El escenario como constelación poética: la belleza que se fragmenta en la mirada
Por Julieta Strasberg
Hay obras que se dejan mirar. Y hay otras —como esta— que exigen que el espectador se disloque, se multiplique, se vuelva pupila fractal. Una escena a la izquierda, otra a la derecha, una más en el fondo que late en un sueño líquido proyectado. Tres focos de acción simultánea, sin jerarquía clara, como si la obra desconfiara del punto de vista único. ¿Y si la belleza no estuviera en el centro de la escena, sino en su periferia? ¿Y si cada espectador tejiera su propia versión de lo visto, como quien junta conchas en una playa tras la tormenta?
Lo que presenciamos es teatro expandido: danza, texto, música, artes visuales y objetos se funden en una máquina escénica que activa la memoria y la transforma. La narrativa no se impone: flota. La imagen no ilustra: revela. El sonido no acompaña: guía.
La acción transcurre entre el agua, la tierra y el cielo, y se divide en tres actos. La Compañía cuerpoequipaje, con más de diez años de trayectoria en el cruce de lenguajes escénicos y poéticos, sostiene con entrega cada una de las figuras de esta constelación.
El elenco de Mirar al Río merece un reconocimiento especial por la entrega sensible y el trabajo corporal minucioso que despliegan en cada escena. Estefanía Amoruso, Gabriela Baldoni, Bárbara García Di Yorio, Diego Núñez, Josefina Sabaté y Baudron, y Leonardo Volpedo encarnan paisajes, memorias y símbolos con una potencia expresiva que desborda las palabras. Su precisión coreográfica, su fluidez acrobática y su capacidad de transitar registros emocionales intensos hacen que cada gesto, cada respiración y cada silencio se conviertan en parte del tejido vivo de esta obra. No solo actúan: habitan, recuerdan, resisten con el cuerpo.
El umbral del origen: raíces y corrientes
ANTES – Primer acto
Todavía no hay fronteras. Una mujer-árbol permanece suspendida bajo una escenografía de papel madera, como si el cielo fuera un bosque deshilachado. A su lado, un hombre-río se curva, se expande, se entrega. Están también la Mujer noche, la Mujer tierra, el Hombre de las manos con redes y la entidad de las aguas. Todo respira. El cuerpo deviene paisaje.
Ecos del pasado: entre orillas y objetos
EL PASADO AL BORDE DEL RÍO – Segundo acto
Transcurre entre las orillas de Buenos Aires y Montevideo. Aquí aparecen la Mujer del tiempo, la Mujer equilibrista de caracoles, una niña que juega con dinosaurios, la otra con un avioncito. Hay una mujer que saca fotos, una madre, un pescador que encuentra un cuerpo. La mujer que lee y baila, el joven poeta, policías que manipulan objetos, los que toman sol. La Mujer árbol ahora borda y observa. La historia entra. Los objetos hablan.
Territorios en disputa: cuerpos, memorias, resistencia
SOÑAR ORILLAS, RIBERAS Y RESISTENCIAS – Tercer acto
La ciudad está al borde. Todo se vuelve heterotopía. Aparecen los payasos, los saltimbanquis, los manifestantes. El actor-director demiurgo, vestido de militar. La Mujer música, la Mujer sombra, la Mujer que danza, el Hombre instrumento. El violín como extensión del rostro. La Mujer del tiempo con piano de juguete. El eco de las niñas.
La dirección escénica, coreográfica y visual —a cargo de Tatiana Sandoval— trabaja con una consciencia espacial admirable. Cada cuerpo se inscribe en un paisaje que lo atraviesa: rocas, galaxias, remolinos, burbujas, caracolas, fósiles. La escenografía es líquida: papel madera suspendido, textiles que recuerdan algas, proyecciones que envuelven pieles y miradas. Una cartografía de la memoria en movimiento.
La música, compuesta por Cecilia Candia, no es solo atmósfera: es personaje. Desde un piano de juguete hasta un tango roto, desde sonidos en lenguas originarias hasta el susurro de las marchas. Voz y vibración. El acompañamiento en escena de Estefanía Amoruso y Cecilia Candia aporta una dimensión íntima y expansiva al relato.
Las artes visuales, a cargo de Gabriela Baldoni, completan esta partitura sensorial. Las proyecciones no ilustran: hacen ver lo que no se puede decir. Cavidades espiraladas, galaxias celulares, horizontes sumergidos. Lo visual desborda la escena: convierte al cuerpo en pantalla, al aire en archivo.
