Acción estética sobre las emociones
Por Patricia Rizzo
Sobre ritos y ceremonias: concientizar, cooperar, compartir y aprender con la práctica artística.
Ana Gallardo (Rosario, 1958) se ha definido repetidamente como pintora. De allí procede y esa es su formación, pero en su obra paulatinamente fue insertando objetos que encontraba a su alrededor y llegó así, naturalmente, a la instalación. Luego, gran parte de su práctica artística se extendió hacia la performance, y actualmente es una de sus más importantes herramientas de trabajo. Desde hace tiempo, ha participado en distintos eventos y proyectos internacionales, los más resonantes y recientes: Apropiación de uso, una instalación urbana sobre el río Sena, en la ciudad de París; y su comentada intervención en la 56a Bienal de Venecia, que fue elegida por el curador Okwui Enwezor (Nigeria, 1963) para ser parte de las que integran la muestra internacional central, titulada All the World´s Futures (Todos los futuros del mundo), actualmente en exhibición, y prevista para continuar hasta mediados de noviembre.
Uno de los ejes centrales de su obra es la inteligencia emocional; le interesan la inteligencia intuitiva, las emociones y sus catarsis. Sus trabajos producen pensamiento desde la indagación en la vida cotidiana: el amor, el transcurrir del tiempo, la vejez y su deterioro, los ritos y sus ceremonias, lo que generan las memorias guardadas.
No está de más recordar sus primeros trabajos, en los que el eje temático fue la memoria, en aquel tiempo, sobre todo autobiográfica. Desde aquellos hubo una continuación estilística y temática, que luego se convertiría en uno de sus sellos propios. Posteriormente hubo una obra que todavía se recuerda porque fue pionera en esa modalidad, que después trabajaron muchos de sus colegas locales. Se llamó Patrimonio y refería tanto a lo propio, como a la memoria del amor en los otros. Era una instalación en la que había sujetado a la pared con cinta de pintor numerosos objetos; una gran acumulación de cosas amontonadas, encimadas unas a otras, pertenencias cotidianas y comunes a todos: libros, discos, ropa. Pero representaban a distintas parejas, pertenencias de amores felices y contrariados ‒todos sabemos que a veces se trata de lo mismo‒. Del interior de ese gran bulto salía su voz, a través de un parlante. Ana cantaba un bolero de una compositora mexicana, una elección sin componentes casuales, porque la artista vivió largo tiempo allí. Este refería a una mujer que había tomado una decisión que sólo comprenden los que han tenido un amor desesperado. Su hombre la había abandonado, y ella había decidido conservar aquellas cosas que él había dejado, simplemente porque era lo único que le quedaba: la memoria depositada en esas cosas, la de un amor que había terminado unilateralmente, pero que ella conservaría contenido en las cosas que habían utilizado juntos, devenidas en doloroso fetiche. La instalación presentaba también numerosos dibujos de la artista que repetían esos objetos, copiados reiteradamente, en una reflexión sobre la obsesión y la necesidad de poseer lo que la memoria contiene. Como ha dicho en referencia a ese trabajo, «la situación se convirtió en violenta y absurda, y sobre todo solitaria».
Pero el modus operandi de aquellas producciones tendría continuidad en sus obras posteriores, sus acciones performáticas se sucederían. En ellas, una de las cosas más importantes es el proceso previo, la investigación, y luego, toda la preparación hasta que efectivamente se exhiben y presentan. Se trata de proyectos afectivos, siempre existe el componente cooperativo, el trabajar con otros, señalizarlos, incluirlos, mostrarlos. De la unión con otros valora lo que surge, la urgencia, la inmediatez, y de ello la utilización de las herramientas plásticas, los recursos para hacer arte. Elije un sistema, un proceso, que luego se traduce en acciones estéticas. Son recurrentes las alusiones a la intimidad, las reflexiones sobre las problemáticas inherentes a la vejez, los deseos, y también las frustraciones. Luego trabaja sobre sí misma, y sobre lo que surge en ella a partir de la interacción con los otros, sus diversidades y particularidades.
Algunas de sus obras son: La hiedra, Casa Rodante, El pedimento, Un lugar para vivir cuando seamos viejos. Se trata de espacios de plegarias atendidas y desatendidas, porque sus proyectos incluyen la posibilidad de hacer catarsis, de verse en el espejo del otro, y apelan a la empatía transgeneracional. Una presentación más reciente, Acciones primarias, integra un cuerpo de 4 piezas que Gallardo realizó en principio en Brasil y que pudo verse en la feria de arte contemporáneo local, ArteBA. Involucra baile y karaoke, y a una encantadora y añosa japonesa, la Sra. Mariko Sakata, en un intento genuino ‒que se percibe también inocente‒ de preservación de los usos y costumbres de sus orígenes.
Es muy importante señalar el corrimiento consciente, la separación que ha hecho de la idea del arte como mercancía intercambiable. No es que sus obras no puedan venderse, todo lo contrario, es una artista requerida. Y en tanto su visualización se ha vuelto fuerte, el mercado ha tomado buena nota de ello. Pero me refiero a su elección personal, al énfasis que ha puesto en generar un pensamiento a través de sus acciones poéticas. Al revés de aquellos que ponen el acento en el producto-objeto, su producción se configura y se ofrece de manera principalmente situacional, opera sobre la energía que se genera en el momento de la acción, y obliga a los espectadores a migrar hacia un espacio en donde los sentidos se cruzan con las experiencias propias y atraviesan el inconsciente.
Asimismo, en tanto la performance se opone a la pintura o la escultura ‒ya que no es el objeto, sino el sujeto el elemento constitutivo de la obra artística‒, Ana Gallardo encuentra en ese marco su posibilidad de expansión. Los ajenos terminan siendo también problemática propia y, en sintonía, son contemporáneos a las reflexiones actuales del campo artístico. El espejo es conocido y reconocido. La fragilidad de la existencia y la necesidad de los vínculos, las nuevas formas de relación, el intercambio, son comunes a todos. Frente a las obras, las pulsiones racionales ‒y las que no lo son tanto‒, se hacen presentes en la simple contemplación, en tanto las memorias y los recuerdos operan en nuestras decisiones y en nuestro transcurrir.