El cuerpo en llamas: la criminalización del deseo y la palabra en Gilead
Por Julieta Strasberg
Una mirada sobre El cuento de la criada
Por Julieta Strasberg
El umbral del cuerpo ilegible: entre la inscripción y la cicatriz
¿Qué sucede cuando el cuerpo deja de ser soporte de escritura y se convierte en zona de borramiento? ¿Qué es una lengua que no puede nombrar su dolor?
El cuento de la criada, serie basada en la novela de Margaret Atwood (1985), funciona como espejo oscuro de nuestras democracias tambaleantes. No es solo una ficción distópica: es una topografía simbólica donde se encarna la violencia estructural y la criminalización del deseo. Desde una lectura que entrecruza psicoanálisis, derecho y teorías de la violencia, podría pensarse como un ensayo visual sobre la cancelación del Otro.
En El cuento de la criada, la piel ya no es superficie para el deseo, sino territorio militarizado, campo de obediencia. No se tatúan nombres, se marcan pertenencias. La marca no funda identidad: impone sometimiento.
El lenguaje, en este umbral, deja de ser vehículo de expresión y se transforma en herramienta de domesticación. La lengua de Gilead no es materna: es punitiva. No está hecha para acunar, sino para dictar. En palabras de Silvia Rivera Cusicanqui, la colonización no sólo expropia territorios, también impone un orden sobre los cuerpos y las formas de narrarlos.
Desde la clínica psicoanalítica, podría pensarse que lo que no se nombra, retorna en acto: en el cuerpo que sangra, en la voz que grita en silencio, en el síntoma que no puede ser velado. Las Criadas viven en un tiempo suspendido donde el trauma no puede tramitarse. Están condenadas a la repetición: del rito, del abuso, del mandato.
El cuento de la criada es entonces también un ejercicio sobre lo ilegible. ¿Qué se inscribe en un cuerpo cuando se le arrebata el lenguaje? ¿Cómo se construye una subjetividad si no hay nombre, ni historia, ni mirada que devuelva existencia? Como señala Judith Butler (2002), “lo que no puede ser llorado, no ha sido aún reconocido como vida”(p. 29).
La República de Gilead crea una arquitectura del castigo. En su corazón, el cuerpo de las mujeres es transformado en territorio ocupado: las Criadas, convertidas en vasijas reproductivas, son expropiadas de su nombre, su voz, su historia. Como afirma la jurista argentina Dora Barrancos (2007), «el patriarcado construye dispositivos simbólicos que capturan a las mujeres bajo el signo de la obediencia». En este contexto, tal como Zaffaroni (2012) en La mirada de los muertos, podríamos hablar de «muertos simbólicos»: existencias negadas, reducidas a funciones, donde el goce es penalizado y la singularidad, criminalizada.
El dispositivo simbólico: biopolítica y lenguaje sacrificial
El derecho, cuando abdica de su función garantista, puede volverse un instrumento de tortura invisible. En Gilead, la ley ya no protege: administra el dolor. Legaliza la violencia mediante un lenguaje religioso que construye un orden teológico-jurídico donde el castigo es ritual y la obediencia, sagrada. Es una lengua muerta, dicha sin deseo, que encubre con liturgia lo innombrable.
La «Ceremonia» no es solo una violación institucionalizada: es un dispositivo de escenificación sacrificial. Un montaje donde el cuerpo femenino —puesto en posición de altar, de instrumento, de vasija— se vuelve soporte de la soberanía masculina. No hay hereje, hay oferente. No hay acto sexual, hay mandato biopolítico. Es una escenificación biopolítica (Foucault, 1975), una dramatización del poder que penetra hasta la matriz del deseo.
Foucault (1975) estaría fascinado ante este régimen que, como él mismo define en Vigilar y castigar, “invade el cuerpo para dominar el alma”. Su concepto de biopolítica se encarna en esta maquinaria: un Estado que no solo vigila, sino que decide quién puede engendrar, leer, caminar, mirar. Es la administración total de la vida —hacer vivir y dejar morir— como forma de gobierno. La vigilancia ya no es panóptica, es uterina.
Desde Bourdieu (1998), podríamos leer esta operación como una violencia simbólica que actúa sin declararse como tal, naturalizando lo intolerable, haciendo parecer justo lo que oprime actúa en la piel sin dejar marca visible. La jerarquía se presenta como orden, la desigualdad como virtud.
Y desde el psicoanálisis, Gilead representa la sustitución brutal de la castración simbólica —ese límite estructurante que funda el deseo— por una castración literal. El lenguaje, en lugar de ser mediador, se vuelve operador de supresión, es domesticado, purgado, vuelto ceniza. Se lee sólo lo autorizado. Se nombra sólo lo permitido. Se escucha sólo al Padre.
