De tapadas, misterio y seducción
Por: Tatiana Souza Korolkov
Si hay algo que sorprende al conocer el casco histórico de Lima son sus calles con balcones que salen de las casas casi como «calles en el aire», imponentes y variados en sus formas y su arquitectura. Llenos de secretos, se entremezclan con las historias de las famosas «tapadas» limeñas, mujeres que se animaron a la libertad en el Virreinato del Perú.
Cuando se viaja al Perú, la pregunta espontánea es «¿Vas a Machu Picchu?», reconociendo en esto que el interés turístico mayor se centra en conocer el Cuzco y sus ruinas, siendo Lima un lugar de tránsito. Esto es tan cierto como cierto es que la ciudad de Lima no ha sido considerado un gran destino turístico hasta los últimos años.
Producto de políticas de desarrollo turístico y urbano por parte del gobierno del Perú, de mejoras en la calidad de servicios y mantenimiento de su patrimonio, ha ido creciendo el interés por conocer la llamada «Ciudad de los Reyes», que hace sentir a quien pasea por sus calles la magia de tiempos pasados que transmite la extraordinaria arquitectura de sus casonas, sus plazas y, sobre todo, sus famosos balcones, que son el elemento arquitectónico característico por excelencia de la capital peruana.
Entre 1996 y 1998, se llevó a cabo un Plan de Recuperación del Centro Histórico de Lima, y se invitó a personalidades y empresas a «adoptar un balcón» para ayudar a mantenerlo siempre conservado; hoy son considerados Patrimonio Histórico de la Humanidad.
Pararse frente a esos balcones, que son como calles con casitas en el aire, resulta una experiencia casi mística, tan bellos, tan imponentes, no se puede dejar de mirarlos y de imaginar qué historias se habrán vivido detrás de ellos.
Dos cosas se conjugan: la arquitectura y el misterio de las llamadas «tapadas» limeñas, mujeres cubiertas por la saya y el manto, cuyo lugar de estadía, casi a modo de faro, eran sus balcones, desde donde controlaban la actividad de la ciudad y decidían en qué momento salir a mostrar la libertad y la seducción que las que convirtió en mito urbano teniendo 300 años de reinado.
Los balcones limeños tienen dos épocas bien diferenciadas de construcción: un primer período entre los siglos XVI y XVII (cuando son abiertos, alargados, de inspiración morisco-hispánica) y un segundo período de los siglos XVII y XVII (donde surgen los balcones cerrados, de cajón, como auténticos altares barrocos).
Esto hace que los casi 4.000 balcones que se encuentran en la ciudad compitan entre sí como en un concurso donde todos ganan, ya que la variedad de estilos, formas, maderas y tallas convierte a las calles de la ciudad en un escenario lleno de obras de arte en altura, a cuál mas bella.
Los hay abiertos, de cajón, cerrados, en esquina, con celosías, con exquisitas tallas en madera realizadas por artesanos de la Lima colonial, con barrotes torneados, piezas esculpidas apoyadas en vigas, coloreados y en madera.
Son construcciones que salen de las casas, que ganan espacio a los interiores y que son una prolongación de ellas hacia el exterior.
¿Qué pasaba en esos interiores en la época virreinal?
La mujer estaba socialmente relegada a tareas domésticas, a ser madres y esposas en un rol de franca inferioridad y de rígidas normas sociales que les imponían recato y obediencia.
En este marco surgen las llamadas tapadas limeñas, que desde principios del Virreinato y hasta el siglo XIX fueron una expresión de libertad de la mujer ordinaria que, escondida detrás de la falda larga (la saya) y un manto o chal que cubría su rostro, hizo las delicias de la clase burguesa e impulsó todo tipo de historias que la tenían como intérprete.
Esos balcones limeños fueron también protagonistas de romances ocultos, de conversaciones prohibidas, de una manera de escapar a la censura de la moral reinante.
Con bancos confortables, sillas y hasta mesas, permitían —con sus celosías o cortinas de tul— ver desde adentro hacia fuera, pero no a la inversa.
Así se convirtieron en espacios cómplices de la fantasía femenina, de las damas que se animaban a transgredir y que podían mirar a los caballeros pasar, a carruajes, virreyes y soldados, y a esperar las noches de luna, donde el amado podía disfrutar de una breve estancia protegido en aquel balcón.
Las tapadas limeñas, en un comienzo símbolo de recato, por tapar todo su cuerpo, fueron poco a poco convirtiéndose en las únicas mujeres que se atrevían a salir a la calle, a deambular, a pasear, a mirar a los hombres de frente, a cruzarse con virreyes y seducirlos.
