Todo bajo control
Por Luis Pescara
A partir del retorno de la democracia en 1983, una tendencia frecuente de la crítica al hablar de cine argentino es medir el grado de «argentinidad» de las películas. Desde La historia oficial hasta Nueve reinas, muchos films populares fueron sometidos a un test que evalúa en qué medida representan al ser nacional. Relatos salvajes no escapó a esta manía y luego de su estreno mucho se escribió sobre su validez como retrato del estado actual del país. Durante la conferencia de prensa ofrecida en Cannes, Damián Szifrón debió explicar que las historias que desarrolló eran universales y que no buscaban retratar un contexto concreto.
Relatos salvajes es lo que suele denominarse un «ataque a los sentidos»: un artefacto meticulosamente planeado para apabullar al espectador y sorprender a los críticos. Su elenco irreprochable, virtuosismo técnico y soundtrack poderoso la transforman en una de las experiencias más intensas del cine reciente, aun con sus fallas. Por otro lado, muchos se centran en el aspecto ideológico del film: en su afán de retratar ciertos arquetipos discursivos, busca quedar bien con Dios y con el Diablo. Hasta su nombre no parece casual, ya que «relato» es un término utilizado para reafirmar cierto imaginario en la actual coyuntura; mientras que la referencia al «salvajismo» parece actualizar la vieja polémica entre civilización y barbarie, que tanto desveló a los intelectuales del siglo XIX.
Como muchos cineastas de su generación –Caetano, Martel, Trapero, Llinás, Burman–, Szifrón buscó diferenciarse de cierta tradición del cine nacional, estancada en los discursos retóricos y la desprolijidad técnica. El llamado Nuevo Cine Argentino apostó a una estética minimalista y a una predilección por los personajes marginales. Sin embargo, en tempranas entrevistas, el realizador dejó en claro sus gustos particulares e influencias: la literatura clásica de aventuras, las series de televisión y el cine industrial de los años ‘70 y ‘80. El fondo del mar, su desigual primer largometraje del año 2003 protagonizado por Daniel Hendler, buscaba diferenciarse de sus colegas introduciendo elementos de suspenso y comedia absurda.
Emitida durante los años 2002 y 2003, cuando el recuerdo de la mayor crisis de la historia argentina aún estaba fresco, Los simuladores supuso un paso adelante para las series locales. Alejándose del habitual costumbrismo, el programa apostó a una realización cercana al cine de género, mezclando con éxito suspenso, acción y humor. Los protagonistas de la serie llevaban a cabo elaborados planes de engaño para ayudar a personas comunes que enfrentaban algún problema, generalmente relacionado con conductas abusivas por parte de alguien poderoso o autoritario.
El segundo film del director ahondó en las ideas estéticas exhibidas en televisión, ahora apropiándose de la tradición de las buddy movies, es decir, aquellas películas en las que una pareja dispareja se ve forzada a resolver un conflicto en forma conjunta superando sus diferencias. Tiempo de valientes, estrenada en el año 2005, demostró que se puede hacer un cine de espectáculo con un guión sólido y personajes carismáticos ‒fundamentales Luis Luque y Diego Peretti para esto último‒. El film jugaba con una sospecha enraizada en el ciudadano medio: oscuras conspiraciones se orquestan desde los servicios de inteligencia a espaldas de la gente. Esta línea paranoica –tantas veces explotada por Hollywood– no opacaba el carácter de entretenimiento burbujeante de la historia.
Casi una década después llegó Relatos salvajes, un film ambicioso que desde su concepción contó con el apoyo de la productora de Pedro Almodóvar, Telefé y el INCAA. Aquí Szifrón volvió a mostrar su manejo de la tensión y los toques de humor negro en medio de situaciones dramáticas. A diferencia de su obra precedente, hay una idea ‒no necesariamente un «mensaje», palabra peligrosa como pocas‒ agrupando a las seis historias del film. Con el tagline publicitario advirtiendo que «todos podemos perder el control», cada segmento muestra a los personajes enfrentándose a situaciones extremas que los empujan a tomar decisiones que implican dilemas éticos. Inteligentemente, el director y guionista situó las historias en diferentes contextos sociales y geográficos, dejando en claro que las explosiones emocionales pueden producirse en cualquier entorno.
Todo indica que el futuro de Damián Szifrón está en Hollywood. El mismo estilo mainstream que lo dejó sin el Oscar a mejor película extranjera ‒la Academia prefiere el compromiso político y las estéticas minimalistas a la hora de premiar el cine de otros países‒ lo favorece.