Al diván con Daniel Veronese
Por Dra Raquel Tesone
Fotos: Mariano Barrientos
Daniel Veronese es un magistral dramaturgo, director de teatro de obras ajenas y propias: Gorda, El método Gronhom, Los Elegidos, El comité de Dios, El crédito, Bajo terapia y próxima a estrenar «Los Corderos». Recibió numerosos premios y distinciones, como el ACE, el Konex de Platino, el Max Iberoamericano, sin embargo, el mayor galardón es tener el placer de ser seguido por un público que le permite realizar lo que más le gusta. Daniel se abrió a la experiencia de este tipo de entrevista, «actuando» como un actor que está bajo terapia y puso en juego su demanda de análisis desplegando con total profundidad y entrega sus cuestionamientos.
¿Cuál es el motivo de tu consulta?
(Silencio) Estoy por cumplir los sesenta, me parece un número, quería hacer una revisión desde donde empecé hasta donde llegué.
¿Ya lo venías pensando o lo estas pensando ahora?
No (risas). Lo de los sesenta si, la revisión no. No suelo hacer revisiones. Entré en esto de manera lateral, no tengo a nadie de mi familia en teatro ni en ninguna otra disciplina artística, aunque mi padre de joven dibujaba muy bien. Cuando se casó dejó todo eso, y lo retomó cuarenta años después. De alguna manera yo me dí permiso y él también. Él dibujaba copiando fotos pero con mucha calidad, no te dabas cuenta que eran dibujos, parecían fotos. Me había dibujado a mí cuando yo tendría cinco años, luego otra más de adolescente, me dibujaba pero esporádicamente, pero a los setenta y pico se dedicó mucho a eso y publicó libros con sus ilustraciones. También publicó un par de novelas.
Hablas de un padre que «te dibujo»… ¿Sentís que te vas acercando a esa edad en que tu padre retomó la pintura y la escritura? ¿La revisión es para relanzarte al futuro?
Es probable… Con lo artístico tuve relación desde muy chico, necesitaba siempre expresar algo -aunque no sabía muy bien qué. Mi hogar era humilde, no sobraba la plata, así que a los trece, durante las vacaciones de verano, empecé a trabajar junto a mi padre, en la carpintería. Cuando cumplí diez y seis me pasé al turno noche y de día empecé a trabajar de manera corriente con él. Mi abuelo también era ebanista, tallador, era muy bueno. Para entrar al ferrocarril de Remedios de Escalada, hizo una talla en madera como examen y así demostrar que era bueno con la madera. Pero conmigo se terminó esa saga. No hice lo que mi padre esperaba de mí, esa extraña zona donde los padres, con la mejor voluntad, desean algo para sus hijos pero sin preguntarse que desean ellos. En realidad él quería que tuviese una empresa de muebles de madera. La madera hoy de todas maneras sigue siendo un elemento importante en mi vida.
Parece que a tu papá con vos se le escapó otro deseo inconsciente, ya que fuiste vos quien le dio el permiso para realizar algo artístico.
Es que él venía de una familia obrera, políticamente activos, muy militantes, no había espacio para algunas cosas; mi abuelo formaba parte de la Coordinadora Nacional de Jubilados. Pero volviendo a lo que a mí me rodeaba, todo lo que fuese placer estaba relegado, y eso me hacía ruido. Hubo épocas en las que yo trabajaba mucho, de seis de la mañana a las diez de la noche. Prácticamente no veía a nadie más que a mi padre durante la semana. A partir de su experiencia, él obviamente pensaba férreamente, que eso era lo mejor para mí, pero no podía escuchar mi necesidad expresiva. Entendí de grande las circunstancias que lo hacían pensar así. Me costó mucho romper y anteponerme a un mandato atávico tan fuerte.
¿Y cómo lo rompiste?
Mandé todo a pasear. Fracasé y fracasaba ante los ojos de él, porque no sabía que hacer con el manejo de una carpintería, hasta que me encontré con las marionetas. Empecé a fabricar marionetas, ahí mismo, algo con tan poca posibilidad comercial. No se porque las elegí, nunca había ido a ver espectáculos de títeres, creo que ni al teatro había ido (risas), sin embargo, en esa época, en el 77, a mis veintidós, en ese taller yo quería armar un teatro dentro de mi teatro, digo de mi taller.
Parece que tu taller era tu teatro.
