Al diván con Ricardo Mollo
Segunda parte
Por Dra. Raquel Tesone
Y ese niño observó lo que hacía su padre, y no se quedó con lo que le decía.
Ahí está el problema de la mayoría de todos nosotros. Ahí, tu cabeza se convierte en un quilombo gigante.
Entre lo que se dice y lo que se hace.
Sí, exactamente. Mi padre fue coherente en sus actos, pero no en lo que decía. La enseñanza es algo que uno tiene que tener en cuenta a la hora de tener hijos. La enseñanza está en los hechos y no en decirle al otro lo que tiene que hacer. Para eso están los curas (risas).
¿Y el nacimiento de tu hijo varón te movilizó estas reflexiones?
Sí, sobre todo ahora. Yo tengo dos hijas grandes, pero hoy estoy más alineado, tengo más posibilidades de saber quién soy, y eso me permite ver al otro como un otro. No veo a un hijo solo como hijo, lo veo como persona. El diálogo con él es de persona a persona y con respeto.
¿Y tu padre te vio como otro?
No lo sé… Esas son las cosas que uno tiene que construir. Yo construí mi imagen y la de mi viejo al correrlo del lugar del infalible. Si no vivís en el rezongo, vivís rezongando de ese grandote, y te mantenés en esa situación de la mirada. Cuando yo levanto a mi hijo, me pregunto cómo me verá él, así como un grandote que lo agarra y lo levanta, ¿no? Me imagino si alguien sobredimensionado, me agarrase a mí y me levantara (risas). La construcción de ese gigante tiene que ver con el corazón, no con el tamaño. Aprendí a ubicar a mi viejo en su tamaño, en sus aciertos y desaciertos. Porque como te dije, lo bueno es lo que uno ve, y no lo que escuchó que le decían. Lo rememoro en distintas situaciones. Mi viejo tenía una frase muy graciosa, que es mucho más aplicable al periodismo actual: «No compres ese diario porque chorrea sangre y leche».
¡Vamos! ¡Qué frase poética!
¿Qué tal? Fue tan claro lo que dijo, ahí no hace falta seguir hablando, ese poder de síntesis que tenía… Yo creo que uno aprende sobre la vida dentro de su casa, y después aplica eso al resto. Con mi hermano somos muy distintos ‒aunque energéticamente venimos con la misma función‒ pero no somos personas distintas culturalmente, me refiero a lo aprendido en casa. Por eso es tan importante la infancia, es como tener una fotografía; eso lo aplico a mis letras y lo utilizo como forma de comunicación. Es darle un sentido diferente a todo lo que no sería más que un reclamo, porque está lo que uno pretende de un padre y está lo que un padre pretende de un hijo.
¿Qué creés que pretendía tu papá de vos?
Mi viejo no quería sufrir y no quería que yo sufriera. En esa carrera de la prevención, creo que intentó sin querer ahogar a esa persona que estaba en mí.
Esa persona que tenía que sufrir para ser quien es. Miro todo lo que te provocó la muerte de Luca, y cuánto hiciste con ese duelo y ese sufrimiento.
Sí, y sufrí. A veces se quiere también prevenir de algo que no va a ocurrir. En ese espíritu de la protección y de lo que los padres han aprendido, hay cosas irreclamables. Mi viejo a los cinco años salió a laburar porque vivía con una familia numerosa, no pudo terminar la primaria. Y él tenía una inteligencia tremenda. Era muy hábil en el desarrollo de lo que era su punto: el trabajo; esa capacidad de trabajo me la transmitió.
Entonces sos también un laburante, que es lo que quería tu papá, pero un laburante de la guitarra y el canto.
Sí, por eso logré vivir de la música.
Entonces tu papá no logró ahogar a ese chico.
No… Es que mi papá y mi mamá no querían que se les llenara la casa de artistas. ¿Quién labura acá? (Risas) Porque es un poco la cultura. Recuerdo utilizar ese bagaje en mi vida. Mi viejo me prestaba un rastrojero y yo cargaba los equipos para tocar en los boliches, con una banda que tenía en la época en la que terminabas de tocar y aparecía la policía y te decía: «Músico, arriba. ¿De qué laburás?». Cuando se me acercaba un policía yo decía: «Soy músico y fletero», y el policía me contestaba: «Andate a tu casa, pibe». Lograba con esa cultura poder transitar ese mundo, sino quedaba adentro de la cana, pero como tenía que levantarme temprano… Mientras, mis compañeros terminaban barriendo la comisaría (risas). Pude aplicar esa cultura en esto que me ayudaron a construir.
¡Como si ser músico no fuera un trabajo!
