Al diván con Julio Chávez
Por Dra. Raquel Tesone
Julio Chávez, uno de los mejores actores argentinos, además de dramaturgo, director teatral y un gran maestro de actores, me espera en el teatro La Plaza. Cuando lo veo arriba del escenario sentado en el sillón de Mark Rothko, imagino que en ese entorno donde habita el personaje de su obra RED sería casi imposible poder crear el clima de intimidad necesario para nuestro encuentro. Para mi asombro, al cabo de unos pocos minutos, Julio me hace olvidar siquiera dónde estoy, y siento su voz como un viento cálido que me envuelve dentro de la esfera de su espacio de pensamiento. En esta entrevista, se revela la compleja profundidad que sostiene la personalidad y la obra de este eximio artista.
¿Qué motivaría tu consulta a un analista hoy?
Tengo con el análisis un vínculo mucho más en relación con el espacio de pensamiento: voy a analizarme en estos momentos y no para la resolución de problemas inmediatos. El devenir de la vida, la existencia en sí, ya es todo un tema. Para mí, es un espacio de pensar con otro que tiene diferentes caminos o diferentes maneras de escuchar, o de colaborar con esa necesidad tuya. Es decir, la vida misma es un motivo de consulta.
¿Y la primera vez por qué consultaste?
Eso fue a los 16 años, ya ni siquiera me acuerdo, seguramente tenía un comportamiento o una dificultad de adaptabilidad con lo que se llama el mundo social; cosa que, por suerte, si te dedicás al arte, tiene su linda solución.
¿A esa edad pensabas dedicarte al arte?
A esa edad tenía una pulsión creativa muy fuerte. Uno piensa «dedicarse al arte», pero en verdad, no es algo que uno decide… El humano es un ser creativo; en todo caso, hay personas que nos consagramos exclusivamente a un espacio que se ocupa de algo que es, ante todo, muy humano: el tema de la expresión y lo que llamamos la subjetividad. Hoy escuché una frase, no me acuerdo de quién pero no importa, que decía: «Mirar el mundo con subjetividad es ser tuerto, mirarlo con objetividad es ser ciego» (risas). ¡Es extraordinaria esa frase! Porque en verdad, lo social en general, lo que te pide es un juego de objetividad como si existiese realmente ese modo, manera o forma objetiva. Sí, existe, pero es una construcción totalmente humana y, por ser humana, está sostenida absolutamente por la nada. Cuando sos chico, mirás el mundo con una subjetividad extrema.
Y vos debiste ser tuerto desde chico…
Y al ser tuerto, te dicen «mándenlo a un psicólogo o psicóloga» (risas), y por eso fui a los 13 años. A esa edad no vas si no te mandan.
¿Eras un inadaptado social?
No lo llamaría tan así. Era una persona que tenía dificultades sociales, mucho temperamento, mucha emotividad, mucha subjetividad. ¿Viste cuando lo que a vos te parece es más fuerte que lo que es?, ahí se arma una pelea interesante. A vos te parece que tal persona no te quiere y ese parecer se transforma en una realidad. Y si sos muy sensible y muy creyente de las ficciones que armás, se construyen hechos concretos que el otro lee y piensa: «Este chico no está bien, algo le pasa». Así empecé, después hice terapia ininterrumpidamente. Pero siempre traté el tema de la vida, la subjetividad y los fenómenos de la vida, y de la cabeza que para nosotros son reales pero que no congenian tanto con los fenómenos naturales. Eso siempre arma su cosa.
¿Seguís siendo ese chico?
En un sentido, te diría sí, y en otro sentido, te diría que con más lenguaje. No tengo una relación con el pasado; cuando pienso en esa época, la pienso con una matriz tan del presente que me cuesta mucho ubicarme. La ubico en el pasado. La realidad es que la psiquis tiene una relación con el tiempo muy diferente a lo que se llama el tiempo real, que tampoco es real. El hoy, el ayer y el mañana se juntan de una manera muy particular. Tengo más lenguaje, más templanza, tengo más oficio del vivir del que tenía en ese momento. Han pasado cuarenta y pico de años de estas situaciones. De todas maneras, la experiencia de la existencia, la sensación del existir, para mí es idéntica, no se modifica. En todo caso, se modifica la percepción pero no la sensibilidad acerca de lo que es la vida, el sentirte vivir. Me cuesta mucho creer que eso cambia. Supongo que cambia si te deprimís, porque ahí me imagino que no reconocés la sensación de la vida o de la existencia. Pero si no te deprimís –me alegro de que por ahora eso no me pase, y es una de las grandes enfermedades de la época–, esa sensación no cambia, y no me cambió.
¿Y cómo es esa sensación?
