Al diván con Cristina Banegas
Por Raquel Tesone
Fotos: Matías Saldaña
Cristina Banegas, célebre actriz, directora de teatro, cantante, escritora y docente, ha recibido una gran cantidad de premios por sus obras: María Guerrero, Clarín, Martín Fierro, Podestá, Florencio Sánchez, ACE, Teatros del Mundo, Trinidad Guevara, Fundación Konex, Emmy, entre otros. Fue nombrada en el 2013 Personalidad Destacada de la Cultura. Es la creadora y fundadora de El excéntrico, espacio teatral y taller. Cristina acepta la entrevista de El Gran Otro abriendo las puertas de su casa, un loft con espacios diferenciados por una decoración de muy buen gusto, plena de obras de arte y con una biblioteca de pared a pared de aproximadamente siete metros por cuatro de alto abarrotada de libros. Una casa que la representa y que simboliza parte de sus saberes y de su riqueza humana. En la intimidad de su hogar, ella nos cuenta cómo llegó a ser Cristina Banegas.
¿Hoy consultarías a un psicólogo?
Hoy no. Me analicé desde los 19 hasta hace un par de años casi ininterrumpidamente. Tengo 67 años. Hice distintos tipos de psicoterapias. Mi primer análisis fue con un psicoanalista lisergista de la clínica de Pérez Morales en los finales del año 60. Hice terapia de grupo, gestáltica, hice Freud, Lacan; y me quedé con Lacan. Hice dos psicoterapias muy prolongadas de ocho, nueve, años y otra de siete, ocho, una con una mujer y otra con un hombre, lacanianos ambos.
¿Y por qué te quedaste con Lacan?
(Risas) Seguramente me quedé con ellos, personas con las que me transferencié bien, en quienes confié, podrían haber sido de otra línea… Cuando me analizaba en grupo con una terapeuta gestáltica, le decía que ella era mi verdadera madre. Y fue así. Después me vino a ver a mis obras. Tengo una muy buena y extensa experiencia con el mundo psicoanalítico y he sido una fervorosa paciente.
¿Cuál fue tu primer motivo de consulta?
Fue una gran angustia. Tenía 19, y ya estaba casada con una hija de un año. Salí a la vida adulta muy joven.
¿Ya sabías que ibas a ser actriz a esa edad?
Sí, absolutamente. A esa edad, sí. Soy hija de una actriz y mi padre era productor y director de televisión. Siempre digo en broma, por lo tanto, muy en serio (risas), que mi verdadero hogar era el viejo Canal 7. Mis padres eran pioneros de la televisión argentina y seguramente que estuve más horas en la televisión que en mi casa. Pero de muy chica quería ser bailarina. Estudié danza clásica desde los cuatro años. Quise entrar a la escuela de baile del Colón, mi padre me convenció de que no lo hiciera. Pasé a estudiar danza contemporánea, después a otras danzas. Fui titiritera un tiempo. Mis padres me habían planteado que hasta que no terminara de estudiar no me permitirían actuar. Pero me casé estando en cuarto año en el Liceo N° 1, y terminé el año casada. Me firmaba yo las amonestaciones porque era una menor emancipada. Además me casé con un actor muy famoso, porque en ese momento estaba en un programa muy popular, La familia Falcón. Alberto Ure siempre me cargaba y me decía: «Como necesitabas una familia, te casaste con la familia Falcón» (risas). Y en el teatro cada obra es como una familia, verte todos los días con todo un grupo, siempre es una máquina grupal, el teatro, aunque después en el escenario esté sola. Y por supuesto, no es lo mismo estar sola que actuar con otros. Sin embargo, siempre es un espacio familiar, el campo de ensayo es muy doméstico también; el bar antes o después, o ir a comer después de la función o del ensayo. Ure decía que todo es campo de ensayo. No es lo que uno hace arriba del escenario, sino todo el andamiaje para que uno pueda hacer lo que se ve.
¿Es una suerte de familia que te contiene?
A veces te contiene y a veces no. Depende cómo sea la familia (risas), si es que es una familia contenedora… En general, no lo son (risas).
Y hoy podés elegir las familias que tengan que ver con vos.