Caminaban desde el zaguán hacia los patios de solera, cruzaban las callecitas de la ciudad, las plazuelas de la Inquisición, en franco ejercicio de una autonomía robada a las autoridades, que en algún momento quisieron prohibirlas, pero tan fuerte era su presencia en la ciudad, que no lo lograron.
Seducían escondidas en ese manto que solo dejaba ver un ojo, con un cinturón que les ceñía el talle en la falda; realizando juegos de insinuación, misteriosas, daban la bienvenida a los visitantes, iban a misa con sus esclavas, eran cortejadas por señores en las calles de la Alameda, asistían a las corridas de toros y caminaban por la Plaza Mayor provocando toda clase de suspiros, pero también de desencantos.
Así como la arquitectura refleja un modo de vida y entiende las necesidades de cada época eligiendo construcciones que sirvan a ese momento histórico, también la moda cumple lo suyo, sirviendo con sus diseños a las costumbres, a resaltar aspectos de la cultura reinante y a ser cómplice de variados relatos.
Así es como bajaban de los balcones limeños las mujeres de saya y manto, habiendo antes detectado y visto a través de la celosía, a la «presa» que querían provocar, en clara afirmación de su coquetería y de escapar a la vigilancia de los hombres.
En otros casos, salían de los zaguanes dispuestas a flirtear con quien se les acercara, protegidas y tapadas por esa moda que les daba, según decía Flora Tristán —feminista y socialista franco-peruana del siglo XIX (protagonista de la obra de Mario Vargas Llosa El Paraíso en la otra esquina—, «una libertad como en ninguna otra tierra».
Las tapadas limeñas eran mujeres de todas las edades, viejas, jóvenes, viudas, otras picadas por la viruela, feas, gordas, de todo rango social y color de piel. A lo mejor, dejaban ver una parte del rostro, el talón o un poquito el brazo, en un juego de garbo y misterio que defraudó a más de un caballero, encontrándose con que estaba seduciendo a su propia mujer, o bien a una mujer con la cara llena de viruela, muy poco agraciada o a casi una abuela.
Así es como arquitectura y moda, de balcones y tapadas, se mezclaban para ser ojos y oídos de una ciudad y sus códigos sociales, convirtiéndose en símbolos de una época y marcando el paso de la vida diaria, en la ciudad más importante del Virreinato del Perú.
Las tapadas vieron su ocaso hacia mitad del siglo XIX, cuando el boom económico del guano trajo a Lima a las nuevas elites europeas y, con ellas, la moda parisina.
Los balcones permanecen en sus calles como testigos mudos de la historia y sus avatares, eternos guardianes de miles de secretos y dando vida a una ciudad que vale la pena conocer; y no perderse de mirar hacia arriba en el Palacio de Torre de Tagle, el Palacio Arzobispal, la casa de Osambela, la Casa del Oidor y cuanta callecita tenga estos «altares de madera en el aire».
¿Vas al Perú, al Cuzco? Sí, voy al Perú, pero a conocer Lima.
[showtime]
De tapadas, misterio y seducción
Por: Tatiana Souza Korolkov
Si hay algo que sorprende al conocer el casco histórico de Lima son sus calles con balcones que salen de las casas casi como «calles en el aire», imponentes y variados en sus formas y su arquitectura. Llenos de secretos, se entremezclan con las historias de las famosas «tapadas» limeñas, mujeres que se animaron a la libertad en el Virreinato del Perú.
Cuando se viaja al Perú, la pregunta espontánea es «¿Vas a Machu Picchu?», reconociendo en esto que el interés turístico mayor se centra en conocer el Cuzco y sus ruinas, siendo Lima un lugar de tránsito. Esto es tan cierto como cierto es que la ciudad de Lima no ha sido considerado un gran destino turístico hasta los últimos años.
Producto de políticas de desarrollo turístico y urbano por parte del gobierno del Perú, de mejoras en la calidad de servicios y mantenimiento de su patrimonio, ha ido creciendo el interés por conocer la llamada «Ciudad de los Reyes», que hace sentir a quien pasea por sus calles la magia de tiempos pasados que transmite la extraordinaria arquitectura de sus casonas, sus plazas y, sobre todo, sus famosos balcones, que son el elemento arquitectónico característico por excelencia de la capital peruana.
Entre 1996 y 1998, se llevó a cabo un Plan de Recuperación del Centro Histórico de Lima, y se invitó a personalidades y empresas a «adoptar un balcón» para ayudar a mantenerlo siempre conservado; hoy son considerados Patrimonio Histórico de la Humanidad.