Es como una llama constante de vida. Es como si la llama se sintiera más llama hace diez años o ahora, siempre es una llama, pasa por diferentes situaciones.
¿Y esa llama hace al artista que sos?
Creo que ahí hay diferentes caminos. Hay una cuestión histórica, coyuntural, circunstancias que van conformando un cruce de caminos que construyen una decisión de un determinado rumbo. Pero darle a eso un motivo, es muy difícil. Creo que hay también hasta cuestiones sociales: a veces está dado todo, pero lo que no se dio… Una persona puede tener todas las condiciones, pero vive en un pueblo y no sabe a dónde ir y quedó ahí; y si hubiera habido un pequeño instituto pedorro de arte, esa persona tal vez hubiese iniciado un algo que no inició porque no estaba eso.
Dijiste que en vos había una pulsión, ¿y hubo una decisión?
La decisión se conforma después, y es una decisión que se va revalidando, no es definitiva. A veces se revalida función tras función, porque esa revalidación se comprueba o no. Decís: «Hoy no». Muchas veces me he encontrado en el trabajo tomando la decisión de que iba a ser actor, y a mí me gusta esa situación de decisión momento a momento; eso hace que el acto de uno no sea un diploma colgado que va envejeciéndose.
Te lo tenés que ganar.
Lo ganás día a día. «Hoy he vuelto a ganar y a sentir viva una decisión», me digo. «El logro de ayer fue de ayer». A mí eso me produce una sensación de vacío, porque lógicamente estás jugando con quitarte todo el tiempo la red.
RED (hago referencia a la obra de teatro donde red es «rojo»).
Sí, es otra… Cada uno de nosotros provoca a la vida y le gusta provocarse, y saltar o no al vacío, es un juego y una estrategia que cada uno tiene.
¿Eso mantiene la llama?
Eso es parte de la llama. No es que hay una llama y hay cosas por fuera. Es como el interior, es inherente al existir. Yo lo entiendo de esa manera y me gusta pensarlo así. Tengo una relación con los trabajos que es de mucho afecto y compromiso en el momento de la ejecución; pero después tengo una sensación de no aprehensión. Nunca ocupan el lugar de la existencia, son huellas, eso sí, pero no tengo una relación nostálgica cuando dejo una obra.
La misma relación tenés respecto a tu pasado, no estás ligado a ese nivel.
No a ese nivel. Y si lo estuviese, sería porque no hay presente ni futuro, porque es también inherente, es la misma situación. Entonces si vivís así, tenés esa sensación de la vida. Además, si un ser humano ha tomado la decisión de hacer un seguimiento de su existencia… Ir a un psicólogo, para volver a tu pregunta original, es uno de los lugares donde se puede hacer parte de un seguimiento. He pasado por psicólogos sistémicos, lacanianos, post lacanianos, siempre he hecho un trabajo serio, en donde sea, y nunca le he dado a la psiquiatría ni a la psicología una importancia mayor. Para mí, el análisis es el ser que va a analizarse.
Los analistas pensamos lo mismo que vos.
Para mí, el trabajo es el setenta por ciento de uno, yo no le confiero a ningún analista ninguna obligatoriedad, ni lo miro con cara de «qué hiciste para que yo esté mejor». No me es extraño, y esto sí se desarrolló desde muy pequeño en mí; es la observación, como una necesidad de que alguien me mire.
¿Y eras mirado?
No tanto, por eso… Porque hay miradas que te prometen sustentarte y hay miradas que no te prometen nada. Cuando uno es niño, necesita que la mirada tenga la promesa del sostén. Si esa mirada no está, estamos en problemas.
¿No había red?
Sí, de mí mismo. Pero si la tuve yo mismo, es de suponer que alguien me miró, si no eso no se crea. Así que yo no recuerdo la mirada, pero quizás hubo mirada, si no es muy difícil que alguien se mire con ánimo de nutrición. A veces pienso que me cuento la historia como si hubiese estado en el desierto, pero tal vez, estuve en el Caribe. Es raro armarlo si no hubo afecto.
Quizás hubo afecto y no la sensibilidad que vos necesitabas para ser mirado, y tuviste que armar tu Caribe.
El afecto estuvo, sí.
¿Hubo afecto sin red?
