El tiempo y el Otro
Diez notas sobre la alteridad
por Luciano Lutereau
1. Los episodios de una vida se suceden en una configuración refractaria, pocos sucesos se dejan amontonar en una secuencia acumulativa.
Mi vida no se desenvuelve como un carretel, desovillando una cola de eventos que se alejan en el pasado como barcos en el horizonte, sino que el tiempo reordena las casualidades pasadas con el sentido de las necesidades por venir, esto es, convirtiéndolas en necesarias, de acuerdo a una concordancia discordante.
2. En la espera el tiempo recae sobre mí. Cuando me encuentro expectante, aguardando el aprontamiento de una circunstancia, sobrevivo en la apertura de un futuro al que concibo como un instante quebrado de duración. Porque no puedo lanzarme a ninguna actividad siquiera, envuelto como me encuentro en la dilación de aquello que se demora. Por eso la espera puede encarnar una variación del dolor, aunque también la expectación pueda ser vivida por mí como una desventura privilegiada para dar forma al sentimiento amoroso.
El amor como espera provisional: nada cuenta para mí, cuando me encuentro enamorado, me reduzco a un cuerpo replegado, perseverando en una captura. Sólo la ausencia de una caricia –en cuanto alojamiento irresistible en la carne del Otro– puede enloquecer el amor de un modo tan funesto.
3. Esta tarde mantuve una conversación con un niño que teme a la oscuridad. Me contó que todas las noches, antes de acostarse, le sobreviene una sensación corporal amenazante, que se manifiesta en la respiración, en el latido de su corazón, en un estado de alerta inquebrantable que lo obliga a recurrir a los más diversos métodos de protección para mantenerse a salvo. Le pregunté desde hace cuánto tiempo le ocurría esta desdicha. “Hace más de un año”, me respondió. Y antes de volver a interrogarlo acerca de su padecer, me sorprendí pensando en la inutilidad de la consecución del tiempo en este caso. El síntoma de este año resiste a la universalización, porque la tranquilidad que encuentra cada mañana, cuando vuelve a respirar nuevamente a partir de la disolución de sus temores con el alba, no le permite afirmar ninguna regla empírica al respecto. Cada noche sobreviene un apremio intacto, la repetición de la intemperie. Ningún sentido tendría que yo le pidiese un razonamiento: “Si hasta ahora nunca ha ocurrido eso espantoso que tú temes… podrías calmarte pensando que tampoco habría de pasar hoy”. El niño me respondería, con una certidumbre inapelable: “Es cierto, podrías tener razón respecto de lo ocurrido hasta ayer, pero nada sabes de esta noche”.
4. Nada más enloquecedor que el conocimiento y la certeza encauzada a través de un saber que se propone como guía del tiempo. Porque no es loco aquel que se sueña un héroe, no siendo más que un simple engreído, sino el héroe que se cree héroe y, por lo tanto, no admite la sedición de la experiencia, destinado a la seguridad de un plan dirigido a desconocer la dependencia de su heroísmo respecto de la existencia del Otro como víctima.
Acabo de regresar de la calle, preocupado por la actitud con que la vida cotidiana ordena el traspaso de mis comportamientos. Allí sólo accedo al Otro mediante un presupuesto fundamental: “Yo lo sé todo sobre ti”. Mientras esperaba el colectivo, pude mirar al chofer desde aquella premisa, y a cada uno de mis coetáneos en el transcurso, tanto al hombre de portafolio como a la mujer con la bolsa de mandados y al niño con guardapolvos. Desde ese punto de vista, ninguno es capaz de encarnar un enigma para mí. Jamás podría encontrarme con el Otro sin una escansión del tiempo ordinario, y un acto que desmienta ese conocimiento artificial y encubridor de la proximidad sensible del Otro.
5. En el juego más inofensivo, como el de golpear la capucha de la lapicera contra el escritorio, encuentro el efecto de un ritmo constitutivo. Puedo tomar el capuchón y esconderlo entre mis manos, mirar su desaparición momentánea de mi campo de visión, oculto en la envoltura de los dedos. Comienzo a jugar con su presencia y con su ausencia, haciendo de la primera un indicador de la segunda, y viceversa. La aparición se convierte en el signo de la pérdida inminente. Frente a su vacío, anticipo, con una representación imaginativa, su próximo advenimiento. Pero entre un acto y el otro, en la pulsación y el intervalo de mi juego se habría instituido una constancia rítmica, una insistencia cadenciosa, un vaso comunicante de mi presteza hacia la pasividad. Podría adormecerme con este trampantojo y, sin embargo, no se habría filtrado más que una suspensión fugitiva.
Hay momentos de mi vida que no admiten la pregunta por el antes ni el después, instantes respecto de los cuales apenas resulta pertinente evaluar la transformación que he adquirido una vez abandonado ese tiempo estrangulado. Y si hay sucesión en dichos momentos, no se trata de la continuidad infinita del presente que se ensancha, especiosamente, cobrándose la dimensión del aplazamiento. Podría demorar la eternidad de aquel instante, sino hubiera algo más propio de aquella que ese particular fuera del tiempo que caracteriza a lo instantáneo.
