Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image
Menu +

Arriba

Top

Lo que la lengua no calla: cuando las palabras se vuelven fiebre

Por Julieta Strasberg

Lo que la lengua no calla: cuando las palabras se vuelven fiebre

 

Teoría del balbuceo: arqueología de una voz en soledad

“El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro.”
— Roland Barthes (Fragmentos de un discurso amoroso)

¿Y si hablar fuera un síntoma?

Un hombre se encierra durante 24 años para escribir su tesis. No sabemos si lo hace por vocación o por contagio. Lo cierto es que, desde el momento en que entra a escena, el cuerpo del actor se ofrece como superficie de inscripción, de tensión, de lenguaje viviente. Diego Carreño está solo, sí. Pero no está vacío. Su cuerpo habla antes que su voz, y ésta vibra con ese material que no puede decirse sin ser afectado.

El espacio que habita es también lenguaje, una cueva barroca de signos. Las paredes, empapeladas de obsesión: filas interminables de hojas escritas a máquina o a mano, sujetas con broches, superpuestas, desordenadas. Como si el pensamiento no cupiera en la cabeza y tuviera que colgarse en la intemperie. Hay una mesa inestable sostenida por libros, una cama que es un arcón de papeles, un teléfono antiguo que suena como un llamado desde lo simbólico, y una almohada hecha con libros, donde no se sueña: se repite.

En lo alto, iluminada como un dios pagano, la foto de su filósofo de cabecera custodia la escena como un tótem. Es su testigo, su juez y su justificación. Este filólogo obsesivo que ha decidido aislarse del mundo para escribir su tesis vive rodeado de papeles, libros viejos, grabadores, objetos analógicos y, sobre todo, de palabras que le brotan como espinas o virus.

 

 

En medio de esa estética del encierro, llegan los mensajes de la familia: voces en off que irrumpen con un tono mundano, cariñoso, casi ingenuo. Esa disrupción instala una herida sonora, nos recuerda de pronto que el lenguaje no solo se analiza: también se hereda, se recibe, se comparte, se maldice.

Desde el primer minuto, el personaje nos mete en su mundo: la casa en la cima de un cerro, la tesis eterna, las notas acumuladas, los grabadores con las voces de su familia, y una ansiedad filológica que bordea la locura. El texto está basado en los posteos humorísticos de Gabriel Wolf, y la dirección de Leandro Aita elige el minimalismo, permitiendo que el actor sea la máquina que danza los conceptos, entre la risa y la reflexión.

La risa como resistencia (o cómo el stand up se volvió tesis)

El público se ríe. Mucho. Ríe de la palabra, de la frase rebuscada, del trabalenguas inútil, de la digresión que no lleva a ningún lado. Y, sin embargo, cada risa parece también una advertencia: “ojo con lo que decís”. La obra tiene algo del formato stand up (a veces académico), pero llevado a un extremo intelectual y metalingüístico, algo así como una conferencia desquiciada, una clase magistral dictada en y desde la soledad más abismal. Hay paronomasias, paradojas, reflexiones sobre Saussure y Burroughs, guiños a los vicios del lenguaje y a la forma en que el habla puede deformar la realidad.

El trabajo dramatúrgico de Carreño, dirigido con precisión por Leandro Aita, construye un dispositivo donde la lógica se subvierte desde la lógica misma. Como en una parodia de Wittgenstein, el lenguaje no es la condición del mundo: es su ruina. Y, sin embargo, ahí seguimos, hablando.

La tesis que persigue busca demostrar que el lenguaje es un virus, una idea heredada de Burroughs, y el espectador asiste al proceso mental, obsesivo y casi alucinado de quien lleva a fondo esa hipótesis. La lengua no es sólo un instrumento, es un parásito que vive en nosotros.

La comicidad no es liviana; hace pensar y es filosófica. Está hecha de paronomasias, de paradojas, de dubitaciones. El lenguaje se desarma a sí mismo mientras lo usamos. Dice Barthes que “el lenguaje es una piel”. Aquí, esa piel se descascara frente a nuestros ojos.

 

 

 

Escenografía: papel, caos, memoria (el inconsciente hecho archivo)

Las paredes de la casa están cubiertas con hojas, dibujos, frases, retratos, palabras garabateadas, imágenes de escritores, apuntes inconclusos. El suelo está cubierto de papeles. Hay una cama deshecha, una mesa de madera, pilas de libros, una vieja máquina de escribir, una radio antigua. La luz azul genera un clima de encierro y frialdad; por momentos, el amarillo ilumina el foco de la mente y el rojo desata el caos. Todo parece indicar que estamos dentro de la mente del personaje.