Depende si soy convocada para una producción en la que no soy parte del armado, me pueden tocar compañeros con los que nunca trabajé, o ni conocía, si es un formato que no es independiente en un teatro oficial o comercial. Ahí no se tiene la autonomía, la autodeterminación y la autogestión, digamos, que implica el teatro independiente, estar en los bordes, poder elegir y ser el dueño del proyecto. He tenido diferentes experiencias. Cuando hice Medea en el San Martín, estuvimos un año trabajando en la adaptación con Lucila Pagliai, convoqué a Pompeyo Audivert para la dirección, a Juan José Cambre para la escenografía y el vestuario, pensamos en actores y actrices, y fuimos al San Martín con un proyecto armado en el que yo estuve desde la primera palabra de la obra. En Molly Bloom también, hicimos la traducción del último capítulo de Ulises de James Joyce con Laura Fryd. Trabajamos un año y pico, y en ese momento no me dieron los derechos y no la pude hacer; de eso hace 17 años. Después, cuando se cumplieron los 70 años de la muerte de Joyce y se liberaron los derechos, me dije «ahora voy y la hago». En mi caso, en los 48 años que hace que hago teatro, estuve en la gestión de la producción de muchas obras desde el primer momento, como actriz o como directora. Trabajé mucho en proyectos generados por mí misma.
Es importante, y procurás siempre poder elegir.
Sí, así no tengo que pelearme por una escenografía, por ejemplo. En teatro, es importante la construcción de un objeto estético, cuanto más responsable es uno de aquello que sostiene, mejor. Cada signo forma parte de esa máquina teatral. Lo mismo hago como cantante, elijo mis repertorios. Ingresé a ese Olimpo de mujeres del tango: Ada Falcón, Azucena Maizani, Tita Merello, la negra Bozán, Libertad Lamarque, Mercedes Simone, Nelly Omar; todo ese universo de modelos de mujeres argentinas. Y antes españolas y argentinas, al finales del siglo XIX, principios del siglo XX. Canto tangos lunfardos, del año 30. Y también cantando tengo vocación de ser muy independiente.
Además de ser independiente, abordás muchas ramas del arte: bailarina, actriz, cantante, directora, docente…
Sí, fijate que mi espacio en El Excéntrico el año que viene va a cumplir 30 años. Fuimos pioneros en la Ciudad de Buenos Aires como taller donde se conjuga el teatro, la actuación, la dramaturgia, etc. Cuando empecé éramos tres y ahora somos 300 más o menos. Nunca quise que tuviera estructura de escuela, no quise institucionalizarlo, me gusta más plantearlo en términos de un taller, un espacio donde se construye la actuación, que es una construcción de signos, y la búsqueda de lenguajes, poética y audacias posibles de ese salto al vacío, de ese abismo que es el escenario.
¿Ese salto al vacío tuvo algo que ver con la angustia de los 19 años?
Pasaron muchos años… En aquel momento tenía que ver con una coyuntura de mi vida. Pero esa angustia ya está trabajada, puedo tener otras ahora. He trabajado mucho, creo que soy una buena paciente, muy constante, muy respetuosa del encuadre, muy puntual, muy hormiguita.
¿Te aportó algo como artista el haberte analizado?
Supongo que sí, pero no lo puedo afirmar. Me sirvió a mí como persona, si eso hace que actúe mejor, no lo sé. No creo que sea una ecuación tan sencilla la relación con la actuación.
¿Cómo es entonces para vos esa ecuación?
En general, los actores somos personas que no sabemos quiénes somos (risas), con grandes problemas de identidad, necesitamos ser alguien en algún lugar y nos ponemos delante de una cámara o nos subimos a un escenario. Para ser alguien, somos otro que es un personaje, que es un fantasma, un modelo, que es alguien más real que vos. Cuando suceden esas correntadas de imaginario circulando de puro presente y pura ficción, ¡ahí es una fiesta! Tengo un placer enorme.
¿Cuál fue la primera vez que sentiste ese placer?
A los 19 años cuando debuté en teatro.
Muchos cambios tuviste en tu adolescencia.
Pensá que haberme casado a los 16 años fue fuerte, hacía tres años que estábamos juntos, a los 18 tener una hija, también. Mi marido desde los 13 años que actuaba, tenía una independencia económica que nos permitía alquilarnos un departamento en San Telmo, tener un cochecito. Éramos vecinos de Paco Urondo, ahí en su casa conocí a Juan Gelman, Rodolfo Walsh, a la gente del cine, del teatro, del tango, la poesía y el periodismo. Una época muy rica, extraordinaria. Entré en un mundo diferente.
Te hiciste cargo desde muy joven de lo que deseabas. ¿Eras muy madura o eras segura de lo que querías, y muy audaz?