(Risas) Sí. Y soñaba con vivir ahí, y eso lo llegué a poder hacer veinte años después. Porque mi estudio, en donde viví unos años luego de una separación, es como una especie de fábrica. Para mi es muy extraño ese pensamiento de armado teatral anticipatorio que tuve a los veinte, cuando ni me interesaba el teatro. Pero sí quería trabajar con algo relacionado a lo artístico. Me deprimía porque los lunes me tenía que levantar temprano, y decía: “quiero que los lunes sean mis domingos”. Y mi primer trabajo artístico remunerado fue en el elenco de titiriteros del teatro San Martín donde los lunes son los días de descanso.
¡Lo lograste!
Si, al final no laburaba los lunes por esas circunstancias casuales.
¿Casuales?
Causales mas bien… Pero mira que no iba al teatro. Necesitaba salir de una situación que me achataba. Estaba empecinado en descubrir a qué me podía dedicar. Pasé por talleres de pintura, de teatro también, pero no me enganché. Me gustaba la restauración y diseño de muebles, restauración de cuadros, de todo. Me despertaba un día y decía: “voy a rectificar motores de autos de carrera”, y averiguaba dónde, y después, al atardecer del día ya estaba frustrado. No era eso. Era golpearse la cabeza contra la pared. Por eso te digo, fue una situación muy angustiante. Hasta que llegaron a mis manos los títeres, y tuve un puesto de venta de marionetas en Parque Centenario, y un día pasó alguien y me empezó a hablar de Ariel Bufano. ¡Me metí en tantos lados, porque no meterme en un lugar más! Fui a una entrevista con él. Me atemorizó mucho de entrada, era una figura severa, rígida, “que buscás acá”, me increpó, y yo le dije, un poco atemorizado que intuía que los títeres me darían posibilidad de expresarme. Y quedé. Él no tomaba a todos los alumnos, los espantaba, él solo quería formar artistas. Pero eso que le dije, que salió de mi boca, yo sabía que era verdad. Y él lo notó.
Y confió en vos.
Y yo en él. Éramos un grupo de ocho y yo el único varón. Me hacía pasar siempre a mí, me tenía de punto en las críticas, pero a mí me sentía feliz de encontrar lo que buscaba. Los lunes de 6 a 8 eran las dos horas más felices de mi semana. Tuve durante mucho tiempo cosas adentro y no sabía como sacarlas, no sabía si quería ser fotógrafo, o cineasta, o bailarín… Pero la primera vez que trabajé con un títere, sentí empatía, sentí algo distinto. Vos sabes bien que los títeres tienen una posibilidad de proyección y uno queda embelesado de lo mismo que genera. Es como un pianista que queda fascinado por la música que toca, como que la persona y el instrumento son una misma cosa. Yo descubrí que me podía expresar a través de los títeres, y tenía que ver con la carpintería y con los objetos. A los dos años se abrió una vacante en el elenco de titiriteros, no me iba a presentar, pero Bufano me dijo que me presente, y ahí cambió mi vida radicalmente. Empecé a tener un trabajo maravilloso, viajes, esos trabajos que uno haría gratis y encima te pagan (risas) Ahí dentro, al año, armamos «El Periférico de objetos», un grupo de experimentación. En el San Martín trabajábamos con títeres hermosos, estilizados, y una temática fundamentalmente para público infantil, y nosotros, contrariamente, con el Periférico representábamos algo más oscuro, más críptico y siniestro. Ese grupo me dio muchas posibilidades expresivas. Empecé a escribir y a dirigir para él, usábamos un sistema de guiones, una cosa rara -esto era en el 90- nos corríamos de la actuación convencional y así nos creamos un prestigio dentro de la teatralidad. Nos empezaron a invitar a Festivales de teatro y terminamos viajando por el mundo. Tenía treinta y cinco años ahí. Empecé grande todo. Pero de repente, a los cuarenta fui padre -tengo una hija de diez y ocho- y eso me cambió. El trabajo con los títeres era un trabajo formal, con signos recurrentes, títeres antropomórficos, muertos que cobraban vida. Pero a mí eso se me estaba agotando. Entonces mi hija me hizo más humano. Empecé a necesitar actores, la necesidad de la palabra -no usábamos palabra con los títeres porque era inorgánico que un títere hablara, no tienen boca. En el Periférico buscábamos lo que era creíble con secuencias de movimientos, con relatos en off, cosas muy maravillosas. Pero el objeto permite esconderse… que miren al muñeco y no a quién lo manipula. Un amigo pianista -que era siempre el rey de las fiestas- una vez me dijo; «no quiero tocar más, basta, porque se comunican con el piano y no conmigo, yo soy otra cosa». Me quedó grabado lo que escondía ese mensaje.
