Recuerdos de Bonzolândia
Por Rafael Giménez
Hay artistas que son en sí mismos una obra viviente. Getúlio Damado es uno de esos. Lleva décadas transformando basura en arte y su propia vida es una oda a Rio de Janeiro. Su atelier es un punto obligado en cualquier paseo por el barrio de Santa Teresa y en diálogo con El Gran Otro nos cuenta con acento carioca cómo se vive la vida en Bonzolândia.
Antes de adentrarnos en la vida y obra de Getúlio creemos conveniente brindar una pequeña introducción al barrio carioca de Santa Teresa, ya que ambos están tan relacionados que resulta imposible hablar de uno sin nombrar al otro. Comencemos:
Santa Teresa
El barrio de Santa Teresa está emplazado en una colina que se eleva sobre el centro de Rio de Janeiro. Se trata, como todo allí, de un lugar de fuertes contrastes. Las mansiones de los siglos XVIII y XIX conviven con favelas y edificios precarios, el lujo con la carencia, la gentificación con la inseguridad, la selva con la ciudad.
Fue el primer barrio en el que viví cuando llegué a Rio. Trabajaba y vivía en un hotel ecológico que estaba plagado de muñequitos hechos con pedazos de cosas rotas: de maderitas eran las patas y los brazos, un pedazo de botella era la ropa, dos tapitas eran los ojos, una tira de plástico la boca y un retazo de goma el sombrero. Los muñequitos estaban, literalmente, por todas partes: en los baños, en la cocina, en el patio, en las escaleras. Eran una presencia constante y todos indicaban una procedencia: Bonzolândia.
«Es el atelier de Getúlio, un artista de acá del barrio, ya lo vas a conocer», me dijeron.
Apodado el Montmartre carioca, Santa Teresa es hoy el barrio más artístico y bohemio de la ciudad. Alberga numerosos ateliers y por su calles circula el último tranvía de Brasil, el famoso bondinho amarillo que cruza por encima de los Arcos da Lapa, un acueducto del siglo XVIII. Este tranvía es uno de los dos símbolos distintivos del barrio. Ya veremos cuál es el segundo.
Las mototaxis suben y bajan desde Glória y desde Lapa mientras los turistas sacan fotos a los monitos que caminan por los cables de luz. Incontables historias se entrecruzan en este morro.
Ahí abajo, por ejemplo, está la Escadaria de Selarón, esa famosa escalera revestida de azulejos de colores, y al lado está el Convento de Santa Teresa, que le da nombre al barrio. Cuenta la leyenda que un viernes, en pleno carnaval, una monja se escapó para vivir la fiesta popular, pero que volvió, arrepentida y satisfecha a la vez, el martes siguiente.
Morro arriba, donde Santa Teresa se confunde con otros barrios en la espesura de la selva, el panorama se pone menos turístico, más heavy.
En la época colonial, cuando Rio de Janeiro era el mayor puerto esclavista del mundo, los negros que lograban fugarse seguían senderos secretos a través de la Floresta da Tijuca rumbo a los quilombos. Muchos de esos caminos comenzaban en las laderas de lo que hoy es Santa Teresa.
Todo esto y más cabe señalar sobre este rinconcito del mundo tan particular. Y entre turistas, monitos y bondinhos, en el centro de esta vorágine, está Chamego Bonzolândia, el atelier de Getúlio Damado. Este artista constituye en sí mismo el segundo símbolo distintivo del barrio de Santa Teresa.
Su biografía es una historia de derrotas y victorias, de tenacidad y arte. Y así como sus muñecos cobran vida desde el descarte, desde todo aquello que puede y espera ser reciclado, Getúlio también ha sido capaz de reinventarse, de levantarse entre las ruinas y reconstruirse como padre, como vecino y como artista.
De Esperas Felices y Pedacitos de Cielo
Getúlio Damado nació en 1955 en la pequeña ciudad de Espera Feliz, en Minas Gerais. A sus 15 años, en 1970, se mudó a Rio de Janeiro y ahí se quedó. Sirvió en el ejército, trabajó en un mercadito abierto en la calle y eventualmente consiguió empleo en una red de supermercados. Allí encontró cierta estabilidad, pero cuando la cadena fue vendida, Getúlio invirtió sus ahorros para convertirse en socio. La jugada no salió bien y de repente se vio sin trabajo, sin dinero y con hijos que alimentar. Fueron tiempos difíciles.
Fue entonces cuando decidió invertir lo que tenía en la construcción de un kiosco de golosinas y revistas en el barrio de Santa Teresa. El kiosco tenía forma de bondinho y se convirtió de inmediato en un punto de encuentro. Allí, en sus tiempos libres, empezó a crear personajes con pedazos de basura. Fue el comienzo de su carrera artística.
Getúlio comenzó a llamar al fragmento de vereda donde montó su kiosco-tranvía con el nombre de Cantinho de Céu, es decir: Pedacito de Cielo. Le preguntamos cómo fue ese proceso y nos cuenta:
«Fue la necesidad, la separación de la familia. Mi mujer se fue y ahí tuve que sustentar yo solo a mis hijos. Fue un momento muy difícil para mí, pero al arte me acogió. Me sigue acogiendo hasta hoy».
