna (o, desde Calabrese, «neobarroca»), en nuestro contexto, abren más preguntas que respuestas. ¿Acaso no es en el terreno estético donde podemos ensayar posibles preguntas que en otros terrenos no nos permitimos?

Fragmentación discursiva, mezcla de géneros, ruptura con la tradición realista, citas desvinculadas de su marco de referencia son algunos de los rasgos que se relacionan con la estética posmoderna, y parece que abren nuevos interrogantes y modos discursivos sobre los cuales no podemos ensayar una única respuesta.

[showtime]

Bibliografía consultada

BREYER, Gastón (1968): Teatro: el ámbito escénico, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina.

CALABRESE, Omar (1987): La era neobarroca, Madrid, Cátedra.

GEIROLA, Gustavo (1993): «Bases para una semiótica de la teatralidad: espacio, imagen y puesta en escena», Gestos, 15, año 8.

SCHEININ, Adriana (1999): «Acerca de una posible posmodernidad en nuestro teatro», Funámbulos, 8, año 2.