Hay afecto sin red, o hay un afecto mezclado porque excede la ternura y uno lo vive con peligrosidad. O es un afecto amenazante. En fin, como sea, son todos motivos si encima sentís que entrás en conflicto con el mundo, y que tu pedido excede a lo que es el lenguaje social. Entonces, el espacio de análisis también autoriza a que uno pueda expandirse un poco de esta obligación tan exigente, que tenemos todos los seres humanos, de obligarnos a vivir en lo que llamamos «lo social». Es admirable la estructura del hombre, lo poderosa que es, porque yo no entiendo cómo no hay más gente loca. Y cuando la gente dice «cuánta violencia», yo digo «cuánta poca violencia». Bastante bien nos comportamos. Lo que pasa es que somos muy particulares. Al primer gesto de violencia de uno, ya entra todo el mundo en pánico. Eso habla de la ceguera que tiene el ser humano y del deseo de liberarse un poco de esta prisión que es «lo social». Vos decís: «Qué milagro que tantas personas hayan ido en un convoy a Auschwitz». ¿Y qué es esa mansedumbre? Esa mansedumbre es parte de algo que el humano tiene que es, por un lado, maravilloso, porque entendemos que eso nos permite vivir en sociedad. Pero, por otro lado, yo, que me dedico a algo expresivo y me siento una persona dichosa de tener herramientas para poder hacer de mi subjetividad, no solo una expresión, sino un sostén de vida, digamos, un oficio, un mimo, que logro muchas cosas, me pregunto cómo el ser humano puede carecer de esos espacios, cómo hace para no nutrirse en algún espacio, no solo en el arte, para hacer de su existencia un hecho de pensamiento y de creación. En definitiva, es lo único que nos diferencia de una vaca. La vaca también aprendió a ser vaca, entonces, ya que no soy una vaca, ¿cuál es mi particularidad?
La particularidad es nutrirse, y hay obras que te nutren más o menos. Por ejemplo, qué te sucede con una obra como RED que plantea un debate sobre el arte…
Siempre he tenido mucha suerte en ese sentido, siempre las obras han caído como si fuesen regalos para que mi entendimiento del momento tenga su posibilidad de hacerse presente. Me digo: «Qué cosa tan notable que justo en este momento llegue RED a mis manos. Si hubiese llegado hace diez años…», por una cuestión de edad, ya que no tenía la suficiente para actuarla. Pero sobre todo, no tenía el suficiente entendimiento. Y ese entendimiento no es que está a priori, sino que se presenta en el momento en que la obra se presenta. Como si el entendimiento se presentase con ese algo para establecer un matrimonio, y hasta que eso no aparece, vos no sabés lo que sabías. Las obras están para establecer matrimonios. A veces, son matrimonios bien avenidos y otras, son matrimonios fallidos que traen separación, penurias y malentendidos. No siempre uno se casa y hace un buen matrimonio, pero si tu ánimo es de aprender, es difícil que este no se establezca. Con esta obra aprendí muchísimo. Y mucha gente no conocía a Rothko, porque no tomó contacto, pero no es solo conocer al pintor, sino el problema de la pintura y de la existencia, digamos. Esa frase que dice Rothko: «Todos hemos sido pesados en la balanza, y hemos sido hallados defectuosos. ¡Qué ser humano puede responder a los pedidos de la Biblia!». Es como la Constitución, ningún gobernante va a poder gobernar con el cien por cien de la Constitución cumplida, porque está creada para mostrar la falla del hombre.
Freud decía que la civilización es al costo de la represión de los instintos del ser humano.
Por eso, pero el reprimir el instinto finalmente hace que el acto sea suficientemente fallado como para que exprese que no hay un casamiento perfecto entre el pedido social y aquel al que se le pide. Este material, por eso mismo, me sitúa en todos los momentos de la vida. Rothko tiene una gran diferencia respecto de mí, además de su genialidad, es que es un ser que finalmente se mata. Yo no tengo, en relación a la vida, ese enojo.
¿Nunca tuviste una fantasía de suicidio?
No, no. Hice una obra con Augusto Fernandes ‒que es un maestro, un hombre muy genial‒, La Gaviota de Chejov, y mi personaje se suicidaba. Y nunca entendí el suicidio de ese hombre; sí, lo entiendo, pero no desde mí.
¿Cómo podés actuar algo que no entendés?
Nunca lo actué bien (risas). Es que no entiendo tanto enojo.
Pero el enojo de Rothko, sí.
El enojo de Rothko tenía algo extraordinario. Primero, él se mata cuando los médicos le dicen que está muy enfermo y que le quedan pocos meses de vida. Segundo, él quiso estudiar arte dramático cuando llegó a Estados Unidos a los 20 años, y no sé qué le pasó que no funcionó. Tomé ese dato, porque ¿cómo era Rothko? ¡Andá a saber cómo mierda era! (Risas) Y la obra tampoco tiene la finalidad de ser una biografía de él; entonces, cada uno construye el Rothko que cree que la obra necesita para sostener los asuntos del material. Esta obra no está para sostener la realidad de Rothko, para eso hacemos un documental –que tampoco está basado en la realidad, porque aun un documental es una mirada desde un punto de vista–. No sabemos ni lo que había detrás de la cámara. Entonces, quiso ser actor, vino de Europa del Este –el judío de esos pueblos es sumamente expresivo a diferencia del judío alemán–, el padre lo hizo estudiar para que sea rabino, porque le parecía que iba a ser un oficio importante, pero él no pertenecía a una familia ortodoxa, y por eso sintió que era rabino al pedo. Es un hombre desarraigado que quiso estudiar teatro; y me imaginé que era sumamente teatral y que le gustaba escenificar sus problemas, y que cualquiera que lo pudiese conocer, le preguntaría: «¿Por qué no estudiaste teatro, Rothko, ya que tanto te gusta hacer escenas?».