No sos un títere, detrás hay otra cosa.
No soy un objeto. Aunque eso me dio prestigio, viajes, posibilidad de independizarme, tener un pensamiento artístico; con el grupo teníamos maravillosas discusiones ideológicas sobre el arte y eso lo perdí, nos unía una estética y nos fuimos por veredas muy distintas; es el camino de la vida. Con un hijo, empezaron nuevas alegrías, y nuevos miedos, también. Mi hija me conectó con afectos que yo aún no conectaba. Y empecé a dirigir actores, ellos podían expresar cosas que el objeto no puede; el objeto también puede representar maravillosamente lo que el actor no puede, pero eso ya lo había probado. Me consideraban como un autor importante de teatro, pero cuando otros dirigían mis obras, a mí no me llenaban esos trabajos. Me sentía incompleto… faltaba algo.
¿Y esto tendrá que ver con haberte sentido “dirigido” por los mandatos paternos? Digo, porque el primer paso fue mostrarte detrás del títere, pero el otro paso fue ser papá, y ahí pusiste dirigir vos tu deseo.
Si, puede ser la búsqueda de un protagonismo mayor, no total, sino mayor. Con la escritura me sentía más protagonista, no había intermediarios entre el público y el objeto, pero la palabra puesta en el escenario, dirigida por otro, podía deformarse y no darle el sentido que yo quería.
La magia de un buen director es cuando llega a la “palabra plena” – versus la “palabra vacía” – y el texto tiene una carnadura de sentido diferente al de otro director.
Por eso, ser director de mis propios trabajos -y de otros- fue ponerme en un escalón más alto que con los títeres. Con el teatro escrito, yo tenía mucha libertad, pero había otro que tenía que hacerse cargo de esa libertad. Todavía no era yo. Y hoy, el actor es el siguiente paso, lo estoy haciendo en cine ahora. El año pasado actué en una película “La tercera orilla” de Celina Murga, me fue muy bien. Ahora voy a trabajar en otra y en un mes en una miniserie. Es un lugar que me está gustando. También voy a empezar a dirigir cine. El cine para mi, hoy, es la próxima meta, pero me da mucho miedo, no sé cómo se hace (risas). Es que el teatro lo hago con los ojos cerrados, tengo una obra y sé cómo hacerla, o cómo empezar. En cine, dónde poner la cámara, cambia lo que mostrás, cómo lo mostrás, y lo más importante y tremendo es que eso queda grabado y nunca más se puede modificar. En el teatro voy modificando lo modificable, el teatro está vivo. Por ejemplo, estrené una obra hace unas semanas que se llama «Bajo Terapia», y funciona muy bien pero voy a verlos todas las semanas para ir mejorándola. “Bajo Terapia” es una obra que ganó un concurso de autores argentinos, al verla, sabía que la podía dirigir.
¿Y vos hiciste terapia?
Si, la última fue de tres años. Modifiqué todo lo que tiene que ver con la mirada del hijo. Uno cree que ser padre es encontrar lo mejor para el hijo y uno mira desde su experiencia, y en realidad, no sabe que es lo mejor para el hijo. Eso hizo mi papá.
¿Y qué pasó con la mirada de tu padre?
Yo rompí con ese mandato que él no pudo romper son su propio padre, y me lo dijo, tuvimos una discusión tremenda. Me costó mucho dejar la mochila de mi familia, y permitir ser otro, no me sentía comprendido, en mi entorno nadie pensaba que se podía hacer algo que diera placer y vivir de eso. Mi hermana trabajó cuarenta años de un trabajo que no le dio placer. Yo, por ser hijo varón pude enfrentarme a mi padre. Mi madre fue siempre muy afectiva. Ella me inspiró algunos personajes de mis obras (risas), es que las mujeres son muy importantes en mis obras. Está por cumplir ochenta, y a Valentina, la más grande, la cuidó siempre de chiquita. Tengo otra hija de siete años. Ella cuidó a su madre hasta que se murió. Se consagró a los otros.
Nuevamente la mirada del otro, en este caso, en tu madre. Y vos desprendiéndote de esa mirada para poder buscarte.
Esa mirada influye muchísimo. Bufano ha sido tema de mi análisis, porque era el padre con el que yo, de alguna manera, sí podía pelearme más abiertamente. El también tenía una imposibilidad de mostrar cariño, y tenía la mirada puesta en mí. Cuando estuvo enfermo, me dijo si quería ser su asistente, pero yo ya estaba en mi camino.