6. En la caricia del Otro se me revela una dimensión extraña de la corporalidad propia, así como una vía prístina al sentir del Otro. No obstante, advierto que dicho acceso no se cumple sino en un segundo tiempo, cuando lo descubro como algo que ha devenido. La historia de toda caricia es la de esa única caricia perdida. Antes que una acción diferida, la repetición redescubre algo obvio: el porvenir es la trascripción de una memoria que no preexiste de manera simple.
En diversas oportunidades, me he confiado a las anticipaciones de mi pensamiento. Sin embargo, no sólo puedo volcarme al adelanto específico del tiempo a través de la expectativa, de la cual mi pensamiento obtiene la intuición sensible de lo que aún no ha ocurrido, sino que consigo aprehender un tiempo que, por no tener elaboración, no es sino una forma encubierta del destino, de lo vuelto a encontrar irremisiblemente.
7. ¿Qué modo de acceso al Otro se desprende de mi cuerpo, de la caricia implantada en el tiempo?
Además de los objetos de los que tuve experiencia, he interrogado también a la fantasía. A través de ella conseguí un acceso privilegiado a ciertas opciones de mi cuerpo, a los movimientos de mi mano, o el uso de los dedos, como si la imaginación fuera una capacidad que poseo estrictamente porque tengo este cuerpo. Pero, al entregarme dichos objetos como si estuvieran en el tiempo, la fantasía encubre un aspecto elemental: la apertura al futuro, al que no concibo como una ausencia, o bien bajo el modo de un abismo delante de mí, sino como una apertura inapelable. El futuro no se mueve, a pesar de mis empeños por imaginar un transcurso a través del cambio, del movimiento, de acuerdo a lo inmediato y la cercanía, numérica o espacialmente. La apertura al futuro representa en mí una disposición, un estado de ánimo enlazado a la alegría, un empeño en permanecer abrazado a la vida y no dejarme caer.
8. La generosidad del Otro escapa al tiempo, lo desgarra, porque su acogimiento no discurre ni condesciende a la reciprocidad, otorgándose como una presencia imposible, un estigma real del Otro en mí. El tiempo que pasamos juntos no pertenece a un tiempo encadenado, fluyente, sino a un tiempo vertical, sin medida y que, sin embargo, se mide temporalmente, con el mismo afán torpe con que valuamos el precio de los objetos maravillosos.
9. En el cumplimiento de mi palabra se revela el sentido de una apelación, en la que descubro que la amistad del Otro no cuenta como establecida en el presente, sino en la experiencia de la espera, como una promesa. Cuando hablo a mis amigos, siempre me dirijo a un Otro que propongo como soporte de la palabra que enuncio; porque la palabra no
tiene el estatuto de un medio, sino que su misma condición comunicativa se encuentra asentada en un empleo fundamental por el cual la palabra promueve la función de la verdad para mí, en relación al Otro, antes que un vehículo de intenciones. En la palabra verifico la autenticidad de mi experiencia y, quizás, no es sino aquélla el modo primero en que la caricia hizo cuerpo de mi carne, a través de la palabras que del Otro me fueron proferidas. Si alguna vez creí que el origen de la fraternidad se encontraba en la segregación, dicha creencia no me impide concluir, en este punto, que hay también un modo radical de acceso a la alteridad en la amistad cuando, desinteresadamente, me inclino hacia el Otro con la caricia como palabra. Ya no temo el encantamiento en un doble clandestino de mí mismo, ni la debilidad temerosa en una identidad cercenada.
10. Hay, entonces, un modo de la espera que no me resulta doloroso, cuando soy capaz de hallarme en la esperanza. Esta capacidad me orienta hacia la apertura del futuro, sin indicar ninguna peripecia que la imaginación pueda convertir en un deseo frustrado, en fantasías que me subyuguen, sino la posibilidad misma del tiempo. La esperanza conjura el tormento de la espera a partir de la tolerancia. Sin embargo, esta forma de aceptar no se debilita como resignación, sino que extrae su fuente del acto de confianza. Y sólo puedo confiar en el Otro, siendo la confianza el más propio de mis actos, ya que implica la posibilidad de que el Otro sostenga la verdad de la palabra (que no confundiría nunca con la pretensión de una palabra verdadera). Por eso mi apertura al tiempo es también un acceso originario al Otro; pero, esta vez, no a un Otro que podría imaginar idéntico a mí mismo, ni a cualquier sustituto compensatorio, sino al Otro que motiva el acto de enunciarme desde su lugar.
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En un tiempo que reconozco como ya acontecido, pensaría que he concluido demasiado pronto. Pero esta inquietud no debiera ocultarme que siempre se finaliza precipitadamente, y que no es sino para evitar concluir demasiado tarde.