Desde que tengo conocimiento, un músico fue siempre alguien que rayaba, no la delincuencia, pero sí lo clandestino en nuestra sociedad. Y el laburo para mi viejo era parte de la continuidad de una saga: yo soy zapatero, vos también. Y lo fui, seguí el oficio. Hice todo ese periplo para poder desarrollar mi vida de músico. Yo no me pude conectar con el estudio, entonces en tercer año decidí dejar el colegio.
No soportaste lo disciplinario de la escuela, es que la mente que tiene vuelo no se puede encorsetar.
Es muy difícil. Creo que fue Fontova que dijo: «Abandoné mi educación cuando empecé el colegio». A mí no me ayudaba estar en el colegio… Mis viejos no son católicos, por lo tanto no me bautizaron, ni tomé la comunión. Y terminé en un colegio alemán de curas. Estuve un año y medio. Hay un montón de situaciones en mi vida que son tragicómicas. Todas las mañanas había que rezar el padre nuestro, y yo no lo rezaba porque no lo sabía y porque no me nacía; entonces me quedaba callado, esperando a que terminen. Me fui para que nadie me dijera: «¿Y este, por qué no reza?». Entonces me fui del colegio por el rezo de las mañanas, porque ya no daba para más, no soportaba más ese formato. Decidí trabajar a cambio del estudio. Además mi carpeta difería de las de mis compañeros, porque yo tenía a Jimi Hendrix, Carlos Santana, Led Zeppelin; y un profesor de anatomía se me acercó, miró mi carpeta y me dijo: «Te gustan los hombres», y le contesté: «Pero son músicos». Me dio mucha impotencia, porque yo no tenía la posibilidad de contestarle de otra manera a un profesor. Igual, la verdad es que si hizo tanto hincapié en eso, debe ser porque él se proyectó en mí (risas).
Para eso también sirve el análisis, para darse cuenta…
Sí, por eso rescato cosas buenas de los análisis. En ese momento mi manera de graficar esa situación fue estudiando muchísimo anatomía, todas las demás materias me las llevé, y después me fui del colegio. Una vez me agarró un celador y me llevó a la dirección del colegio a ponerme siete amonestaciones por tener el pelo largo. Cosas innecesarias. Yo tenía tiempo para ver lo que decían mis compañeros, después daba todas las materias gracias a lo que habían dicho mis compañeros. Pero en ese momento, no entendés nada… Y pude después analizarlo, en otra experiencia terapéutica que parecía que funcionaba ‒esta fue después del lagarto‒ (risas). En esa pasó que un día me iba y la psicóloga dio dos vueltas a la cerradura, para abrirme, y no abría. Le pregunto: «¿Cuántas vueltas tiene tu cerradura?», me dice: «Y, es la casa de una mujer». No volví nunca más. Igual todas esas experiencias me sirvieron, sobre todo la última psicóloga que te comenté que consulté en el ‘92 por el uso de estimulantes.
¿Y qué estaba detrás de esta consulta?
En realidad yo creo que hoy, que transité por todo lo que transité, me di cuenta de que la droga era una buena frazada para tapar otras cuestiones. Cuando corrés eso, te decís: «Acá están mis viejos problemas». En ese momento, la excusa era: «Estoy hasta la gorra, ayudame». Para mí, ese era el problema, y era mejor tener ese que el otro que no estaba queriendo ver (risas). Era más fácil decir: «Es por la droga». Lo que pasa es que eso es dañino, porque más allá de que uno esté ocultando su verdadero problema, uno se está deteriorando. Ese problema que guardaba, seguía laburando, y todo eso me generaba más angustia. Porque lo que no tenés en tu cabeza, lo tenés en el cuerpo. Todas las cosas que te cuento del colegio, del profesor, de mi infancia, hoy las puedo ubicar. El golpe está, lo pude superar pero la cicatriz quedó. La cicatriz es el punto de la memoria. Eso es importante.
Y es importante que se vea, porque es parte de las huellas de la vida y de tu historia, y a vos se te ven a través de tu música inclusive.
Ahí está todo, hay que descifrarlo, pero en realidad ahí está todo.
Y todas esas emociones las pudiste transformar en música y poesía. ¿Qué se siente dar vida y felicidad a tanta gente?
Es una sensación buenísima, es un intercambio, porque devuelvo lo que ellos me dan.
Gracias por este intercambio.
Puede lanzarse «al fuego» en esa búsqueda de sí mismo, pero solicita la mirada de un otro que lo sostenga y lo reconozca en su singularidad.
Desde allí, puede internarse en las profundidades del ser en comunión con lo que le refleja el alma del otro para reencontrarse con quien es y con quien siempre fue.
Su música y el intercambio con otro lo retroalimentan para poder relanzarse hacia el futuro.