En este contexto, el deseo queda abolido y reemplazado por la función. Como señala Luce Irigaray, cuando el cuerpo femenino es reducido a su “útero funcional”, se le niega su potencia deseante, su voz, su diferencia. La maternidad ya no es posibilidad: es condena.
Así, Gilead no solo regula los cuerpos, regula el sentido. El lenguaje no circula, se reza. Y lo que no puede ser dicho, queda escrito —una vez más— en la carne.
Derecho, género y criminalización: la protesta como delito
Cuando el derecho se desconecta de los derechos, no queda justicia, sino ley seca. Una letra hueca que no ampara, sino que vigila. En Gilead, resistir es delito, nombrar el abuso es blasfemia, y desear —acto íntimo y político— se convierte en traición.
El cuerpo que se rebela es sospechoso. La lengua que habla fuera del canon es castigada. Como recuerda el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 19 y 21), la libertad de pensar, de decir, de creer y de participar no son adornos de la democracia, sino su respiración más profunda, su esqueleto vivo. Son los hilos invisibles que sostienen el tejido de una vida que merece llamarse digna. Pero ¿qué ocurre cuando un Estado —como Gilead o cualquiera que lo imite en clave realista— redefine al Otro como enemigo? Cuando la subjetividad disidente es convertida en amenaza, y la justicia se arma para castigar la diferencia.
El criminólogo argentino Roberto Cipriano García (2012) lo advierte con claridad: el sistema penal no es neutral, elige y castiga al disidente. Castiga con lupa lo que desborda la norma hegemónica. La selección punitiva estigmatiza, persigue y elimina. Las Criadas son peligrosas no por lo que hacen, sino por lo que podrían decir o por el mero hecho de desear. Por lo que aún no callaron del todo. La resistencia es criminalizada porque amenaza el goce hegemónico del poder. Zaffaroni (2012) advierte que el poder punitivo, al construir su «enemigo», despoja a la persona de humanidad para justificar su supresión.
Desde una lectura psicoanalítica, podríamos decir que el goce del Otro —del Otro que no encaja— es insoportable para el orden simbólico dominante. Por eso, debe ser borrado. Y no basta con reprimirlo: hay que convertirlo en espectáculo, en escarmiento. En muerto simbólico.
Zaffaroni (2012), con su mirada sobre el poder punitivo, lo formula así: el Estado crea enemigos para justificar su violencia. Construye figuras de peligro para legitimar la represión. La criminalización de la protesta, del deseo, de la diferencia, es la estrategia más eficaz del orden autoritario.
Y sin embargo, como dice María Galindo (2014) desde el feminismo boliviano, “la desobediencia es el acto más íntimo de la libertad”. En Gilead, esa desobediencia se paga con la lengua, con el útero, con la muerte. Pero también deja huellas. Huellas que, como grietas en el muro, anuncian que no todo está dicho, que aún hay palabra, que aún hay cuerpo, que aún hay ley por reinventar.
El goce del verdugo y la puesta en escena del castigo
La violencia en Gilead no se oculta: se exhibe. No se disimula: se dramatiza. Se convierte en espectáculo pedagógico, en liturgia disciplinaria. Como en una coreografía macabra, los cuerpos cuelgan de El Muro como advertencia escrita en carne viva. Dedos amputados por leer, ojos extirpados por mirar más allá de lo debido, lenguas arrancadas por atreverse a nombrar. Cada mutilación es una oración del régimen, una escena del derecho vuelto contra el deseo.
Freud (1930), en El malestar en la cultura, advertía que la civilización requiere la represión del instinto, pero aquí, la represión ha sido radicalizada: no se trata de sublimar el deseo, sino de exterminarlo. En lugar de tramitar la pulsión, se la destruye. La ley —que debería ordenar el deseo, introducir el límite simbólico— se vuelve pura pulsión de muerte. Se erotiza, pero no para posibilitar la vida en común, sino para castigar lo vivo en cada sujeto que se desvía.
Lo que Jacques Lacan llama el goce del Otro —ese exceso que se niega a ser normado— se torna intolerable para el régimen. Por eso debe ser sofocado. Y quien lo ejecuta goza. El verdugo, como figura del Amo, disfruta no del castigo en sí, sino del poder de definir quién merece ser castigado. En esa lógica, el disidente no solo es castigado por lo que hizo, sino por lo que representa: una grieta en el orden. Una pregunta que no debió hacerse. Una fisura en la escenografía del miedo.
En Gilead, el derecho no es límite, es performance. Una puesta en escena permanente donde cada cuerpo castigado funciona como texto disuasivo. No se busca justicia, sino obediencia. No se sanciona el delito, sino el deseo.
