El oscuro reino del deseo
Por Francisco Giarcovich
«El que niega su propia vanidad suele poseerla en forma tan brutal, que debe cerrar los ojos si no quiere despreciarse a sí mismo»
El Anticristo, Nietzsche
«Los robles pueden crecer cientos de años. Solo necesitan producir un árbol cada cien años para propagarse… Las bellotas golpean el techo, siguen cayendo y cayendo. Y muriendo y muriendo. Y entendí que todo lo que solía ser hermoso acerca del Edén, tal vez era repugnante. Ahora puedo oír lo que no pude oír antes… el grito de todas las cosas al morirse…»
Protagonista femenino innominado, Anticristo (2009), Lars von Trier
Lars von Trier nos sugiere una instancia para construir un punto de vista en este mundo donde el más fuerte parece sobrevivir sobre el más débil, con esa certidumbre acerca de la existencia de cierta maldad inmanente al género humano, a veces no tan profundamente escondida en cada uno de nosotros. Y esta instancia es pensar la vida como parte de un abismo que, a la vez, es parte de cada ser vivo. La propuesta es construir un sistema de pensamiento, no a partir de una perfección, sino de una falta.
A la hora de analizar la obra del cineasta Lars von Trier nos encontramos con un gran aparato discursivo que, sin intenciones de resaltar las conocidas «buenas y cristianas costumbres occidentales», está formado por nietzscheanas y controvertidas filosofías, por un férreo ateísmo y una fuerte dosis de teoría psicoanalítica. Cuando analizamos cómo compone sus personajes, vemos posturas y conflictos abordados también desde un fino tratamiento psicoanalítico. Las bases de los argumentos del cineasta marcan a sus personajes con esa causa velada de sus deseos, en cada caso, que funciona como la mismísima cruz que deben cargar. Tal vez, por eso mismo, este director sea considerado por muchos uno de los más grandes autores de cine, en su más nítida madurez artística.
Si nos fuera posible algo como la deconstrucción derrideana, y analizar a partir de acontecimientos fílmicos y acumulaciones metafóricas cómo está constituido el germen filosófico que compone la filmografía de Lars von Trier, nos encontraríamos seguramente con respuestas a preguntas del tipo «¿de qué hablamos cuando hablamos de cine de autor de alto calibre?» o «¿qué es lo que mantiene viva a una obra cinematográfica a través de los años y las décadas?». Y nos encontraríamos además, en sus últimos films ‒esa tríada de Anticristo (2009), Melancholia (2011) y Nymphomaniac (2013)‒, con la composición de un sistema integrado por Freud, Lacan, Foucault, citas e inspiraciones de la literatura, desde Las mil y una noches, pasando por el Decamerón, hasta Thomas Mann. Como también, una presencia muy marcada de Edgar Allan Poe que, con su oscuridad, se suma en los films de Lars a conceptos de Nietzsche y a reminiscencias de la Edad Media, y entonces deriva inequívocamente en un ritual para la invocación de ese lúgubre manto de opacidad que es, al fin, el Gótico.
Esta es también la clave por la que sus films sobreviven y sobrevivirán al paso del tiempo; este es su secreto y su legado: datos, información acumulada y orquestada que luego recogerán las lecturas críticas, las nuevas interpretaciones que, año a año, se suscitarán de generación en generación de críticos; esa carga conceptual que enriquece y hace más profundos los valores tratados, es lo que define al director danés. Y también ese abordaje de la comprensión del mundo, siempre como un acercamiento a la existencia de cierto orden velado acerca del universo, un saber que nunca entenderemos, un idioma divino lejano, como el brillo de una perfección que nunca jamás vamos a poder alcanzar.
Qué otra cosa podemos hacer, más que contemplar el modelo de pensamiento, el sistema que nos ofrece Lars von Trier. Mediante los argumentos siempre cargados de razones psicológicas ‒con personajes tan compuestos y conflictos que, en cada caso, se tratan de algo más que una simple búsqueda, se tratan de una lucha interna y mental‒, intenta transmitirnos un mundo, un pensamiento, que está en contra de casi todo lo socialmente aceptado, de lo políticamente correcto, una manera de negar esa oferta hedonista, esteticista y decadente a la que parecemos obligados, con el deber de desear ‒siempre‒, y perder, para luego encontrar falsas satisfacciones y desear más y más, siempre objetos equivocados. Porque acaso eso que nos será imposible obtener, ese deseo primitivo, ese objeto real, daría a siniestro; porque serían, acaso, los pechos de nuestra madre. Es cierto que Lars parece haber leído los seminarios de Lacan acerca del deseo y su interpretación porque sus personajes experimentan en cada largometraje esto mismo, esta lucha en el campo de la psiquis, un trabajo conceptual alrededor de la oscuridad paradójica de la causa del deseo. Lo que nos muestra es una razón cíclica entre el alivio que brinda la falta y la angustia por la idea del fin de esa falta.
Se erige así esta cultura de la oposición que nos plantea Lars, frente a todos y todo. En especial frente a la religión y frente a la cristiandad, que él representa como una iglesia occidental católico romana. Y, con el ícono del crucifijo, nos exige qué cosas no hacer: porque el mesías se sacrificó por toda la humanidad, nosotros debemos avergonzarnos de nuestros deseos y perversiones. La iglesia del sufrimiento, dice Lars: su ícono simboliza el sufrimiento, todo lo que esperan de su cofradía es culpa y autoflagelación.
En cualquier caso, en lugar de optar por algo tan banal como la lucha contra el pecado, le parece mejor y más natural luchar contra algo mucho más real, como es el dolor. Y a partir de este dolor, de esta falta, de esta Naturaleza humana, construir el mundo.