La cita – cuento de Gustavo M. Galliano
Los golpes en la puerta fueron contundentes, precisos, potentes.
Él se preguntó por qué no había tocado el timbre. Comprendió entonces que ella sería muy especial. Tanto como él anhelaba, tal vez algo chapada a la antigua. Pero ninguna que golpea así una puerta es desapasionada, pensó. Y eso lo excitó.
Se apresuró a abrir. Antes de girar el picaporte, trató de alisarse el cabello con la mano. Sabía que ella vendría, pero el tiempo se escabulló más rápido de lo planeado. Remoloneó en la cama. Se demoró en la ducha. Y se inquietó ante la posibilidad de que lo creyera un desconsiderado.
Abrió la puerta y quedó perplejo. Ella lucía bellísima. Mucho más hermosa de lo esperado. Totalmente diferente a como la imaginaba. Quizás un poco más oscura. No de una oscuridad lúgubre. Una oscuridad intrigante. Pero no sería un obstáculo, nunca la oscuridad lo ha sido. Tanta belleza para tan poco tiempo, tal vez resultaba algo excesivo, pero imposible de rechazar. Tampoco eso sería obstáculo.
El vestido negro, bien ceñido al cuerpo, le sentaba a perfección, como perlas, aunque las perlas más preciadas son blancas y el vestido era de una brillante negrura. El detalle de los guantes de seda resultaba magnífico. Alta y delgada. Delicada y misteriosa. Se dio cuenta entonces que una gota de sudor le recorría la espalda. Una de aquellas gotas que brotan tibias, pero se desbarrancan heladas.
En la penumbra bajo el dintel, ella lo miró fríamente, a la vez ansiosa. Él hizo el ademán gentil para que entrase. Ella agradeció con una leve mueca, un movimiento de cabeza. Ingreso lentamente, desplazándose sobre sus tacos aguja. Pie delante del otro pie en cada paso. Ondulante. Sugerente.
Él necesitaba ser un caballero diligente, a pesar de estar desarreglado. La invitó a sentarse, le ofreció una bebida. «Diet», dijo ella.
Luego él le convidó un cigarrillo. Ella aceptó de buena gana.
«Lástima que el tabaco mata», comentó él, algo nervioso. «Ese es el secreto de su éxito», respondió ella y lanzó una boconada de humo que, en espiral ascendente, se alejó hasta estrellarse contra el cielorraso de yeso.
«Te deseo ahora», exclamó ella sin cabildeos, sin dejar de mirarlo. Y su voz redobló seca y tajante en la sala, convirtiendo ese deseo en orden.
«Me halagás… pero terminemos el trago… aún es temprano», respondió él.
«Nunca es temprano», dijo ella con tono seguro. «Simplemente es o no es. Y no me gusta perder tiempo en lo que no es».
«Vamos… dame la chance de unos minutos… luego me tendrás», suplicó él con un tono calmo. Ella se incorporó del sillón y camino hacia él. Sus pasos no retumbaron en la sala. Se paró a su lado y con una mano comenzó a acariciar sus cabellos, de por sí despeinados.
Él suspiró profundamente. «Veo que sos persistente, nada te detiene, ¿verdad?», murmuró al entrecerrar los ojos. Su respiración comenzaba a acelerarse. Su corazón pasaba del tranquilo paso al enérgico trote del centauro.
«Es mi esencia. Nada ni nadie me detiene cuando lo deseo. Jamás», fue su única respuesta.
Por un instante él observó un dejo de nostalgia o remembranza en el duro rostro de ella. Pero solo fue un instante. Y los instantes se esfuman en la nada.
«¿Preferís aquí o en el cuarto?», consultó ella ya impaciente, aunque con voz muy pausada, tranquilizante. Seguía penetrándolo con la mirada. Ella manejaba el juego. Cada lapso. Cada pausa. Ambos lo sabían. Él era pura adrenalina.
«En el cuarto, por supuesto», respondió él. «Es más práctico, me gusta lo clásico».
«De acuerdo», disparó ella. El brillo de su sonrisa tornaba pícara la penumbra por un instante. Pero los instantes… Lo tomó entonces de la mano y se dirigió hacia el cuarto. Ella llevaba la iniciativa, a pesar de ser la primera vez que visitaba la casa. Eso le agradaba a él. Dejarse ser llevado, aunque sea por una vez, resultaba plácido.
