El arte como territorio posible: museos argentinos y accesibilidad
Por Julieta Strasberg
«La sensibilidad es el lenguaje más silencioso de la justicia» — Jean-Luc Nancy
Un museo es, en principio, un archivo. Aunque también es un espacio vital, un cuerpo que respira. ¿Qué pulsa en sus salas? ¿A quién se le permite entrar en su piel? ¿A quién se deja afuera, sin nombre, sin mirada? Como todo cuerpo, el museo puede volverse abrazo o frontera.Y en los últimos años, los museos argentinos han comenzado a preguntarse —no sin dudas, no sin vértigo— qué significa realmente abrirse. ¿Cómo se abre un museo, más allá de sus puertas? ¿Qué quiere decir alojar al otro, no solo en el espacio físico, sino en el relato, en la experiencia, en el gesto?
La accesibilidad no es sólo una rampa —aunque toda rampa importe—. Es también una actitud, un lenguaje, una forma de estar disponibles. Es afecto convertido en arquitectura, escucha traducida en señalética, hospitalidad desplegada en múltiples formatos de encuentro. Una forma de mirar, de escuchar, de diseñar el espacio desde otras preguntas. ¿Quién cruza las puertas del arte? ¿Quién puede habitar una obra, rozarla con el cuerpo, dejarse atravesar por su lenguaje? ¿Quién escucha lo que no está dicho? ¿Quién tiene el tiempo, el acceso, la compañía, la clave para entrar? ¿Cómo hacemos para que el arte no se convierta en un privilegio elegante, sino en un gesto compartido, una posibilidad encarnada?
Donde nace el derecho a sentir: el arte como territorio común
La teórica Martha Nussbaum advierte que la justicia no es sólo ley ni norma: también es sensibilidad. “Necesitamos desarrollar las capacidades humanas para experimentar el mundo con todos los sentidos”, escribe. Y si eso es así, entonces la accesibilidad no es un complemento: es el corazón mismo del derecho a la cultura.
Ese derecho está consagrado en tratados internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (art. 15), que reconoce que toda persona tiene derecho a participar en la vida cultural. No a observarla desde lejos. No a visitarla como quien entra a un lugar ajeno. Sino a habitarla, a hacerla propia, a sentirse parte de su pulso.
El acceso a la cultura no es un lujo ni una concesión: es un derecho humano fundamental. Este derecho no es abstracto: se concreta en prácticas institucionales, en decisiones políticas y en gestos cotidianos. Garantizar la accesibilidad a los espacios culturales y públicos es una forma de construir ciudadanía plena.
Pensar la cultura desde los derechos humanos es asumir que no basta con abrir puertas: hay que preguntarse quién puede realmente atravesarlas. Porque toda exclusión simbólica —aunque no grite, aunque no se note— es también una forma de violencia. ¿Qué ocurre cuando los museos no están preparados para recibir a todos los cuerpos, todas las miradas, todas las formas de percibir? ¿Qué subjetividades quedan al margen de la experiencia estética? ¿Qué pasa cuando no hay traducción, ni rampa, ni audioguía, ni lengua de señas, ni silencio que contenga?
Construir accesibilidad es, en última instancia, ensanchar la democracia. Ampliar el nosotros para volver el arte un espacio donde nadie quede afuera de la emoción, del pensamiento, del encuentro.
La accesibilidad como derecho humano
Desde el derecho, hablar de inclusión no es sólo hablar de barreras visibles. Es comprometerse a crear condiciones reales de igualdad. No alcanza con permitir la entrada: hay que garantizar que la experiencia tenga sentido, que convoque, que abrace. En el caso de las personas con discapacidad, esto implica adaptar contenidos, multiplicar lenguajes, capacitar a los equipos y repensar —una y otra vez— los modos de comunicar. Es decir, habitar el arte desde la equidad y la sensibilidad.
En ese sentido, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires se ha convertido en un verdadero faro. Desde 2017, viene trabajando de manera sostenida para desarmar barreras físicas, comunicacionales y simbólicas. En 2023, fue distinguido con las “Directrices de Accesibilidad” del Sistema Argentino de Calidad Turística. Su equipo multidisciplinario diseñó protocolos de atención, impulsó la formación permanente del personal, revisó la señalética, incorporó tecnologías de apoyo y propuso una programación pensada para personas con discapacidad. Pero, sobre todo, creó un modo de estar que pone el vínculo en el centro. Un museo que se pregunta cómo alojar.
