Nada es lo que parece
Por Ricardo A. Calcabrini
Me gusta caminar a esta hora, a esta deshora, por la calle. La ciudad, o al menos esta ciudad, huele a primavera. No hay nadie caminando conmigo. Minutos, segundos, llenos de buenos augurios y presagios alentadores. El pecho se abre y los pulmones respiran con una profundidad que llena de euforia. Es el momento preciso en que nada es lo que parece. La oportunidad está allí, desde lo más sencillo hasta el abismo más complejo: todo es una promesa.
Tengo la opción de entrar a un bar y pedir el último café de la noche o el novel de la mañana. Una situación de escaso porvenir, pero de instantánea satisfacción. En un rato todo cambia. El amanecer dejará de ser una promesa y se cristalizará en el aroma de las medialunas. Camino por la vereda en dirección al río, carezco de motivo alguno; simplemente prolongo el bienestar de la noche.
Dejé mi auto atrás, en la plaza, justo frente a tu departamento. Levanto levemente mi hombro derecho y lo huelo: estuviste allí, los rastros de tu perfume me susurran los placeres que preferí, preferimos, no apurar.
Siento que podría dormir todo el domingo y despertarme solamente cuando el teléfono te anuncie. Siento que podría no dormir e ir a suplicarte, besándote el vestido, que le abras la puerta del paraíso a este feligrés de tu cintura.
Cuando nada es lo que parece, todo es lo que no parecer ser. Sospecho una frase ingeniosa que me golpea en algún lugar, no sé.
La fauna que se asoma el domingo tan temprano es de dudosa prosapia. Dudo que vayan al trabajo y es temprano para el picadito, la plaza o la procura de vituallas destinadas al asador. A mí me parecen todos hermanos de leche. Gente buena que respira mi propia primavera y mira con buenos ojos cómplices al trasnochado destartalado que camina con las manos en los bolsillos y una media sonrisa grabada en los ojos.
Paso por un local que tiene colgado un neón rojo y azul que anuncia, desde la vidriera, un restaurante. Su interior permanece en sombras, producto del fin de la jornada, y el cansancio de quien cerró le hizo olvidar una vela encendida que languidece sobre una mesa, cuyo perfil apenas recorta y a la que te estoy prometiendo llevar en nuestro próximo encuentro para hacerla nuestra, nuestra mesa.
Desemboco en la barranca que muestra el correr del río. El sol levanta y con él burbujean en mi cabeza miles de lugares cursis y comunes en ocres y oro que explotan, bañan y despiertan toda mi vulgaridad de poeta fallido. Con fondo de música de película argentina estiro los brazos en cruz, inhalo y decido que es tiempo de volver.
Lo fugaz del instante ha sido inexorable, como todo fragmento de tiempo. Una eterna negación de la eternidad.
El regreso es dulce, pero amanecido. Los ojos arden y la calle es un camino entre panes calientes y facturas de esas que se llevan religiosamente a la morada en situaciones como ésta, aunque probablemente tengan un destino de tarde y sabor marcadamente lunes.
Compro el diario, cumplo el rito. Lo doblo bajo el brazo y lo aprieto, mientras en el bolsillo la mano juega con las moneditas del vuelto. En el otro bolsillo voy dibujando con los dedos índice y pulgar la geografía de la llave del auto.
En los bares que están en las esquinas enfrentadas, me sorprendo por lo poco habitado del paisaje. En uno, apenas dos muchachos contándose las batallas recientemente ganadas, mientras se despejan con cerveza. En otro, un señor de anteojos con dos o tres diarios sobre la mesa, deteniendo un café con una medialuna.
Cuando llego a la plaza y abro la puerta del auto me esfuerzo en mirar para abajo, como concentrado en pensamientos profundos y lejanos. Temo que desvelada, mientras te acurrucás en el suéter que huele a mi perfume, estés asomada a la ventana, y a través de tu persiana semi baja, descubras mi ansiedad buscándote con anhelo. Río de mi pensamiento. El cansancio que vi en tus ojos me anuncia, más bien, tu figura esparcida en la cama y la duda de si habrás llegado a desvestirte toda o si te habrás alcanzado a vestir algo. En todo caso, estoy eximido de tanto cuidado y, cuando me siento al volante, busco tu ventana para besarte con un beso suave, melancólico y secreto.
Busco tu ventana. La busco y la encuentro. Y te encuentro a vos. Y siento que mi corazón golpea con furia. Con que finalmente estás desvelada, vida mía. Pienso en bajar, tocar el portero y, con alguna frase feliz, anunciarte que tu príncipe que nunca se fue ha vuelto.
Te miro y parada contra la persiana, se dibuja tu cuerpo como una promesa de miel. Abrís las piernas, estirás los brazos y los apoyás contra la ventana. Noto que inclinás la cabeza hacia atrás, tu pelo cae suelto, provocador, casi obsceno. Me pregunto qué estarás haciendo. La ausencia de sombras o pliegues denuncia que estás desnuda.
Tu cabeza que mira hacia la calle es una sombra, ahora, de la que parece desprenderse otra sombra. Otra cabeza que se apoya en tu hombro y deposita algo en tu oreja. Un susurro, una mordida. Ahora, el perfil de las sombras muta. Van girando hasta que dos figuras enfrentadas quedan perfectamente delineadas entre las ranuras malditas de la persiana. Veo, casi perfectamente, tu perfil desnudo. Tu perfecto perfil desnudo que ahora se agacha, se agacha, se arrodilla y se pierde, casi totalmente, en la otra sombra.
Pongo en marcha el auto y noto que el Campari que tomé a las once de la noche me ha producido un mareo feroz. Tengo náuseas, me transpiran las manos, me arde el estómago. Paso frente al estúpido restaurante, me parece lúgubre y berreta. Espero que la velita de mierda encienda al mantel y se produzca un fuego que haga que la ciudad entera se convierta en una copia aumentada de Sodoma. Una Pompeya inundada con el agua ardiente de ese puto basurero al que llaman río.
Odio tu perfume y mi saco que le da cobijo. Y al diario, y al mundo y a las inmundas facturas de grasa. Y fundamentalmente odio estas horas carentes de gracia, improductivas, mentirosas, llenas de personajes marginales y mentiras centrales, donde todos los gatos son pardos y nada, absolutamente nada es lo que debería ser.