Al pensar ciertos fenómenos artísticos, en este caso los trabajos escultóricos que enfatizan el espacio vacío, surgen ciertas preguntas. La intención consiste en indagar en posibles articulaciones entre tales trabajos y otros modos de pensar el vacío o la falta, desde el psicoanálisis hasta el Tao, libro chino que data del siglo IV a. C. No es el objetivo aplicar estos discursos como claves hermenéuticas para entender las manifestaciones escultóricas, sino ir al encuentro de una reflexión acerca de la esencia humana.
Por: Ana Piasek
Si bien los huecos siempre han formado parte del arte escultórico, ciertos autores, en su obra, valoraron en especial el vacío, los juegos de luz que este produce o el efecto del volumen en negativo. Entendieron que el espacio no es tridimensional ni volumétrico en sí mismo, e hicieron foco en la consideración de este a partir de la forma, ya que allí se constituye como tal. La escultura, además de atravesar la visión, se torna accesible a través del cuerpo y del movimiento. Esta relación liga el espacio vacío de la arquitectura al de la escultura. Para ambas, el aire es uno de los problemas más complejos. Especialmente en el arte moderno del siglo XX, los nuevos modos de reflexión a nivel social y cultural reflejaron un impacto en todas las esferas del arte. Los cambios se expandieron a medida que se radicalizaban las vanguardias, sobre todo hacia 1950 y 1960. En el caso del tratamiento del espacio vacío, las innovaciones formales y de contenido le otorgaron tanta importancia como a la masa misma. Lo mismo sucedía en otras disciplinas, como la música, que incorporaba el valor del silencio mediante exponentes emblemáticos, entre los que se puede mencionar a John Cage. Desbloquear la escultura en cuanto forma cerrada se convirtió en una de las grandes preocupaciones de los artistas, presentando una nueva realidad mediante huecos dentro de superficies. Cuanto más amplio el espacio vacío, mayor el contraste de los elementos «positivos» situados en relación con él.
El inglés Henry Moore desarrolló un concepto de escultura aérea: la piedra o la madera se debían limitar a «rodear el hueco», trabajado al modo de un arquitecto. Sus esculturas de formas onduladas, en su mayoría, representaban el cuerpo femenino, con formas circulares y envolventes. Los ibéricos Pablo Gargallo y Jorge de Oteiza se destacaron por hacer del vacío el verdadero objeto de la composición. Este último estudió los monumentos megalíticos y el templo griego, que también encerraban un espacio vacío. Los rituales religiosos se realizaban afuera, mientras en el núcleo casi nadie podía ingresar. A estas expresiones se les adjudicaba un valor sagrado, espiritual. Sin embargo, más allá de los aspectos religiosos o puramente formales, la materia que privilegiaban era el aire. Oteiza demostraba que, mucho antes que la cultura occidental, otras culturas entendieron la importancia de recortar un espacio vacío, y trabajaron sobre ello. En una posición más radical, Yves Klein, hacia 1960, realizó obras conceptuales. Ofrecía intercambiar espacios vacíos en París a cambio de oro; intercambio simbólico que deseaba destacar la pureza del vacío, solo intercambiable por el más puro de los materiales.
La escultura del vacío continúa desarrollándose a través de innumerables artistas, desde Robert Morris, con sus minimalistas laberintos, hasta Bruno Catalano, con sus personas «incompletas».
En cuanto a la arquitectura, desde la Bauhaus se buscó la funcionalidad mediante espacios vacíos, jugar con el efecto lumínico, y concebir el interior para ser visto desde afuera. Podemos encontrar esta nueva percepción del espacio en Mies van der Rohe y Le Corbusier: el vacío y la luz quedan íntimamente ligados al sugerir volumen.
En definitiva, tanto en la arquitectura funcionalista como en la escultura, el vacío se constituye en una preocupación constante, como centro fértil. En ellas el espacio «negativo» es tan importante como el elemento «positivo». No solo proporciona armonía y equilibrio, provee el aire para que respiren los elementos, sosiega si es que hay confusión o saturación, sino que, en su praxis abierta, toma un valor expresivo que la forma no puede contener en sí misma. La coloca en entredicho, se opone a ella, y solo entonces, paradójicamente, la reafirma.