Sí, muy audaz siempre, pero la audacia puede ser pura contrafobia (risas). Era hija de padres separados, cosa que no era para nada habitual en ese momento, y además padres famosos. Mis padres se separaron cuando yo tenía nueve años y mi madre era muy famosa, estaba todos los días en la televisión, Nelly Prince era un ícono de la televisión argentina. Siempre fui muy cuidadosa de mi privacidad, de tener claro lo público y lo privado, y era muy tímida. Para que te des una idea, cuando empecé a estudiar teatro tenía tanto miedo que pasaba primero, no podía esperar, «¿a dónde hay que tirarse?». En el colegio era más comunicativa, con la mucama de turno, en casa estaba un poco solita y eso también tuvo su beneficio secundario. Empecé a escribir a los 10 años, lo primero que escribí, fijate, fue un soneto que se llamaba Tristeza. Sentía tristeza, angustia, ansiedad… (Silencio) Mi padre escribía, tenía una pasión por la poesía, le gustaba. Yo era una gran lectora de poesía, escribo poesías, escribí durante años guiones para la televisión española para un programa que producía mi padre, Los Chiripitifláuticos”, era co-guionista. Era un programa que se veía en toda España, en la Plaza de Toros se llenaba de niños que seguían a los personajes del programa. Sigo ligada a la escritura, pero me angustia, me da mucha fobia, mucho vértigo… Pero me gusta, tiene que ver más con una necesidad que con un deseo, la poesía no es como una militancia en el pensamiento analítico, es otro barrio de la cabeza, el imaginario, algo más asociativo.
Fuiste buscando y encontrando canales en ese campo imaginario para expresar tus emociones y transformarte.
Yo creo que inexorablemente lo que uno hace en la vida, lo modifica, no pasás impunemente por ningún lugar. Si estás 30 años empotrado en un lugar del Estado, vas a terminar siendo parte de ese sistema. Son espacios y lenguajes diferentes, una cosa es escribir, otra actuar, otra dar clases. Tengo una relación muy intensa con cada trabajo, mi trabajo es muy central en mi vida, no soy pasiva, soy hiperactiva y muy laburadora, como en las psicoterapias. A medida que te pasan cosas en la vida, como procesar los duelos de mi padre y de mi marido, es un trabajo enorme. Ahora me tomo el trabajo de armar los cigarrillos para fumar menos, porque fumo desde los 12 años, pero me hace mal a la voz. Tengo una anécdota con mi marido: él tenía El Club del Vino, sacó dos discos míos con una discográfica con Ubaldo de Lío y me decía «lo invertido es irrecuperable, porque con la cantidad de dinero que gastaste en las clases de canto…» (risas).
Eso habla mucho de vos y de todo lo que has invertido en todo lo que hacés.
Es que el teatro es muy difícil, cantar también, construir un objeto estético es muy difícil, más allá del formato que tenga, aunque sean espontáneos. Con Ure ensayábamos un año y medio Antígona, había que amenazarlo de muerte para que estrenara porque amaba el campo de ensayo y no quería estrenar nunca (risas). Y los actores necesitamos parir, salir a la cancha, porque falta la mirada del público, aunque de alguna manera esta mirada que sostiene se sintetiza en la mirada del director, si es que tiene una mirada y si es que dirige. Ahí también lo transferencial con el director se juega mucho. Como con Sonata de otoño, además María es una gran actriz, de una intensidad enorme y de una gran entrega, es un placer trabajar con ella.
¿Y tu madre? ¿Cómo influyó en tus elecciones?
Elegí una línea muy diferente a la de mi madre, quizá en lo único que coincidimos es en cantar tangos, con una diferencia fundamental, ella canta tangos de los años ‘40,’50, más modernos que yo, hay una inversión de tiempo allí (risas). Ella es una mujer extraordinaria, un gran personaje, pero yo elegí otra línea de acción y otros modelos.
¿Será por eso que te independizaste tan joven? ¿Querías diferenciarte de tu madre?
Sí, seguramente. Además me tocó la década del 60 (risas), era una fiesta. Cuando nosotros nos casamos con Alberto Fernández de Rosa en San Telmo, vivíamos a cuatro cuadras de Paco Urondo y Zulema Katz. Siempre me acuerdo que escuché la Banda del Sargento Pepper de los Beatles en la casa y le llevaba mis poemas a Urondo para que me corrigiera, se sentaba en la mecedora Thonet con esa cara de pillo tan gracioso y era tan amable… Era una época extraordinaria. Esa casa fue una casa fundamental para mi salida al mundo de los artistas, del cine y del teatro, y de la literatura. Eso fue precioso, tuve suerte también, fui a parar a buenos lugares, y tuve buenos maestros.
¿Y, gracias a ellos, sos tan buena maestra y te gusta mucho dar clases?
(Risas) Bueno, no sé si soy tan buena, pero sí me divierto mucho. Tengo un solo taller, solo puedo tomar una sola clase semanal porque tengo mucho trabajo afuera. Mi hija Valentina Fernández de Rosa dirige El excéntrico, ella es la curadora, y tiene muchísimos alumnos, mi nieta Sofía llevaba la página, mi sitio web, el marido de mi hija hace el mantenimiento, arregla todo lo que se rompe, es un superdotado. Es una empresa familiar. Y es un placer trabajar con Valentina, también la dirigí en El país de las brujas, una obra que escribí hace años y que editó Alfaguara; y este año tuve la enorme alegría de que el Ministerio de Educación de la Nación me comprara 9.000 ejemplares para distribuir en los colegios y bibliotecas de todo el país.