Pararse frente a esos balcones, que son como calles con casitas en el aire, resulta una experiencia casi mística, tan bellos, tan imponentes, no se puede dejar de mirarlos y de imaginar qué historias se habrán vivido detrás de ellos.
Dos cosas se conjugan: la arquitectura y el misterio de las llamadas «tapadas» limeñas, mujeres cubiertas por la saya y el manto, cuyo lugar de estadía, casi a modo de faro, eran sus balcones, desde donde controlaban la actividad de la ciudad y decidían en qué momento salir a mostrar la libertad y la seducción que las que convirtió en mito urbano teniendo 300 años de reinado.
Los balcones limeños tienen dos épocas bien diferenciadas de construcción: un primer período entre los siglos XVI y XVII (cuando son abiertos, alargados, de inspiración morisco-hispánica) y un segundo período de los siglos XVII y XVII (donde surgen los balcones cerrados, de cajón, como auténticos altares barrocos).
Esto hace que los casi 4.000 balcones que se encuentran en la ciudad compitan entre sí como en un concurso donde todos ganan, ya que la variedad de estilos, formas, maderas y tallas convierte a las calles de la ciudad en un escenario lleno de obras de arte en altura, a cuál mas bella.
Los hay abiertos, de cajón, cerrados, en esquina, con celosías, con exquisitas tallas en madera realizadas por artesanos de la Lima colonial, con barrotes torneados, piezas esculpidas apoyadas en vigas, coloreados y en madera.
Son construcciones que salen de las casas, que ganan espacio a los interiores y que son una prolongación de ellas hacia el exterior.
¿Qué pasaba en esos interiores en la época virreinal?
La mujer estaba socialmente relegada a tareas domésticas, a ser madres y esposas en un rol de franca inferioridad y de rígidas normas sociales que les imponían recato y obediencia.
En este marco surgen las llamadas tapadas limeñas, que desde principios del Virreinato y hasta el siglo XIX fueron una expresión de libertad de la mujer ordinaria que, escondida detrás de la falda larga (la saya) y un manto o chal que cubría su rostro, hizo las delicias de la clase burguesa e impulsó todo tipo de historias que la tenían como intérprete.
Esos balcones limeños fueron también protagonistas de romances ocultos, de conversaciones prohibidas, de una manera de escapar a la censura de la moral reinante.
Con bancos confortables, sillas y hasta mesas, permitían —con sus celosías o cortinas de tul— ver desde adentro hacia fuera, pero no a la inversa.
Así se convirtieron en espacios cómplices de la fantasía femenina, de las damas que se animaban a transgredir y que podían mirar a los caballeros pasar, a carruajes, virreyes y soldados, y a esperar las noches de luna, donde el amado podía disfrutar de una breve estancia protegido en aquel balcón.
Las tapadas limeñas, en un comienzo símbolo de recato, por tapar todo su cuerpo, fueron poco a poco convirtiéndose en las únicas mujeres que se atrevían a salir a la calle, a deambular, a pasear, a mirar a los hombres de frente, a cruzarse con virreyes y seducirlos.
Caminaban desde el zaguán hacia los patios de solera, cruzaban las callecitas de la ciudad, las plazuelas de la Inquisición, en franco ejercicio de una autonomía robada a las autoridades, que en algún momento quisieron prohibirlas, pero tan fuerte era su presencia en la ciudad, que no lo lograron.
Seducían escondidas en ese manto que solo dejaba ver un ojo, con un cinturón que les ceñía el talle en la falda; realizando juegos de insinuación, misteriosas, daban la bienvenida a los visitantes, iban a misa con sus esclavas, eran cortejadas por señores en las calles de la Alameda, asistían a las corridas de toros y caminaban por la Plaza Mayor provocando toda clase de suspiros, pero también de desencantos.
Así como la arquitectura refleja un modo de vida y entiende las necesidades de cada época eligiendo construcciones que sirvan a ese momento histórico, también la moda cumple lo suyo, sirviendo con sus diseños a las costumbres, a resaltar aspectos de la cultura reinante y a ser cómplice de variados relatos.
Así es como bajaban de los balcones limeños las mujeres de saya y manto, habiendo antes detectado y visto a través de la celosía, a la «presa» que querían provocar, en clara afirmación de su coquetería y de escapar a la vigilancia de los hombres.
En otros casos, salían de los zaguanes dispuestas a flirtear con quien se les acercara, protegidas y tapadas por esa moda que les daba, según decía Flora Tristán —feminista y socialista franco-peruana del siglo XIX (protagonista de la obra de Mario Vargas Llosa El Paraíso en la otra esquina—, «una libertad como en ninguna otra tierra».
