El redundante destino del fado
Por Gisela Gallego
A veces estas distinciones, merecidas, pero arbitrarias —¿qué música que represente o defina a un pueblo no es patrimonial en un mundo cada vez más conectado?— permiten mayor difusión de una expresión digna de ser entendida y vivida por todos.
Portugal verde, monumental, señorial, acogedor, marítimo y romántico… tantos adjetivos le caben como sentimientos despierta en quienes nos entregamos al entrañable paisaje. Es el desconocido de la península ibérica, de resabios coloniales, rastros moriscos, esplendorosos monumentos de estilo manuelino y otros más eclécticos. En este país, todos sus referentes se colman de algún ingrediente poético: la leyenda del gallo de Barcelos (ícono del país), los castillos erguidos en colinas de cara al Tajo o al Atlántico, el resurgimiento de la capital tras las cenizas del histórico incendio de 1755, la revolución pacífica de «los claveles» en 1974 como antesala de la democracia y, como no podía ser de otra manera, el fado.
Este género musical nostálgico, de guitarra y voz profunda, que tantas veces se ha hermanado con el tango por la tristeza de sus letras, sus melodías y por su origen arrabalero, vio la luz en los suburbios antes de popularizarse y extenderse a otras clases.
Lisboa ha sido la cuna de los cantantes que en la bohemia de la noche le dieron aún más personalidad a sus peculiares callejuelas. Su auge en los años 20 fue en aumento y en la década del 50 Amalia Rodrígues se convirtió en el gran exponente, representante del género y embajadora de su patria por medio de la canción portuguesa.
Lisboa se volvió sinónimo de fado (hado), que literalmente significa «destino». La ciudad y el género son comparables por su lentitud, nostalgia y belleza. Los rostros de esta urbe multicultural evidencian el pasado colonial; la mixtura de las razas africanas y latinas abraza su pasado, le rinde culto a su arquitectura, a sus tradicionales murales de azulejos que ningún modernismo ha osado cambiar y a sus hombres de letras como Fernando Pessoa, inmortalizado y sentado a toda hora en el café A Brasileira. Este género, revestido de una naturaleza misteriosa, propicia discusiones de entendidos sobre cuánto de la influencia magrebí, celta, brasileña, gitana y flamenca hay en su esencia.
Lisboa en primera persona: visita a la Casa Museo de Amalia Rodrígues
Las casas son un espacio privilegiado para adentrarnos en la intimidad de alguien. Como diría Gastón Bachelard, esta puede representar aquel conjunto que integra los pensamientos, los recuerdos y los sueños, un lugar personal que simboliza todo un universo.
Cada vez que viajo, intento visitar aquellos lugares que fueron habitados por personalidades emblemáticas y llevarme el contraste entre lo micro y lo macro. En este caso, mi visita a la casa museo de Amalia Rodrígues significó esa búsqueda para reencontrar el espíritu de la cantante, su tiempo, su lugar y música consagrada.
Las dos señoras que custodiaban la casa-museo de la reina del fado parecían entretenidas hablando entre ellas. Era bastante temprano y no se había formado un grupo para ingresar; me dieron la opción de esperar una hora o de realizar un recorrido individual, sin dudarlo, escogí la segunda opción. Estaba deseosa por conocer la casa amarilla, impecable, mantenida como un lugar de culto. Desde la entrada, los carteles anunciaban la prohibición de fotos, motivo por el que me exhortaron a guardar la cámara en el bolso.
Sólo una de las señoras me acompañó en el recorrido. Apenas cruzamos la puerta, la mujer, por fin, sonrió. No sé si fue la gratitud ante mi esfuerzo por hablar portugués o el mencionar mi ascendencia materna portuguesa, pero se volvió muy amable.
Atravesando una angosta entrada, se divisaba una escalinata empinada, por detrás, se erguía majestuoso un retrato gigante de la bella Amalia, que parecía estar dando la bienvenida. En el primer piso, un comedor y un living apenas conectados hacían gala de la elegancia que la casa atesora: muebles de estilo, porcelanas en exceso, cortinados de lujo y un espíritu de décadas lejanas que reina por todo el ambiente.
La habitación y el vestidor de la cantante habrá sido el sueño de muchas coetáneas.
Mientras observaba cada detalle, lo cual se hacía difícil ante el exceso decorativo, Estrella —así se llamaba la guía— me relataba pasajes de la vida de Amalia. Allí empecé a entender que quien estaba a mi lado era mucho más que una empleada del museo. Esta señora, que hoy preside la fundación, trabajó junto a la cantante no solo en Portugal, en esa casa, sino en las giras que la fadista hacía en sus más brillantes años. Estrella había sido una simple admiradora que disfrutaba enormemente escuchar sus discos y canciones en la radio. Un día, siendo muy jovencita, se atrevió a golpear la puerta para conocer a la poseedora de la voz privilegiada y Amalia la invitó a pasar. Desde aquel momento se convirtió en su amiga y su fiel asistente. También me mostró la cama de la cantante, y me contó que en ese mismo lecho murió. Lo relataba con saudade, lamentándose, convencida de que si ella hubiese estado, el destino podría haber sido otro. Parece que el día anterior a su muerte Amalia se había quejado de un fuerte dolor en el pecho, pero quienes estaban con ella en ese momento no le dieron importancia. Cada vez que Estrella cuenta el final de su amiga, sus ojos se convierten en cristales por donde tímidamente despunta una lágrima contenida.
Terminada la visita y sin ningún pedido indiscreto de mi parte, ella misma me invitó a «robar» algunas fotos, al menos del cuadro dela entrada. Meregaló postales de los ambientes que no se podían fotografiar y me dio un abrazo que no esperaba, pero que retribuí con ganas.
Aunque la canción reza «maldito fado», yo digo «bendito fado», ya que ahora, con su título, tan patrimonial como intangible, tal vez cruce más fronteras, se esparza por distintos parajes para derramar poesía, enaltecer el arte musical y dejar rastros del pequeño gran país lusitano, rebosante de historias para contar y cantar.