Freud realiza una interesante analogía: toma la relación que el gran artista del Renacimiento Leonardo da Vinci establecía entre pintura y escultura, y la asimila a la existente entre la práctica hipnótica (relacionada a la sugestiva) y la psicoanalítica (relativa a la transferencial), ambas de marcada oposición. Según Freud: «La pintura, dice Leonardo, trabaja per via di porre; en efecto, sobre la tela en blanco deposita acumulaciones de colores donde antes no estaban; en cambio, la escultura procede per via di levare, pues quita de la piedra todo lo que recubre las formas de la estatua contenida en ella. De manera en un todo semejante, la técnica sugestiva busca operar per via di porre; no hace caso del origen, de la fuerza y la significación de los síntomas patológicos, sino que deposita algo, la sugestión, que, según se espera, será suficientemente poderosa para impedir la exteriorización de la idea patógena. La terapia analítica, en cambio, no quiere agregar ni introducir nada nuevo, sino restar, retirar, y con ese fin se preocupa por la génesis de los síntomas patológicos y la trama psíquica de la idea patógena, cuya eliminación se propone como meta».
Vale remarcar que, en la oposición planteada, Freud —por el hecho de preferir la vía psicoanalítica y relacionarla con la escultura— no trata de desdeñar la pintura en absoluto. Su brillante comparación, de carácter en cierto modo tajante, podría ser suavizada en función de las obras que trabajan el vacío: muchas formas modernas de arte escultórico u objetual, y todo arte arquitectónico, trabajan per via di porre, es decir, agregando algo, sobre el vacío, bordeándolo, no ya por sustracción.
Acerca de la consideración del vacío
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Acaso uno de los testimonios más fuertes y remotos de estas aproximaciones al concepto de falta o vacío provenga del Oriente, con las palabras de Lao Tse, que en el siglo IV a. C. escribió:
«Tao es un recipiente hueco, difícil de colmar. Lo usas y nunca se llena. Tan profundo e insondable es que parece anterior a todas las cosas. Redondea los ángulos, desenreda las marañas, suaviza el resplandor, se adapta al polvo. Tan hondo parece, y sin embargo siempre está presente. No se sabe de quién es hijo. Parece anterior a los dioses…
El valle y el espíritu del valle nunca mueren [valle/espíritu del valle = yin yang]. Ambos forman la madre secreta. La puerta de la madre secreta es la raíz del cielo y de la tierra. Sutil, ininterrumpidamente, permanece, perdura. Se usa pero nunca se consume…
Treinta radios convergen en el buje de una rueda, y es ese espacio vacío lo que permite al carro cumplir su función. Los cuencos están hechos de barro hueco y gracias a esta nada cumplen su función. Puertas y ventanas se abren en las paredes de una casa, y es el espacio vacío lo que permite que la casa pueda ser habitada. Así, lo que es sirve para ser poseído. Y lo que no es, para cumplir su función».
Podemos entonces repensar la función del vacío como aquel medio que es para la humanidad una exigencia, una necesidad; lo es como las ventanas y las puertas, gracias a las cuales la casa puede ser habitada. Ellas obturan y a la vez abren, por mínimo que sea su fragmento de abertura, permitiendo la habitación.
Lejos de las reflexiones tan esclarecedoras de Lao Tse, en rasgos generales puede decirse que en Occidente ha habido una importante necesidad de evitar el vacío. Desde la antigua Grecia, en ciertos momentos y entornos de nuestra cultura, el vacío representó algo insignificante y despreciable: los pintores no dejaban huecos en el blanco original del lienzo, sino que lo colmaban de materia pictórica; los matemáticos se horrorizaban ante el número cero; los músicos, ante el silencio. A partir del siglo XIX, tras grandes transformaciones históricas, se puede observar que los románticos, invirtiendo los cánones de belleza, proporción y mesura propios del clasicismo, valoraban en cambio el terror ante la muerte, en tanto «sublime», estímulo para la imaginación y la creación: lo encontraban en la noche, en el enfrentamiento a lo inconmensurable, en la ferocidad de la naturaleza (el océano, las tormentas), y también en el arte. La inmensidad de la naturaleza daba cuenta de las limitaciones humanas, de nuestra pequeñez y finitud. Sin embargo, ¿qué hay de ilimitado en una obra de arte, despertando tal inquietud, si encontramos que toda producción artística es restringida en su aspecto formal? Es decir, la obra atravesó una cierta inscripción de límites para constituirse como tal. Solo así se distingue, solo así devino objeto artístico real, diferenciado del resto, de lo que no es.