El diseño de arte de Analía Cristina Morales y la iluminación de Víctor Chacón trabajan como una extensión de la subjetividad. Nada está dispuesto al azar: cada elemento escénico es un signo, un indicio del colapso o de la iluminación. Cada hoja pegada en la pared parece ser un intento de ordenar el mundo, de clasificar el delirio, de fijar en el exterior lo que ya no puede sostenerse dentro.

Desde el psicoanálisis podríamos pensar esta escenografía como una forma del síntoma. El sujeto que acumula papeles y palabras intenta detener el tiempo, atrapar el sentido, conjurar la angustia del vacío con una superproducción de signos. Freud ya había advertido sobre la repetición como formación del inconsciente. Y Lacan llevó más allá esa idea al proponer que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Aquí, ese lenguaje no se reprime: se imprime, se copia, se multiplica, se adhiere a las paredes como un grito que no encuentra cauce.

 

 

El protagonista no vive en una casa: vive en un archivo. Y ese archivo, como los del verdadero inconsciente, está desordenado, caótico, inasible, pero profundamente vital. Los objetos analógicos –grabadores, radios, hojas manuscritas– se vuelven amuletos contra lo efímero. Como si guardar fuera sinónimo de existir.

El diseño sonoro, a cargo de Marcelo Ceraolo, acompaña con inteligencia este entramado simbólico. Las voces en off de la familia llegan desde otra dimensión, como mensajes desde el “Otro” lacaniano: fragmentarios, insistentes, afectivos. También hay ruido de interferencia, ecos, zumbidos, como si el lenguaje estuviera descompuesto o contaminado, como si lo que se escucha siempre llegara un poco tarde o un poco mal.

La escena se escucha como si uno estuviera dentro de un cuerpo que piensa en voz alta. Y no sabe si recordar, olvidar, o simplemente archivar: “Se imprime”, como repetirá el personaje ante una idea desarrollada.

¿De cuánto cuerpo está hecha una tesis?

La tesis nunca se termina. Es el McGuffin de la obra, esa excusa dramática y argumental que empuja la obra, lo que se busca pero no importa encontrar. Lo que justifica el encierro, pero también lo enloquece. En esa grieta entre el pensamiento y la palabra, aparece el teatro: como espacio donde lo que no puede decirse se encarna.

Foucault decía que “el discurso no es simplemente lo que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que se lucha”. Aquí, se lucha por decir, aunque decir nos enferme. Y entonces Burroughs –el verdadero virus de esta obra– aparece como espectro: “El lenguaje es un virus del espacio exterior” (Burroughs, 1970). ¿Será?

En una entrega febril, lúcida y profundamente humana, Diego Carreño compone un personaje que se mueve en los pliegues de lo cómico y lo trágico, con una sensibilidad que desarma. Su voz —a ratos susurro, a ratos estallido— es una herramienta afilada; su cuerpo, un mapa donde conviven la torpeza del bufón y la precisión del mimo. Hay algo de clown melancólico, de sabio en ruinas, de Spinoza con pijama. Por momentos, nos asoma al vértigo de Spregelburd —de monólogos largos, hiperintelectuales, cargados de referencias y asociaciones inesperadas— y a la ternura absurda de Beckett —con personajes atrapados en situaciones sin salida, repitiendo rutinas, esperando lo que no llega, hablando para no callar—. Pero, sobre todo, construye un lenguaje escénico propio: vibrante, infeccioso, inestable. Una lengua viva que se pega a la piel y al pensamiento.

En breve: un personaje solo, obsesionado, desarrollando una tesis absurda y profunda a la vez, mientras intercala juegos lingüísticos, paradojas y delirios teóricos. Esa sensación de estar al borde de un colapso mental o de una epifanía cómica.

El lenguaje nos habita. Se desliza por la garganta, se esconde en el cuerpo. A veces creemos decir algo… pero es el virus el que habla por nosotros. Pero, por suerte, el teatro –ese otro virus– lo sostiene. Y nos contagia.

Domingos a las 20:30hs.

Teatro Picadilly

 Av. Corrientes 1524. CABA