Las tapadas limeñas eran mujeres de todas las edades, viejas, jóvenes, viudas, otras picadas por la viruela, feas, gordas, de todo rango social y color de piel. A lo mejor, dejaban ver una parte del rostro, el talón o un poquito el brazo, en un juego de garbo y misterio que defraudó a más de un caballero, encontrándose con que estaba seduciendo a su propia mujer, o bien a una mujer con la cara llena de viruela, muy poco agraciada o a casi una abuela.
Así es como arquitectura y moda, de balcones y tapadas, se mezclaban para ser ojos y oídos de una ciudad y sus códigos sociales, convirtiéndose en símbolos de una época y marcando el paso de la vida diaria, en la ciudad más importante del Virreinato del Perú.
Las tapadas vieron su ocaso hacia mitad del siglo XIX, cuando el boom económico del guano trajo a Lima a las nuevas elites europeas y, con ellas, la moda parisina.
Los balcones permanecen en sus calles como testigos mudos de la historia y sus avatares, eternos guardianes de miles de secretos y dando vida a una ciudad que vale la pena conocer; y no perderse de mirar hacia arriba en el Palacio de Torre de Tagle, el Palacio Arzobispal, la casa de Osambela, la Casa del Oidor y cuanta callecita tenga estos «altares de madera en el aire».
¿Vas al Perú, al Cuzco? Sí, voy al Perú, pero a conocer Lima.
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De tapadas, misterio y seducción
Por: Tatiana Souza Korolkov
Si hay algo que sorprende al conocer el casco histórico de Lima son sus calles con balcones que salen de las casas casi como «calles en el aire», imponentes y variados en sus formas y su arquitectura. Llenos de secretos, se entremezclan con las historias de las famosas «tapadas» limeñas, mujeres que se animaron a la libertad en el Virreinato del Perú.
Cuando se viaja al Perú, la pregunta espontánea es «¿Vas a Machu Picchu?», reconociendo en esto que el interés turístico mayor se centra en conocer el Cuzco y sus ruinas, siendo Lima un lugar de tránsito. Esto es tan cierto como cierto es que la ciudad de Lima no ha sido considerado un gran destino turístico hasta los últimos años.
Producto de políticas de desarrollo turístico y urbano por parte del gobierno del Perú, de mejoras en la calidad de servicios y mantenimiento de su patrimonio, ha ido creciendo el interés por conocer la llamada «Ciudad de los Reyes», que hace sentir a quien pasea por sus calles la magia de tiempos pasados que transmite la extraordinaria arquitectura de sus casonas, sus plazas y, sobre todo, sus famosos balcones, que son el elemento arquitectónico característico por excelencia de la capital peruana.
Entre 1996 y 1998, se llevó a cabo un Plan de Recuperación del Centro Histórico de Lima, y se invitó a personalidades y empresas a «adoptar un balcón» para ayudar a mantenerlo siempre conservado; hoy son considerados Patrimonio Histórico de la Humanidad.
Pararse frente a esos balcones, que son como calles con casitas en el aire, resulta una experiencia casi mística, tan bellos, tan imponentes, no se puede dejar de mirarlos y de imaginar qué historias se habrán vivido detrás de ellos.
Dos cosas se conjugan: la arquitectura y el misterio de las llamadas «tapadas» limeñas, mujeres cubiertas por la saya y el manto, cuyo lugar de estadía, casi a modo de faro, eran sus balcones, desde donde controlaban la actividad de la ciudad y decidían en qué momento salir a mostrar la libertad y la seducción que las que convirtió en mito urbano teniendo 300 años de reinado.
Los balcones limeños tienen dos épocas bien diferenciadas de construcción: un primer período entre los siglos XVI y XVII (cuando son abiertos, alargados, de inspiración morisco-hispánica) y un segundo período de los siglos XVII y XVII (donde surgen los balcones cerrados, de cajón, como auténticos altares barrocos).
Esto hace que los casi 4.000 balcones que se encuentran en la ciudad compitan entre sí como en un concurso donde todos ganan, ya que la variedad de estilos, formas, maderas y tallas convierte a las calles de la ciudad en un escenario lleno de obras de arte en altura, a cuál mas bella.
Los hay abiertos, de cajón, cerrados, en esquina, con celosías, con exquisitas tallas en madera realizadas por artesanos de la Lima colonial, con barrotes torneados, piezas esculpidas apoyadas en vigas, coloreados y en madera.
