Peligro de Muerte
Por Rafael Gimenez
Fue en Praia Vermelha, Rio de Janeiro. Estaba yo leyendo bajo una palmera. ¿Qué leía? No me acuerdo. Leía y fumaba y tomaba una Antárctica cuando escucho una voz grave que me advierte que mi vida corría peligro. Levanto la vista y el sol me ciega al contornar una silueta oscura. Ese ente difuso y oportuno intentaba protegerme de un peligro que, sin saberlo yo, pendía sobre mí de manera pintorescamente literal.
Río de Janeiro es una ciudad hermosa y peligrosa en proporciones iguales. Uno nunca sabe cuándo ni desde dónde la cosa puede estallar, pero viví dos años allí y no tuve mayores problemas, pese a que no sería exagerado decir que en más de una oportunidad he tentado al destino. Pero quizás mi mayor imprudencia la cometí aquella tarde en Praia Vermelha cuando casi ingreso a una de las más bochornosas estadísticas que la humanidad ha registrado.
Situémonos. Praia Vermelha es una minúscula bahía de arena de color naranja oscuro que mira al este en el extremo de una península que divide la Bahía de Botafogo de las playas de Leme y Copacabana. La playa se encuentra encajonada por tres morros: el morro da Babilônia, al sur, y los morros da Urca y el Pão de Açúcar, al norte. Se supone que uno no debe bañarse en esa playa porque está muy cerca de donde la bahía de Guanabara se une con el mar, y la bahía está inmundamente contaminada. De cualquier manera, sigo vivo.
Decía que estaba yo en Praia Vermelha y hacía calor, como siempre en Río. Era fin de semana y las playas de la Zona Sur, Copacabana, Ipanemna, Leme y Leblon, estaban sin duda repletas de turistas. Pero siempre estaba la opción de Praia Vermelha, más pequeña, más tranquila, pese a que, cruzando la plaza, siempre flanqueado por los morros da Babilônia, da Urca y do Pão de Alçucar, se alza la estación del teleférico más famoso de la ciudad.
Pese a su ubicación privilegiada, Praia Vermelha tiene menos gente. Hasta allí no se llega de metrô y los turistas que se acercan, que no son pocos, se agolpan a los pies del morro para hacer la fila para poder subir al Pan de Azúcar. Pero al otro lado de la simpática placita que separa la estación del teleférico, se abre esta playa chiquita de conmovedora belleza, enmarcada por paredes de piedra que forman pilares coronados por verde floresta. Todo exhalando maravillas, todo espectacular. Pero un peligro inminente acechaba desde arriba y yo no lo sabía, y mi ignorancia podría haberme costado muy caro.
Leía, repito, y fumaba y tomaba una típica cerveza carioca, estúpidamente gelada, a la sombra de una palmera cuando escucho aquella voz que perturba mi lectura, que perturba mi existencia, y me dice:
– Usted está en peligro de muerte.
Levanto la vista y el sol de frente me impide distinguir la silueta que se ha plantado frente a mí y de quien proviene, asumo, aquella voz de advertencia. No estaba seguro de haber entendido bien. No parecía un robo ni nada así. Más bien una genuina advertencia. ¿Pero cómo podría yo estar en peligro en ese momento? ¿Acaso la sombra de la palmera le pertenecía a otra persona? ¿Acaso el pedacito de pasto en el que yo estaba sentado estaba protegido por ley? ¿O acaso se debía al hecho de estar fumando? De cualquier modo, ¿mi vida estaba en riesgo? Decidí responder de manera despreocupada:
– ¿Ah, sí?
Fue entonces cuando la voz a contraluz suspira y me dice con aire triunfal lo que tenía para decir, el momento deseado, la razón por la cual toda esta escena tenía lugar en principio, el remate de un diálogo premeditado, la siempre determinante estadística que viene a justificar implacablemente una advertencia, en este caso, sobre mi propia vida en riesgo. El hombre dice, finalmente, con orgullo y autoridad:
– ¿Sabía usted que en el mundo mueren más personas al año por caídas de cocos en la cabeza que por ataques de tiburones?
Ahora sí. Miro hacia arriba, unos cuantos cocos penden sobre mí, amenazando con todo el poder de las estadísticas mi propia existencia. Le agradezco al hombre por su advertencia pero él no me escucha, se aleja ya, satisfecho por el deber cumplido. Ha salvado otra vida este héroe anónimo de Praia Vermelha, este bañista conocedor de estadísticas.
Al parecer es cierto. Se estima en el mundo mueren anualmente unas 150 personas por caídas de cocos en la cabeza. Y este número es 5 veces mayor al de víctimas fatales por ataques de tiburones. Mi salvador de Praia Vermelha está bien informado.
Me levanto y busco la sombra de un árbol que no produzca cocos. Ya nunca pondré en riesgo mi vida de manera tan absurda. Qué cerca he estado de una muerte ridícula. Busco con la mirada al hombre de la advertencia, ya no lo veo. De hecho, no podría reconocerlo. Todo fue muy rápido y a contraluz. Pero no importa ya. Elevo la vista y veo losbondinhos que suben y bajan el Pan de Azucar deslizándose por gruesos cables de acero. Vuelvo a la lectura. Estoy a salvo.