El tranvía de madera de Getúlio no tiene puertas ni cerraduras. Algunos turistas se acercan con timidez al bondinho amarillo donde el artista, rodeado de amigos, conversa y crea. No se parece a ningún otro atelier. Otros viajeros, en cambio, se sienten atraídos por los colores y por la alegría que emana de ese Cantinho de Céu.
Quien visita Santa Teresa no puede no sentirse atraído por el atelier de Getúlio. Es un punto obligado en cualquier paseo turístico e incluso aparece en las guías internacionales. Fue el protagonista de reportajes en la TV nacional y sus obras ya fueron expuestas en distintos museos de Rio de Janeiro y São Paulo.
“Las exposiciones son muy importantes porque ayudan al atista, facilitan la comunicación con el público y brindan una estructura muy interesante”.
De todos modos, Getúlio no se deja impresionar por galerías y museos. Se siente cómodo en la vereda, en su Cantinho de Céu. Y añade:
«A mí me gusta hacer mis obras con libertad, yo no acepto exclusividades ni para museos ni empresas ni nada». Y tiene razón.
Getúlio tuvo la oportunidad de recorrer Europa con sus obras y sueña con nuevos viajes. De todos modos, pese a su fama, su situación financiera no le permite grandes planes. La pandemia y la consecuente caída del turismo en Santa Teresa no ayudan.
«El arte es mi vida y es mi trabajo, porque vivo de esto. Fue así que crié a mis hijos. Lo hago con amor».
El amor es un aspecto clave en la vida y la obra de Getúlio Damado: amor por sus hijos, por su arte y por su barrio. Getúlio forma parte de la asociación de vecinos y también de la agrupación que aglomera a los artistas visuales de Santa Teresa.
«Yo planté una semilla y creció fuerte. Tengo muchos amigos y gracias a Dios no tengo nada de qué quejarme. Siento que el barrio es muy cariñoso conmigo. En junio cumplo 35 años trabajando sin parar en Santa Teresa, pese a que estoy acá desde 1970, con sol y con lluvia».
Getúlio no se lleva muy bien con la tecnología. Por eso este diálogo ha sido posible gracias a la mediación de Victor, su hijo, futuro continuador del atelier de su padre.
Las obras de Getúlio suelen estar acompañadas de poemas o frases de amor. Tiene clientes habituales que seleccionan descartes para sus obras, pero hay una que no está a la venta, su opera prima: el bondinho de madera, su kiosco-tranvía-atelier.
Este cronista espera que algún día ese Pedacito de Cielo sea considerado patrimonio cultural de Rio de Janeiro. Inversión en cultura es lo que falta y a Getúlio no le vendrían mal unos Reales extra.
«Yo tengo mucho cariño por el barrio. Es aquí donde comenzó mi historia con el arte y no tengo ninguna intención de mudarme. De acá sólo me muevo al piso de arriba».
Como dice aquel samba
Este cronista le pregunta si alguna vez regresó a Espera Feliz y si allá sus familiares saben que él es un artista famoso. Dice que la mayoría sabe, sí, pero que otros viven muy en el interior y que tanto vale para ellos que él sea escultor, piloto o maratonista. Pero a través de la TV se enteraron. A Getúlio le gustaría algún día volver allá de visita y organizar una gran cena familiar, pero por el momento esos planes quedan para tiempos mejores.
El equilibrio en Rio de Janeiro siempre está pendiendo de un hilo. Si llueve mucho la ciudad se inunda, pero si llueve poco se queda sin agua. El turismo es clave en la economía urbana. Esta actividad, no obstante, ya venía en descenso, pero con la llegada del Covid-19 la situación empeoró. Mucha gente vive de la informalidad, de lo que puede vender en la calle. Sin turismo y con la actividad comercial parada, los cariocas se aferran a la esperanza. Como dice Martinho da Vila en aquel samba: «La vida va a mejorar».
El samba viene al rescate para ayudarnos a entender esta fe en el futuro que tanto caracteriza a este pueblo. La cosa está difícil, pero todo va a estar bien:
«Mientas alcance para comer, yo soy feliz haciendo lo que hago».
Le pregunto si tiene algún consejo para darle a todos aquellos artistas que tienen miedo de lanzarse a hacer lo suyo. Me dice que, primero, te tiene que gustar lo que hacés. Y que después hay que tener esperanza y coraje.
«En la vida hay que hacer las cosas con amor. El dinero siempre viene, porque es la recompensa divina. Yo dinero no tengo, pero tengo el orgullo de ser un artista reconocido. Tengo muchas amistades y una semilla bien plantada. Ya vendrán los tiempos de recoger los frutos».
A la distancia y cerrando los ojos casi puedo sentir ese aroma de selva húmeda que impregna el barrio. Recuerdo el calor y las Havaianas destrozándose contra el empedrado, cuesta arriba. Y me acuerdo de Getúlio en su atelier, desde donde ahora, por teléfono, mientras esperamos tiempos mejores, me regala la siguiente frase:
«Para mí el arte es igual que el samba, agoniza pero no muere».