Y sin embargo, incluso en esa escena del horror, algo se fuga. Porque el cuerpo castigado no deja de hablar. Aunque mutilado, aunque colgado, aunque borrado del lenguaje, insiste. Como dice Georges Didi-Huberman (2009), “incluso las ruinas tienen voz” (p. 21). Y tal vez sea esa la esperanza que sobrevive entre los escombros.
La insubordinación del deseo: el derecho a decir no
Judith Butler (2002) escribe que “el cuerpo importa” porque es frágil, hablante, expuesto al dolor y a la mirada. El cuerpo no es solo biología: es superficie de inscripción simbólica, campo de batalla entre el deseo y la norma. En Gilead, el cuerpo que dice “no” es suprimido, borrado del relato oficial, tachado del lenguaje. Pero en esa negativa —en ese gesto que se rehúsa a colaborar— nace también lo político. El “no” que brota del cuerpo es una escritura, una fisura, una grieta en el sistema.
Desde el feminismo latinoamericano, Rita Segato (2016) nos recuerda que “la violencia contra las mujeres no es un desborde, sino una pedagogía del poder” (p. 36). En Gilead, esa pedagogía ha sido sistematizada: cada acto de sumisión es una lección, cada castigo un mensaje, cada silencio una herida performativa. El régimen no solo exige obediencia: la enseña. La inocula como si fuera virtud.
Pero el deseo —ese territorio indomable— resiste. No porque sea invulnerable, sino porque es insistente. Lo que no se puede decir, a veces se escribe. Lo que no se puede escribir, a veces se encarna.
En esta clave, Frantz Fanon (1961), Roberto Cipriano García (2012) y Zaffaroni (2012), desde distintos horizontes, coinciden en un punto: cuando se cierran todas las puertas del lenguaje, cuando se clausuran los canales de participación, cuando el sujeto queda excluido del pacto simbólico, la violencia puede emerger no como proyecto, sino como estallido. No como programa, sino como grito.
No se trata de justificarla, sino de escuchar su raíz. De comprender qué la provoca. Porque allí donde el derecho no escucha, donde el Estado silencia, donde la ley deviene castigo, la insubordinación del deseo es la última palabra que queda. El último resto de humanidad.
La letra que arde
El cuento de la criada no es solo una ficción: es un mensaje en clave, una advertencia que arde entre líneas. Es un espejo invertido donde las distopías no son futuro, sino presente apenas corrido. En un mundo donde las protestas son sospechosas, donde el deseo incomoda, donde la palabra libre es corregida por algoritmos o tribunales, Gilead ya no parece un territorio lejano: está en los márgenes, en los discursos, en los silencios pactados.
Frente a ese horizonte, se vuelve urgente recuperar otra idea de derecho: no como garrote, sino como refugio. No como texto muerto, sino como oído vivo. Un derecho que no administre la obediencia, sino que aloje el conflicto, que no regule el deseo, sino que escuche su latido. Que no silencie los cuerpos, sino que los piense como archivos sagrados de experiencia y verdad.
Como afirma Barthes (2000), “el silencio puede ser resistencia” (p. 111), pero también puede ser tumba. Si el derecho olvida la palabra y el cuerpo, si abandona su vocación de escucha, sólo queda el castigo. Y cuando la ley se aleja del deseo, sólo queda la letra fría, inerte, incapaz de hospedar la vida.
La letra que arde es aquella que aún puede ser escrita. Aquel resto de lenguaje que insiste, esa grieta por donde la ficción se vuelve memoria y advertencia. Y allí, en esa grieta, tal vez aún podamos imaginar otra forma de nombrar y de vivir.
Bibliografía
- Atwood, M. (1985) El cuento de la criada. Salamandra.
- Barrancos, D. (2007) Mujeres, entre la casa y la plaza. Siglo XXI.
- Barthes, R. (2000) Fragmentos de un discurso amoroso, Ed. Paidós.
- Bourdieu, P. (1998) La dominación masculina. Editorial Anagrama.
- Butler, J. (2002) Cuerpos que importan. Editorial Paidós.
- Cipriano García, R. (2012) Poder punitivo y democracia. Ediciones del Puerto.
- Didi-Huberman, G. (2009) La imagen superviviente, Editorial Abada.
- Fanon, F. (1961) Los condenados de la tierra. FCE (Fondo de Cultura Económica).
- Foucault, M. (1975) Vigilar y castigar. Siglo XXI Editores.
- Freud, S. (1930) El malestar en la cultura. Amorrortu Editores.
- Galindo, María (2014). ¡No se puede descolonizar sin despatriarcalizar! La Paz: Mujeres Creando / Asamblea Legislativa Plurinacional.
- Galtung, J. (1969) “Violence, Peace, and Peace Research.” Journal of Peace Research.
- Segato, R. L. (2016) La guerra contra las mujeres. Traficantes de Sueños.
- Zaffaroni, E. R. (2012) La mirada de los muertos. Editorial EDIAR.