En esta forma o fragmento, siempre hay otra cosa que se deja afuera y «falta»; como tal, se manifiesta, retirada, ausente, aunque su aprehensión sea impensable. Tal acaso sea la esencia de todo proceso de creación artística: el hecho justamente de ser engendrada desde algo del orden de lo inefable, algo a lo que se le presenta una obstrucción, sobre todo frente a la inviabilidad de justificación. Quien escucha o contempla la obra puede sentirse conmovido y, en cambio, no puede explicar airosamente su emoción. Gracias a esa barrera, la razón solo puede ser insinuada, siempre de modo indirecto.
Nuestros ojos presentan un punto ciego, zona de la retina que no ve. No lo percibimos debido a que es suplido por la zona del ojo que ve: el cerebro recrea virtualmente esa área. Se puede pensar que estas instancias ciegas funcionan a modo de velo y, como tal, constituyen también el estilo de una obra, de un artista, al producir sentido a partir de la ausencia o falta, en la proyección de su mirada que rebota en la del espectador sobre la obra. Merleau-Ponty y Jung se refirieron al punto ciego, desde la fenomenología de la percepción y desde el psicoanálisis respectivamente, en tanto lugar vedado. Ese modo de aprehensión parcial o percepción recortada nos habilita a ver y obviar algo… Gracias a que no vemos todo, vemos que vemos algo.
Toda forma artística consistente trabaja en dos direcciones respectivamente: del vacío a la forma (de lo invisible a lo visible) y viceversa. John Berger expresa: «El orden visible al que estamos acostumbrados coexiste con otros. Los niños lo perciben, porque suelen esconderse detrás de las cortinas y desde ahí descubren los intersticios existentes entre las diferentes capas de lo visible. Los intersticios están abiertos. El resultado es inquietante: hay más soledad, más dolor, más abandono, pero al mismo tiempo hay una expectación que yo no he vuelto a experimentar desde la infancia».
Platón, en El Banquete, se expresa en relación con el amor mediante la trasposición de un diálogo en una reunión que toma lugar en la casa de Agatón, en 416, a. C. Aristófanes, el gran comediante de la época, en su reflexión sobre el amor, habla de los antepasados humanos como seres integrales, completos, satisfechos, andróginos, fuertes: con ocho extremidades y dos sexos, llegaban casi a ser tan poderosos como los dioses del olimpo. Estos, con el fin de mantenerlos inofensivos, los «desgarraron». Es un mito que explica la insatisfacción humana. No en vano Lacan toma este texto de Platón. Con el enamoramiento, creemos tener aquello que nos «falta», que viene a partir de esta falta estructural del sujeto que jamás queda satisfecha. El banquete, según Lacan, es un texto que expresa algo acerca del amor en relación con el deseo y, por lo tanto, en relación con la falta.
Quien produce una obra de arte consistente lo hace desde su deseo de «decir», que deviene una necesidad que permanecerá insatisfecha. Con esa fuerza visceral se expresa, capaz de hacer que su obra sea recibida, y solo así es factible que lo sea. Sabemos, a partir de la teoría psicoanalítica, que la falta, en definitiva, funciona en tanto causa de deseo.
Al igual que la forma en la escultura del vacío, el sujeto debe, para sostenerse, en su extremo, fracasar, revelar su fragilidad, su falta y su finitud. Borges en El Aleph expresa «algo recogeré»: el excedente es posible y, a la vez, indicio de la imposibilidad. Así, la obra —desde su vacío— se encarga de invitarnos a indagar en ese punto de partida.