Alejandro Digilio Artista gastronómico
«En la gastronomía molecular no hay nada establecido, lo interesante es descomprimir toda esa cosa tan referencial de la cocina», expresa Alejandro
Digilio, chef molecular y dueño del restaurante La Vinería de Gualterio Bolívar, de San Telmo. El cocinero deviene artista al entregarse al juego de mezclar texturas, sabores y aromas; juega con sus cacerolas como si fueran probetas con la feliz meta de provocar cada uno de los sentidos.
Los componentes de los alimentos, las proteínas, los hidratos de carbono, las vitaminas o los minerales, con la ayuda de la ciencia se desintegran, se reconstruyen y se los mezcla con alginatos o nitrógeno, con sorprendentes resultados. En las cocinas, convertidas en grandes laboratorios experimentales, se puede saborear un asado, pastas o mariscos mutados en espumas, emulsiones o geles. La tecnología es gran protagonista: robots, hornos de presión o termostatos, entreotras herramientas, ayudan en las ingeniosas transformaciones de los alimentos.
Tras trabajar en diversos restaurantes de Buenos Aires, Digilio viajó a España para ser parte de El Bulli, afamado restaurante internacional. «El Bulli estaba tratando de ser el más vanguardista del mundo; fui a ver qué estaba pasando ahí. Fue como hacer un posgrado para mí, aprendí mucho. Nunca quise traer su cocina porque es imposible, por varias razones; por la estructura, por lo que significa, quedarse en eso hubiera sido un fracaso».
Como expuso el filósofo hedonista francés Michel Onfray: «Mi vida es mi vida y procede de una lógica particular, si ustedes quieren inventar algo, fabriquen a partir de sus propios materiales»; así Digilio entendió sus creaciones como resultado de su experiencia personal. «Lo que hice es compilar las cosas aprendidas en El Bulli y a eso le sumé mi historia, mi tradición, la memoria afectiva, lo que comía en casa cuando niño, mi yo». De esa fusión de horizontes y con esa conciencia histórica moldeada, el artista gastronómico creó un menú de quince pasos cuya intención es disparar cada uno de los sentidos. De allí se desprende una serie de reacciones químicas: aire, productos helados, humo con diversos aromas y colores. «Aplico mucha maquinaria de laboratorio, por ejemplo, termostato por inmersión, que es un controlador de temperatura preciso para una cocción a 54,3 décimas o una al vacío, una precipitadora, maquinarias para hacer humo al momento y cosas muy simples, por ejemplo, como un minipimer que te ayuda a hacer una emulsión o un aire».
El chef pertenece a la Asociación Argentina de Cocina Molecular, lugar de encuentro entre científicos y cocineros. El creador del departamento científico del El Bulli, el químico Pere Castell, estuvo de visita en La Vinería de Gualterio Bolívar y en diálogo con el argentino expuso: «Los científicos inventamos la paleta de colores y ustedes cocineros pintan». Digilio agrega: «La ciencia y la tecnología hacen avanzar a todas las
artes ¿por qué no utilizar la curiosidad científica de ver por qué pasan las cosas, que normalmente se dan de casualidad, para así poder repetirlo?». Para ello se aplican metodologías y conceptos científicos, se anotan las medidas y las temperaturas con el fin de construir una constante y de esta forma poder reproducirlo.
El restaurante tiene una primera función, más allá del placer, que es dar de comer. «Lo importante es alimentarse de forma equilibrada, sabiendo lo que se va a introducir en el cuerpo, pensar en hacerse bien». Más allá de la sorpresa o espectacularidad que pueda presentar la comida molecular, Digilio tiene muy en cuenta esta primera función, de ahí que se asegura de que cada alimento que ofrece en su restaurante y también la técnica aplicada no se repitan y cada uno aporte al equilibrio general.
El chef remarca que hace cocina contemporánea y racional. Al llegar a su restaurante no hay menú, el comensal solo debe sentarse y esperar a que el cocinero le sirva sus creaciones. Cada uno de los pasos está milimétricamente pensado para que los paladares se estimulen de manera gradual. «No sirvo ni tapas ni platos, sirvo raciones elaboradas y pensadas para despertar los sentidos».
Admirador de Michel Garnier por su capacidad de improvisación o de Ferrán Adrià por su racionalismo, el artista gastronómico compara la cocina con la arquitectura. Le llaman la atención los volúmenes y la belleza de las obras, así como lo estático y estable de cada una de ellas, al contrario de lo que pasa en la cocina, donde cada plato, cada creación –si está buena– desaparece en cuestión de segundos. Además, al igual que en la arquitectura, en la
cocina deben estar los ingredientes justos, ni más ni menos, con el riesgo de que la obra se derrumbe. Pero considera la gastronomía como el arte más difícil, porque se corre contra reloj, todo tiene que hacerse en un tiempo determinado.
En los últimos 20 años –se explaya– hubo un desarrollo mayor de la cocina argentina. Antes, lo más raro que se conocía era el tomate seco, hoy hay un montón de productos traídos del exterior que se agregan a la cocina argentina. «Muchos comensales traen intereses creados de afuera y quieren seguir con la experiencia en Argentina», también aclara: «Hay mucho cotorreo a la hora de las exigencias gastronómicas y mucho de snobismo». Vale destacar que este comportamiento se da en ciertos circuitos, porque en los pueblos, en el seno de la mayoría de las familias argentinas, «se sigue comiendo la milanesa con papas».
Además de haberse desempeñado como docente en diversas instituciones, también estudió Ciencias de la Comunicación y percusión en el conservatorio de música de Bahía Blanca. Todo estos aprendizajes los suma a la cocina, su vocación. «El menú que ofrezco es un concierto de quince pasos; para mí, cada ingrediente, cada producto, cada aplicación tiene que tener una armonía intrínseca y una búsqueda secuencial natural».