CINE
Aún inédita en la Argentina, The Words es un profundo y conmovedor acercamiento del cine al mundo de la ficción literaria, que se vale de juegos propios de ese universo para contar una historia en la que caben infinidad de interpretaciones, sin que ninguna de ellas se imponga por sobre las demás.
Por: Carlos Algeri
The Words (literalmente, Las palabras) es una de esas películas tan infrecuentes, tan hondamente emotivas y clarificadoras, que al finalizar su proyección uno agradece el privilegio que significó poder verla.
Muestra elocuente de la estimulante reformulación que el cine independiente norteamericano viene produciendo desde hace un tiempo (y que fuera motivo de una nota específica en este mismo medio), el film de los directores y guionistas Brian Klugman y Lee Sternthal aparece prodigioso en varias direcciones.
En principio, hacer una película sobre el universo de la creación literaria de ficción, reverenciando la palabra, sin que sobre o falte un solo diálogo (al fin y al cabo, esto es cine), resulta, de por sí, motivo de admiración. Ahora, si la historia que se cuenta (el plagio descarado de un libro completo de autor desconocido por parte de un escritor mediocre) tiene una vuelta de tuerca que orilla la genialidad, los señores guionistas y directores se han ganado en buena ley una merecida reverencia por parte de la platea.
Y si, además, la historia está relatada en tres planos narrativos, sin confusión posible, logrando una riqueza de horizontes y de comprensión altamente estimulantes, no hay duda de que estamos ante una joya fílmica de infrecuente aparición.
Desconozco si Klugman y Sternthal tienen antecedentes literarios. De lo que sí estoy seguro es de que su amor por la literatura debe ser rayano con la obsesión. Solo la amplia comprensión de una disciplina permite volcarla luego con tanta fluidez, respeto y —¿por qué no?— una dosis de cuestionamiento que prescinde de juicios morales, acaso porque la literatura genuina no está presta para enjuiciar sino para exponer, para contar, para generar interrogantes, antes que para ofrecer soluciones.
Hace muchos años, charlando con el notable novelista y cineasta español Gonzalo Suárez (Epílogo; Parranda; Don Juan en los infiernos), le pregunté cómo podía convivir en dos territorios que, en principio, parecían tan disímiles. «Las herramientas son las mismas: las palabras —me respondió—. En cine, echas mano a las palabras para construir imágenes, mientras que en la literatura inviertes el proceso: piensas en imágenes para traducirlas en palabras». Sospecho que Klugman y Sternthal opinan lo mismo.
En el comienzo de The Words, Clay Hammond (Dennis Quaid), un escritor consagrado, se apresta a la lectura pública de un libro que lleva el mismo título del film, y en el que mora la historia del autor plagiario, Rory Jansen (Bradley Cooper), quien a su vez relata la forma en que, luego de varios fracasos, por obra del azar, llega a sus manos el manuscrito que será su pasaporte a la gloria literaria. En torno de él merodea el Hombre Viejo (Jeremy Irons), simplemente porque hay verdades que es necesario conocer, dolores que resulta inevitable transmitir, e historias que exigen una reivindicación humana, sentimental, aunque finalmente nada cambie, el embuste siga inalterable, y ni siquiera él (el verdadero autor) pretenda una recompensa económica.
Por fortuna, The Words no se inclina por ese camino. Escarba en la desgarradora historia sentimental de ese hombre que, por amor y por dolor, escribió esa historia perdida hace décadas, y publicada ahora con una rúbrica apócrifa. Este Hombre Viejo, en el que laten señales biográficas inequívocas de Ernest Hemingway, no persigue venganza alguna, sino la reivindicación de su historia. No le molesta tanto que Jansen firme lo que no le pertenece. Lo perturba que ponga su nombre y apellido en una historia (real) que a él le costó amargura, lágrimas, interminables noches de insomnio. Si lo hace, que al menos Jansen sepa que está vulnerando algo mucho más trascendente que el derecho de autor.
Mientras tanto, el film se enfoca de a ratos en la lectura de Hammond, para que el espectador sospeche (con fundamento) que acaso el veleidoso escritor se encuentre más cerca de la historia que cuenta de lo que el propio texto admite. Es este personaje quien, en uno de los mejores momentos de la película, cuando es acosado por la típica groupie literaria, sentencia que la realidad y la ficción están muy cerca, pero nunca se tocan. Y que inevitablemente habrá que elegir en cuál de los dos territorios se vivirá. En este caso, no hay posibilidad de doble vida.
Cerca del final, cuando la trama alcanza su máxima luminosidad, caemos en la cuenta de que muy probablemente estemos siendo engañados, y que todo lo que hasta ese momento pensábamos como cierto deba ser reformulado en el final. No hay deslealtad alguna, ni queja por exponer. La ficción literaria tiene licencia para engañar. Ese pacto de fidelidad ante la mentira, que firman autores y lectores, viene sin libro de quejas.
Los directores-guionistas dejan innumerables posibilidades de interpretación para que el espectador complete su visión de la película, como un escritor haría con su novela o sus cuentos. No existe una única opción, una sola verdad, un camino unívoco. En el mundo de las palabras, son ellas quienes eligen a sus mensajeros; nunca al revés.
Puede que el Hombre Viejo haya escrito la historia para que Jensen se la apropie, y Hammond relate ese proceso. Pero no es menos probable que la novela sea un espejo de la vida del propio Hammond, y la historia contada solo una justificación, una excusa para forjar el anonimato.
Es probable, además, que cualquiera de estas cuestiones sea relativamente aceptable, y la de fondo sea otra totalmente distinta. En esta película con estupendas actuaciones, con un tempo narrativo prodigioso y un refinado tratamiento visual, lo menos importante son las conclusiones lineales, si las hay.
En el corazón de The Words, late la inquietante posibilidad que, en el mundo de la ficción literaria, cualquier mentira puede transformarse en una verdad. Y viceversa.
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