Un merecido honor.
Precioso. La obra la hicimos en el Cervantes y ganamos premios, mi hija fue la protagonista, una brujita.
¿Y vos sos una brujita?
Hay algo en la actuación, con una chica que está haciendo una tesis sobre el éxtasis de la actuación. Hablamos bastante sobre el trance, de esas correntadas de imaginario y de energía ficcional que hablé hace un rato y que, a veces, suceden. La sensación es que remás, remás, remás, y todo empieza a fluir de golpe. Dejás de tener en cuenta la función, cuántos vinieron, si vino tal amigo o no, y todo pasa a otro espacio, a la construcción de una realidad imaginaria.
Y cuando interpretás a Antígona o Medea, ¿cómo componés ese personaje para encarnarlo de manera tan visceral y que sea tan verdadero?
Trabajo con el texto, es la partitura, la puesta en boca, que es una expresión de un francés maravilloso. El pasaje del papel a la portación y enunciación del discurso es todo un tema bien difícil. Voy encontrando imágenes, asociaciones, no necesito recurrir a mi historia personal. En general, mi emoción fluye, tengo que no anegarme de emoción, porque soy muy emocional. Eso para la actuación es un buen elemento, no sé si para la vida real (risas).
Y esa niña audaz y tímida a la vez, parece haber creado ese mundo de emociones… ¿Soñaste de pequeña con ser una de las actrices más importantes?
No, no, creo que no (sonríe tímidamente). Creo que la fui construyendo, la vida misma, haciendo, equivocándome, enamorándome de proyectos que a veces salen bien y otras no, o no tan bien como uno quisiera. Es que nunca tuve una relación con el futuro idealizada, vivo mucho el presente y estoy muy atareada. Tengo una buena vida, una hermosa familia, buenos amigos. Y dos nietos: Sofía estudia teatro y se recibe en la UBA de diseñadora gráfica, es muy talentosa; Martín es músico y empieza una carrera universitaria, son bárbaros. Me gustaría tener más tiempo para la escritura, aunque he escrito de a dos ‒que es muy interesante‒ con Adriana Genta, con quien compartimos dos trabajos con Ure, El padre de Strindberg y Antígona de Sófocles. Adriana es uruguaya, actriz y dramaturga, y estamos haciendo un libro que va a sacar la editorial Leviatán. Nuestra gran amiga Claudia Schwartzes la editora, la traducción y la adaptación las hizo Ure con su esposa Carneli, las bitácoras son de Adriana y mías, y las fotos de Barragán. Va a ser un libro interesante. Ure se burlaba todo el tiempo, nos decía «querido Diario…» (risas).
Y con todo lo que estás realizando, ¿podríamos pensar que te sentís realizada?
Siempre hay algo que falta, o siempre debe haber algo que falte (risas). ¡Si no falta nada estamos jodidos! A veces digo «retirarme, tal vez una casa frente al mar…» (risas). A lo mejor, seré una vieja chota (risas), pero quisiera más tiempo para escribir.
Muchas gracias.
Gracias a vos.
Del otro lado del diván
Al estar frente a Cristina pareciera abrirse un abanico de emociones, tanto a través de la escucha de la modulación de su voz, como de sus gestos y de su profunda mirada. Por momentos, es como una niña tierna, tímida, frágil, con tristezas bien guardadas y resguardadas, y en otros, parece una adolescente atrevida, lanzada, que se anima a jugar y arriesgar todo para defender sus ideas. Cuando aparece la mujer, es una mujer segura de sí misma, aunque dando lugar a las dudas y a la reflexión con un gran bagaje intelectual y una fuerte presencia de temperamento en todo lo que dice. Y en todos estos aspectos de Cristina está la audacia de un ser que supo y sabe, para saltar al vacío tanto en su vida como en el escenario, elegir lo que necesitaba: maestros, amigos, madre y padre (analistas), hasta que «se quedó con Lacan», internalizando y haciendo propio su saber. Las «familias» del teatro la alimentan. Supo, además, construir la propia, que hoy sostiene su espacio teatral y taller. Las casas en las que habitó, la habitaron: la de San Telmo, ahora la de Palermo, y esa futura casa frente al mar. Esas casas la habitan a ella, porque es una gran fabricadora de universos imaginarios y de lenguajes poéticos en los que se mueve con fluidez. Quizás ese vértigo y esa fobia que surgen en la escritura, y que supera al escribir de a dos (¿con un acompañante contrafóbico?), tengan relación con el confrontarse en soledad con ese país fantasmagórico de la «brujita». Sin duda, ese mundo está pleno de múltiples matices emocionales, y es esto lo que hace a la magia de su actuación que irradia su persona.