Golpe, saliva y madera: el lenguaje fallido del trauma
Por Julieta Strasberg
Crítica teatral de Muerde, de Francisco Lumerman
Por Julieta Strasberg
“Donde no hay palabra, hay síntoma. Donde no hay ley, hay grito.”
(Aforismo posible para pensar esta obra de teatro)
Un cuerpo sin consuelo
Luciano Cáceres no interpreta a René: lo porta, lo deja pasar, lo deja hablar; es un huésped que le arde por dentro. Muerde, escrita y dirigida por Francisco Lumerman, es mucho más que un unipersonal: es un espacio psíquico, una escena estructurada como trauma, un teatro del síntoma.
René aparece ya manchado de sangre, sentado ante una mesa de carpintero, sobre un cajón de madera —¿banco de trabajo?, ¿ataúd?, ¿altar?—. Desde el primer segundo, no hay ficción: hay cuerpo. No hay relato: hay restos. Golpea, aúlla, gime, martilla. El lenguaje no organiza: se astilla, se desarma, se resbala. Cada palabra es una tentativa fallida de recuerdo. Cada pausa, una irrupción de lo real.
René no sabe cuánto tiempo ha pasado. No hay relojes en su infancia. Solo golpes, ladridos, ruidos secos, miradas que no llegaron. Aprendió a recordar con pedazos. La madera, los perros, los vecinos. Su historia es una serie de esquirlas que no logran construir totalidad. Como todo trauma, se repite sin elaborarse.
El síntoma hecho escena
Luciano Cáceres no actúa: se sacrifica. Su cuerpo se vuelve resto. Hay saliva, sudor, mocos, sangre. No como efectos, sino como residuos reales de lo que no pudo tramitarse por la palabra. Es un cuerpo tomado por la pulsión, un cuerpo que actúa desde el límite.
Como decía Lacan, el síntoma es lo que habla cuando el sujeto ya no puede sostener su yo. René no habla: emite. Su voz se quiebra, su respiración se corta, su presencia en escena oscila entre el niño y el hombre, entre la víctima y el monstruo, entre el hijo y el perro.
Y como en los textos de Sarah Kane o los tramos más desgarrados de Dostoievski, no hay redención posible. La dramaturgia no busca sentido ni clímax. Solo deja filtrar la herida.
Una infancia sin ley
Freud nos enseñó que el trauma no es solo lo que ocurre, sino lo que no puede ser simbolizado. René no tuvo ley, ni palabras que dieran marco. La ley no cayó, diría Lacan. El corte nunca se produjo. Lo que hay es una infancia sin Otro, donde el cuerpo fue deseo de otros, pero sin inscripción subjetiva.
En este unipersonal feroz, Muerde pone en escena lo que el sujeto intenta decirle —sin palabras— al Otro que no responde. Y es justamente en ese punto donde la obra dialoga con el nombre de esta revista: El Gran Otro no es solo el lenguaje, la ley o el deseo del Otro. Es también el silencio que nos forma, la mirada que no llega, la ausencia estructural que el teatro, a veces, logra encarnar.
Abandonado en un taller que fabrica ataúdes, René es devorado por una escena fantasmática repetida al infinito. El padre está —y no está—. Se nombra, se invoca, pero no responde. Ese diálogo imaginado en el aniversario de su muerte es el momento más punzante: una ley que nunca amparó, una voz que nunca fundó.
René se convirtió en lo que Butler llamaría un cuerpo “no digno de duelo”. No fue sujeto. Fue resto. Reacción. Objeto deseado y expulsado. Su mordida es lo que queda cuando no se puede decir.
El espacio del inconsciente
La dirección de Lumerman crea un entorno que funciona como extensión psíquica del personaje. La escenografía de Agustín Garbellotto no decora: habla. La madera, las herramientas, la penumbra. La iluminación de Ricardo Sica elige lo justo: zonas de sombra donde la angustia se extiende. Y el diseño sonoro de Agustín Lumerman no ilustra: acompaña desde el vacío, como un eco que no cesa, como un perro que siempre está pero nunca se ve.
René está solo, pero habitado. Por voces, recuerdos, padre, Grandote, mujeres, vecinos, perros, la madre, Rosa, Saco de Palabras. El actor no los representa: los convoca. No necesita cambiar de lugar. Su cuerpo es escena.
Morder cuando ya no se puede hablar
“Morder” no es solo título: es verbo, es síntoma, es lenguaje. Freud decía que el síntoma es una satisfacción sustitutiva. René no elabora: reacciona. La mordida es su forma de habitar el mundo cuando el mundo no lo alojó. Es acto cuando el lenguaje se volvió amenaza. Es grito cuando ya no queda lengua.
Y es aquí donde Muerde se vuelve algo más que teatro: se vuelve clínica, se vuelve espejo, se vuelve resistencia. No hay consuelo. No hay cierre. No hay moral.
Solo una pregunta: ¿Qué parte de nosotros también muerde cuando ya no puede hablar?
Muerde, de Francisco Lumerman, lleva al escenario el grito de un sujeto que quedó fuera del lenguaje, fuera de la ley, fuera del Otro. En esa intersección entre trauma, exclusión y palabra fallida, la obra se vuelve espejo incómodo del nombre de esta revista: El Gran Otro, ese lugar simbólico desde el que se nos nombra, se nos mira… o se nos olvida.
Muerde, escrita y dirigida por Francisco Lumerman
Timbre 4
México 3554 / Boedo 640
Jueves 20:30 hs
24/04/2025, 08/05/2025 y Del 22/05/2025 al 29/05/2025
Ficha completa: @muerde_
PH: Jony Paz / Eduardo Pinto