Son construcciones que salen de las casas, que ganan espacio a los interiores y que son una prolongación de ellas hacia el exterior.
¿Qué pasaba en esos interiores en la época virreinal?
La mujer estaba socialmente relegada a tareas domésticas, a ser madres y esposas en un rol de franca inferioridad y de rígidas normas sociales que les imponían recato y obediencia.
En este marco surgen las llamadas tapadas limeñas, que desde principios del Virreinato y hasta el siglo XIX fueron una expresión de libertad de la mujer ordinaria que, escondida detrás de la falda larga (la saya) y un manto o chal que cubría su rostro, hizo las delicias de la clase burguesa e impulsó todo tipo de historias que la tenían como intérprete.
Esos balcones limeños fueron también protagonistas de romances ocultos, de conversaciones prohibidas, de una manera de escapar a la censura de la moral reinante.
Con bancos confortables, sillas y hasta mesas, permitían —con sus celosías o cortinas de tul— ver desde adentro hacia fuera, pero no a la inversa.
Así se convirtieron en espacios cómplices de la fantasía femenina, de las damas que se animaban a transgredir y que podían mirar a los caballeros pasar, a carruajes, virreyes y soldados, y a esperar las noches de luna, donde el amado podía disfrutar de una breve estancia protegido en aquel balcón.
Las tapadas limeñas, en un comienzo símbolo de recato, por tapar todo su cuerpo, fueron poco a poco convirtiéndose en las únicas mujeres que se atrevían a salir a la calle, a deambular, a pasear, a mirar a los hombres de frente, a cruzarse con virreyes y seducirlos.
Caminaban desde el zaguán hacia los patios de solera, cruzaban las callecitas de la ciudad, las plazuelas de la Inquisición, en franco ejercicio de una autonomía robada a las autoridades, que en algún momento quisieron prohibirlas, pero tan fuerte era su presencia en la ciudad, que no lo lograron.
Seducían escondidas en ese manto que solo dejaba ver un ojo, con un cinturón que les ceñía el talle en la falda; realizando juegos de insinuación, misteriosas, daban la bienvenida a los visitantes, iban a misa con sus esclavas, eran cortejadas por señores en las calles de la Alameda, asistían a las corridas de toros y caminaban por la Plaza Mayor provocando toda clase de suspiros, pero también de desencantos.
Así como la arquitectura refleja un modo de vida y entiende las necesidades de cada época eligiendo construcciones que sirvan a ese momento histórico, también la moda cumple lo suyo, sirviendo con sus diseños a las costumbres, a resaltar aspectos de la cultura reinante y a ser cómplice de variados relatos.
Así es como bajaban de los balcones limeños las mujeres de saya y manto, habiendo antes detectado y visto a través de la celosía, a la «presa» que querían provocar, en clara afirmación de su coquetería y de escapar a la vigilancia de los hombres.
En otros casos, salían de los zaguanes dispuestas a flirtear con quien se les acercara, protegidas y tapadas por esa moda que les daba, según decía Flora Tristán —feminista y socialista franco-peruana del siglo XIX (protagonista de la obra de Mario Vargas Llosa El Paraíso en la otra esquina—, «una libertad como en ninguna otra tierra».
Las tapadas limeñas eran mujeres de todas las edades, viejas, jóvenes, viudas, otras picadas por la viruela, feas, gordas, de todo rango social y color de piel. A lo mejor, dejaban ver una parte del rostro, el talón o un poquito el brazo, en un juego de garbo y misterio que defraudó a más de un caballero, encontrándose con que estaba seduciendo a su propia mujer, o bien a una mujer con la cara llena de viruela, muy poco agraciada o a casi una abuela.
Así es como arquitectura y moda, de balcones y tapadas, se mezclaban para ser ojos y oídos de una ciudad y sus códigos sociales, convirtiéndose en símbolos de una época y marcando el paso de la vida diaria, en la ciudad más importante del Virreinato del Perú.
Las tapadas vieron su ocaso hacia mitad del siglo XIX, cuando el boom económico del guano trajo a Lima a las nuevas elites europeas y, con ellas, la moda parisina.
Los balcones permanecen en sus calles como testigos mudos de la historia y sus avatares, eternos guardianes de miles de secretos y dando vida a una ciudad que vale la pena conocer; y no perderse de mirar hacia arriba en el Palacio de Torre de Tagle, el Palacio Arzobispal, la casa de Osambela, la Casa del Oidor y cuanta callecita tenga estos «altares de madera en el aire».
¿Vas al Perú, al Cuzco? Sí, voy al Perú, pero a conocer Lima.
[showtime]