Además, el universo sonoro cuenta con las voces en off de Viviana Delgado Barrientos, Eulogia Huallpa y Olivia Torrez, que se suman como ecos íntimos del paisaje. El diseño de vestuario, a cargo de Fiamma Greco y Lucía Mezzera, aporta texturas que se funden con la escenografía. La realización de iluminación de Rodolfo Eversdijk y el diseño de iluminación de Adrián Grimozzi profundizan esa atmósfera entre onírica y arqueológica, donde la memoria, la herida y la belleza se enredan.
Coreografiar lo inasible: instantes de visión
Aquí -en esta obra- no hay foco único. Cada quien elige qué mirar y se pierde de otra cosa. Y ese es, quizás, uno de los gestos más radicales de la obra: confiar en la atención flotante del espectador. Invitarlo a renunciar a la totalidad, a dejarse arrastrar por el flujo simultáneo de acciones. Como en un cuadro de Kandinsky, o en un poema de Juarroz: «Así como no podemos / sostener mucho tiempo una mirada, / tampoco podemos sostener mucho tiempo la alegría, / la espiral del amor, / la gratuidad del pensamiento, / la tierra en suspensión del cántico.»
La belleza no se impone: aparece en los detalles. En las conchillas que una performer traza con minuciosidad. En la bengala de una niña traviesa. En los dinosaurios de juguete que recuerdan que, alguna vez, el juego también fue refugio.
En este teatro expandido, la historia no se cuenta: se encarna. Y el pasado no es pasado: se vuelve oleaje, fondo móvil, respiración compartida. Si tuviéramos que tomar algunos momentos de poéticas del cuerpo, tengo algunas imágenes sueltas que dan cuenta de este trabajo increíble con el cuerpo y la máscara. Sin intenciones de linealidad ni cronología, comparto algunas de las que puedo dar cuenta, a riesgo de omitir muchas. En una escena cargada de delicadeza, una mujer toca el violín en el suelo. Un hombre se yergue detrás. Detrás de ellos, una proyección circular late como eco. Es un altar invertido donde el cuerpo se vuelve rito y el tiempo, ofrenda.
En otra, una mujer —de pie, poderosa— blande una bandera como si fuera viento mientras el fondo se tiñe de azul profundo, estallado por luces estrelladas. A sus espaldas, cuerpos danzan semidesnudos, entregados a un ritual primitivo. ¿Es una rebelión? ¿Una plegaria? ¿Una despedida? En otra secuencia, dos intérpretes se arquean en puente invertido mientras un hombre los rodea como si batiera el aire. Al fondo, esferas celestes se despliegan como embriones, células o mundos por venir. La coreografía es lenguaje y la acrobacia no es ornamento: es acto de fe.
Una performer envuelta en papel arrugado se funde con una caverna espiralada proyectada. Es figura y paisaje. Es cuerpo y pliegue del tiempo. Es historia, raíz, memoria. Más adelante, dos performers, superpuestas por una proyección de texturas óseas, detienen el tiempo. Una sostiene un fósil que corona su cráneo. La otra, violín en alto, en una pose de guerrera antigua. Todo compone una partitura sin pentagrama.
La herida y la furia: lo poético como sospecha
Y si hablamos de belleza herida, no podemos dejar de nombrar lo que sobrevuela sin decirse del todo. En escena aparece El vuelo, de Horacio Verbitsky. No es una lectura casual, es un umbral. Una lectura de playa que muta en advertencia, cuando los aviones —reales o imaginarios— comienzan a sobrevolar la escena. Se tensa el horizonte, la historia entra, y la belleza, otra vez, no queda ilesa.
Un personaje autoritario —gorra militar, gesto severo— irrumpe con amenaza de sentido. No entiende el lenguaje de la belleza, y por eso lo quiere cortar. Rompe violines, interrumpe danzas, interroga papeles con linterna como si fueran pruebas de un delito. Para ciertas formas de poder, lo poético es siempre sospechoso.
Vaya si es actual esta obra. Quien odia la belleza porque no la comprende, avanza serrucho en mano, listo para talar el poema, mutilar la danza, silenciar la imagen.
Pero la belleza resiste.
Serruchada, sí.
Pero en pie.
Como un árbol que sigue creciendo, incluso bajo la lluvia.
Como una orilla que, aunque cambie, nunca deja de abrazar al río.
Como el agua que recuerda.
Mirar al Río es, también, una advertencia para no olvidar.
Teatro Área 623 (Pasco 623, CABA)
Sábados de mayo – 18 h