Al llegar al cuarto, ella giró y se quitó los zapatos. Entonces fue el turno de las largas medias de seda, que descendieron por sus estilizadas piernas. Y el enérgico trote del corazón de él se fue convirtiendo en imponente galope
de semental en celo.
Se acercó hasta que ambos cuerpos quedaran casi unidos, de pie. Y casi apoyando sus labios contra los de él, preguntó: «¿En el piso o en la cama?». Él sintió que la sangre hervía en las venas. Sintió como si estuviera desbarrancándose desde la cima más alta hacia el abismo más profundo, hacia una pendiente eterna. «Creo… que en la cama estaría bien…», respondió titubeante. Y esta vez no fue por metódico, simplemente porque ya era hora. Cuando es la hora, no hay que abundar en palabras.
«Sos clásico… claro, sos un hombre. Las mujeres suelen tener más imaginación», exclamó ella mientras se quitaba los guantes de seda. Y el morbo del comentario hizo que él sintiera un hormigueo en el estómago. Su pecho ya era un corcel desbocado.
«¿Algo más antes de hacerlo?», preguntó ella mientras él se acomodaba en la cama, algo tenso, un tanto nervioso. Muy nervioso.
«Sí… decime tu nombre», respondió él.
«No, ese deseo no es posible. Puedes llamarme como desees. Debo confesar que me excita ser llamada de tantas diferentes maneras. Pero no habrá posibilidad de negociación con esto. Usá tu imaginación», reflexionó ella.
«De acuerdo… música entonces. Me encantaría escuchar de fondo una suave música», dijo él. «Decime el tema que preferís y serás complacido», consultó ella, y así el vestido negro dejó de ceñirla y cayó, dejando al descubierto su total desnudez. Bestial desnudez.
«El… el… el Ave María», dijo con un poco de vergüenza.
«Sos un pervertido… y eso me fascina», respondió ella, lujuriosa. Ya era tarde y cada minuto contaba, debía apresurarse.
La música comenzó a poblar los silencios, muy tenuemente hasta perpetuarse plena, invadiendo de pentagramas y nostalgias el cuarto. Ella colocó su desnudez sobre la de él. Desnuda. Acarició su rostro. Besó sus párpados. Y él se entregó totalmente. Se dejó llevar. Libre ya de remordimientos y pecados se dejó llevar. Ya era hora, la hora de dejarse llevar.
«¿Estás preparado?», preguntó ella haciendo alarde de tino y calma. «¡Claro, vamos pronto, de una vez!», fue la respuesta, que por primera vez demostró seguridad.
Los labios de ella se posaron sobre los de él. Fue solo un instante, un eterno instante. Como una succión apasionada. Ella humedeció su abismo en deseo. La noche fue testigo. Retraerse suavemente contra la soledad y embatir a fondo, contra el hastío. Entornar los ojos a lo que vendrá. Él se estremeció. Su cuerpo se convulsionó durante un breve lapso. Fue entonces la hora. Luego del cimbronazo procedió la calma. Él se quedó quieto, muy quieto. En silencio, sin movimiento. Y comenzó a enfriarse lenta, continua, progresivamente.
Ella se incorporó y se alejó de la cama. «Tarea cumplida», se dijo mientras se dirigía hacia el baño. Se lavó los dientes tan blancos como perlas. Con el cepillo de él. Y se lavó las manos. Con el jabón de él.
Luego de peinarse, se vistió y volvió a calzarse y colocarse los guantes. De seda. Plena.
Ya era la hora de visitar otro cuerpo. Otra forma. Otra rutina.
Antes de cerrar la puerta del cuarto, se dio media vuelta para dedicarle una última mirada al cuerpo que era de él. Yacía tendido sobre la cama. En su rostro parecía reflejarse una mueca, mezclaba de sorpresa y tranquilidad. Solo un cuerpo más, cuerpo ya sin alma, inmóvil y pálido. Tan pálido.
Cerró la puerta y se encaminó hacia el ascensor. Ya en descenso consultó en la diminuta agenda su próximo destino. No había tiempo que perder.
«No es tarea fácil la de ser la Muerte», se dijo, resoplando levemente,
a sí misma. «Nunca hay descansos».
Se sintió apesadumbrada, pero así era ella. Perseverante, eficiente y solitaria.