Parece que necesitabas un padre que respete tu deseo y apuntalara tu camino.
Si, sobre todo que me respete. Con mi hija, me pasa que me gustaría que haga cosas que no hace, pero yo la banco en eso –no tan fácil como lo digo. Igual no puedo dejar de decirle lo que yo querría. Su madre es directora de teatro también, y Valen creció viendo como nosotros jugamos en la vida. Pienso y se lo digo: aprovecha que tenés todo servido. Yo a su edad estaba sufriendo en la carpintería, pero ella está yendo a su ritmo, por ahora no quiere nada. Bufano decía que ante una situación de un chico que debe subir un pequeño montículo, maestro es el que espera que el otro le pida la mano para dársela. Creo que aunque me equivoque, tengo claro lo que no debo hacer.
Tal parece que sos muy distinto a tu padre.
Pude serlo, porque creo que mi papá quiso ser otra cosa y no pudo.
Quizás él quiso un hijo que pueda lo que él no pudo, tal vez para eso también…
Venimos al mundo… Su posición siempre fue muy férrea frente a los hechos, inequívocos o certeros. Yo le busco la relatividad a todo. Todo puede ser de otra manera.
Eso se nota en tus obras.
Es que eso me ayuda en el teatro, ya que pongo en duda lo que parece inevitable. Lo hice desde que empecé a escribir. Otro maestro importante fue Mauricio Kartun. Yo ponía en duda lo que él me decía, con ese espíritu adolescente de rebelarme, que espero no perder. Mauricio es maravilloso como te permite volar. Los dos me hicieron volar, en realidad. Con Buffano quizás lo advertí más tarde, cuando él ya no estaba. No sé que viene ahora, pero desde que empecé con Bufano… o desde ese día que conocí a Mauricio y le mostré mis seis hojas escritas, y él me dijo: “acá tenés una obra de teatro” -él te decía un par de cosas y te apuntalaba- y a los tres días ya tenía escrita mi primera obra de teatro, la escribí de un tirón. Era lo que necesitaba. Esos fueron momentos muy impactantes, de ahí hacia delante siempre me fue mejor, no he tenido baches de trabajo, hago muchas cosas que quiero, que anhelo y fantaseo. El cine puede ser… me gusta. Me gusta cambiar cosas, tirar cosas, mudarme, hacer limpieza…
Esta revisión es para seguir cambiando. Un psicoanalista y filósofo, Cornelius Castoriadis, decía que el padre es sólo un padre entre una infinidad de padres, porque su función es dar acceso a abrevar de otros padres: Ariel Bufano, Mauricio Kartun, asi lo fueron. Y en el cine: ¡Me quedo sin padre! De ahí ese miedo.
No es un miedo paralizante, pero es así, me pregunto, qué tengo que mirar, a donde tiene que ir la cámara.
¿A donde tiene que ir “tu” mirada? ¿Será que el cine sería apropiarse de tu propia mirada así como ser actor representaría ser el protagonista de tu vida, no estando detrás sino arriba del escenario?
Es ya la hora que fijamos, tenemos que dejar.
Del otro lado del diván
Daniel es un artista, fundamentalmente un arte-sano del arte y un creativo con diversas posibilidades de sublimación. Por este motivo, le costó encontrar su camino. En su intento de «restaurar» al padre en su culto al trabajo, se demostró que podía ligar el placer al trabajo. Pudo romper con los mandatos paternos en busca de otros padres – maestros que le dieron la mano para escalar la montaña y así, poder realizarse en múltiples dimensiones del arte. Esos maestros lo autorizaron para poder hacerse cargo de su palabra y de su libertad de expresión, para lo cual, tuvo que desmoldarse transitando por la angustia de ser quien deseaba ser.
En este momento, su revisión apunta a la búsqueda de una mayor autonomía (auto – nomos, tener sus propias normas) y llegar a tener su propia autoridad más allá de la mirada del padre. Es inventándose ese padre que puede seguir reinventándose, y ser consigo mismo ese padre que está aprendiendo a ser con sus hijos.
Ser actor, subirse al escenario, ser director de cine, implicaría llegar a la cima de la montaña y darse a si mismo lo que pudo dar a los demás (incluso a su propio padre). En la apropiación de su propia mirada, Daniel se singulariza cada vez más en su multifacética creatividad que parece, por suerte,- y pese a la angustia que provoca -, desconocer límites.