Rosita Campuzano: la “Protectora” de San Martín
Por Omar López Mato
Pasó a la historia bajo el nombre de «La Protectora» por la relación que la unió a San Martín mientras gobernaba Perú. Después de la renuncia del General poco se supo de la vida de esta activista de la causa patriótica.
Rosita Campuzano Cornejo había nacido en abril de 1796. Era la hija ilegítima de Francisco Herrera Campuzano y Gutiérrez con Felipa Cornejo. Su padre, un rico productor de cacao, se preocupó en brindarle una buena educación, que le aparejó algún problema con la inquisición de Lima, ya que Rosita fue acusada de leer libros prohibidos, en una época donde la mayor parte de las mujeres no sabían leer. En su lecho de muerte, Campuzano la reconoció y le dio su apellido.
Rosita llegó a Lima a los 21 años como amante de un acaudalado comerciante español. Pronto se destacó en la sociedad limeña por su belleza y su cultura, dispuesta a luchar por la independencia americana. Fue amante del general realista Domingo Tristán, ancestro del pintor Paul Gaugin. Mediante confidencias de alcoba proveía a los patriotas informes sobre los movimientos de tropas que Tristán acordaba con el virrey de la Serna.
En su tertulia de la mansión en la calle San Marcelo, Rosita conoció a Manuela Sáenz, quien sería la amante del otro Libertador. Ambas trabaron amistad y se convirtieron en audaces espías que recorrían plazas y mercados repartiendo propaganda libertaria. Se dice que Rosita influenció sobre el coronel Heres para que junto a su batallón, el célebre Numancia, se pasase a las tropas criollas, infligiendo un fuerte golpe a la moral española.
Por estas actividades clandestinas fue denunciada ante el Santo Oficio de Lima pero, gracias a sus influyentes amistades pronto fue liberada.
La relación con el Libertador comenzó siendo epistolar, ya que le escribía relatando datos que podía averiguar a través de sus amantes y los rumores que corrían de boca en boca por la sociedad limeña. Se vieron por primera vez el 28 de julio de 1821, en el baile ofrecido al Libertador en el Ayuntamiento para celebrar la independencia del Perú. La notable belleza de esta joven de mirada profunda llamó la atención de San Martín, quien debe haberse sorprendido gratamente de conocer a quién le rebelaba tantos secretos. Al día siguiente, se volvieron en el baile ofrecido en el Palacio de los Virreyes. Ella tenía 25 años y el 43. La relación evolucionó a punto tal que ella se mudó a la quinta de la Magdalena -hoy Museo de Arqueología- donde vivía el Protector del Perú, título que había sido dado a San Martín para mantener un balance entre republicanos y monárquicos. Aunque el Libertador evitase ser la comidilla de los rumores de Lima por esta aventura, Rosita pasó a ser conocida como «la Protectora».
Cuando San Martín la incluyó entre las 112 damas peruanas a las que condecora con la Orden del Sol -incluida Manuela Sáenz-, la pacata sociedad limeña que había sido testigo de la convivencia de Rosita con el general Tristán, se escandalizó y consideró esta distinción como una afrenta. Para San Martín, este era solo un problema menor en la compleja trama política que se tejía dentro de la intrigante sociedad peruana, que incluía sublevaciones, traiciones y hasta insistentes rumores de un atentado contra su persona.
El 14 de julio de 1822 San Martín viajó a Guayaquil para reunirse con Bolívar. A pesar de la predisposición del prócer para concordar esfuerzos conjuntos en la lucha contra España, la actitud arrogante de Bolívar lo empujó a alejarse del Perú para facilitar la continuidad de la campaña contra la corona española, y el 20 de septiembre San Martín emprendió el regreso a Chile sin despedirse de Rosita.
Dos años más tarde ella conoció al alemán Juan Weniger, con quien tuvo un hijo bautizado Alejandro a quien no pudo criar porque al separarse de Weniger, el niño partió con su padre.
Las revanchas son para las personas con paciencia, y la sociedad limeña anuló la Orden del Sol que San Martín le había concedido y solo reconoció una pensión por los servicios realizados durante la guerra contra España. Este dinero apenas pudo paliar la indigencia a la que Rosita había sido reducida.
Misma suerte había corrido su amiga Manuela Saénz. En el puerto de Paita vivía de vender tabaco y oficiar de traductora para los marinos americanos e ingleses que surcaban esos mares. Rosita murió en 1851, apenas meses después que su amante. Fue sepultada en la iglesia de San Juan Bautista de Lima y no se conserva ninguna carta que el Protector le haya enviado durante su prolongado exilio.