Otros museos también han dado pasos fundamentales. El Museo Nacional de Bellas Artes, por ejemplo, cuenta con audioguías específicas para personas ciegas o con baja visión, producidas en conjunto con la Fundación Nínawa Daher y Tiflonexos. Sus recorridos permiten escuchar la historia de obras clave del acervo, desde Rodin hasta Enio Iommi, en un gesto poético que devuelve al oído su lugar como órgano de la imagen.
El MUNTREF Centro de Arte y Naturaleza fue el primer museo argentino pensado para personas con discapacidad visual. Desde allí se han promovido exhibiciones que apelan a la tecnología, la textura, el sonido, el olfato. La mirada, entonces, se amplía. El museo ya no es solo lo que se ve, sino lo que se percibe.
También el BAM (Buenos Aires Museo), con su nueva identidad visual, se posiciona como un espacio dinámico, tecnológico, reflexivo e inclusivo. Abarca edificios patrimoniales como los Altos de Elorriaga y la Casa de los Querubines, y se propone explorar el pasado, habitar el presente e imaginar el futuro de la ciudad. Entre sus dispositivos más innovadores se encuentran los planos hápticos del Casco Histórico, diseñados con texturas, contrastes visuales, braille y referencias aumentativas, que permiten a las personas ciegas o con baja visión recorrer puntos icónicos como la Casa Rosada, la Catedral o el Café Tortoni.
Estos dispositivos se expanden más allá del museo: una maqueta 3D de la Plaza de Mayo, ubicada en el Museo de la Casa Rosada, y un plano háptico emplazado en la Colección Amalita en Puerto Madero, permiten recorrer la ciudad con los dedos, la memoria y la imaginación. Todos estos recursos accesibles están pensados para enriquecer la experiencia de quienes visitan, sean turistas, vecinos o curiosos que llegan con otros modos de percibir.
Por su parte, el MALBA viene desarrollando desde 2006 un programa educativo dirigido a jóvenes y adultos con discapacidad intelectual y diversas limitaciones funcionales, en diálogo con instituciones de distinto tipo. Cada recorrido se concibe como una escena irrepetible: un espacio de encuentro donde las propuestas se ajustan a los intereses, tiempos y singularidades de cada grupo. Porque el arte, cuando se adapta con sensibilidad, no se reduce: se expande. Se trata de descubrir —y redescubrir— historias, personajes, materiales, y también resonancias propias en las obras. En este marco, el MALBA no parte del déficit, sino de la diferencia: entiende la discapacidad como una relación con un entorno que puede excluir o habilitar, limitar o ampliar.
Por eso, interviene desde un enfoque de apoyo, no de corrección. Planifica junto a quienes participan, adapta estrategias didácticas, y abre espacios donde la experiencia estética sea también una experiencia de reconocimiento. Lo que se busca no es solo acceso, sino vínculo; no solo explicación, sino participación viva. Porque el arte, cuando se comparte desde la escucha, se vuelve encuentro real. Estas acciones concretas de inclusión no sólo promueven la autonomía y la autodeterminación de quienes participan, sino que también abren una grieta en la costumbre: interpelan prejuicios, desarman la indiferencia, invitan a pensar desde otros cuerpos y otros modos de estar en el mundo.
El museo acompaña estas políticas con infraestructura accesible: cuenta con ascensor, rampas, sanitarios adaptados y sillas de ruedas disponibles, porque la hospitalidad comienza también por los gestos materiales que hacen posible la presencia.
Arte, reparación y sensibilidad
El arte, en este contexto, puede volverse herramienta de reparación. Como dice Georges Didi-Huberman, «el arte no repara el mundo, pero nos enseña a mirar lo que está roto». Y para mirar lo roto, hace falta acercarse. Permitir la entrada del otro. Diseñar el recorrido también desde sus pasos, desde su escucha, desde sus tiempos.
Trabajar sobre la accesibilidad no es solo un cambio de infraestructura, sino un cambio de sensibilidad. Los museos que entienden esto se convierten en espacios donde todos pueden narrar su propia historia. Un museo accesible es, ante todo, un museo que escucha, que se deja afectar, que entiende que la cultura también se construye desde el derecho a sentir.
En ese sentido, los museos accesibles no solo amplían derechos sino que también amplían sentidos. Porque la belleza, cuando es compartida, también puede sanar.