Para mí era un actor frustrado, estos son axiomas porque así lo decidí yo. Por lo que observás, te decís «qué teatral que es, cómo le gusta exagerar y escenificar sus sentimientos». Un hombre al que le gusta explicar su obra y que su ayudante le diga cosas, y estar horas frente al bastidor y hablar y hablar y hablar, es un hombre al que la escena le complementa lo que los cuadros todavía no pueden articular. No era un pintor de tipo figurativo que construye la escena de una manera literal en lo que vos ves: «ahí hizo un cuadro de furia», o «hizo un cuadro que está comunicando al hombre y una penuria», o «el hombre romántico en medio de un paisaje». No. Pinta algo que él complementa con elementos figurativos. Entonces ahí tomé decisiones, como la de interpretar a un hombre expresivo que larga pinceles, que suelta cosas, que tiene algo muy infantil, es como un nene que vos decís «¡no podés enojarte así!» (risas). Es que Rothko no puede no ser expresivo. Fijate que se suicida en su atelier (señala el escenario como si fuera el atelier de Rothko), toma barbitúricos y se corta las venas. Lo encuentran en ese sillón (lo señala), o en el verdadero sillón, con dos charcos de sangre al costado… ¡Más teatral no puede ser!
Más RED imposible, esas dos manchas rojas…
Sí, y eso lo tomé como una guía intuitiva para construir este Rothko vehemente, enojado, tosco. Pensaba que es como un ferretero del Once. Vos decís «Rothko, si ganás plata, ¿por qué no te comprás un buen traje?» (risas). Es su manera de seguir en Europa del Este, es una forma de no sentirse desarraigado, de mantenerse ligado a esa experiencia de la vida que le da identidad.
¿Y qué te moviliza hacer este personaje con esa construcción densa?
Denso es tomarse el colectivo cuando volvés de tu trabajo, comer dos paquetes de galletitas y de tu subjetividad hacer un silencio. Eso es denso.
De acuerdo. Me refiero a una composición profunda del personaje, denso desde la complejidad, en ese sentido. ¿Qué moviliza de vos? ¿Ese enojo lo conocés?
Sí, yo lo conozco, construyo esa manera en que el enojo entra en escena.
Dijiste no llegar al punto de querer matarte.
No. Y no llega al punto, hay una enorme subjetividad en la que Rothko va muchos casilleros adelante mío sobre algo que yo comprendo. He tenido un padre alemán, carpintero, conozco lo que es la labor, conozco al judío quejoso. Hay un humor judío, la obra lo tiene; en realidad, es un humor que tienen muchos seres humanos, pero uno lo ubica ahí.
Tus preguntas también. Eso de preguntar por qué los judíos tuvieron esa mansedumbre para ir hacia el campo de concentración…
Es que uno toma contacto con una experiencia humana, llamale de un club, y se hace socio de ese club y cree que la experiencia es porque se hizo socio de ese club. No es así. Es porque sos un ser humano. Y por eso también hay veces que estoy triste, y me digo «¿cómo no voy a estar triste si hago a este ser humano? Pobrecito este hombre que ya no puede ver rojo». Es inevitable la experiencia que tiene con el desencanto, podemos hacer cosas eternas y entender que somos finitos, pero en verdad muchas veces queremos ser infinitos. Queremos la inmortalidad. Advertir que aunque hagas algo que puede llegar a ser eterno, vos no lo sos, es una experiencia de mucha ternura y conmoción, al mismo tiempo. Mirar con ojos infantiles la finitud es algo muy contradictorio. El niño mira hacia la eternidad. ¿Cómo hacer para entender eso y, a la vez, que hay finitud? ¿Cómo hacer para seguir mirando con dulzura ese fenómeno y no quedarte tan enojado porque los Reyes Magos no existen? Y el arte es uno de los caminos; hay otros, la descendencia: un abuelo que mira a su nieto, gente que se ha amigado con la vida, sobre todo cuando vienen los nietos. Rothko finalmente, sea como sea, tuvo que aceptar que vinieran otros. El hombre cuando hace su obra le gustaría, a la manera del Fausto, decirle al Tiempo: «- Detente, es acá donde quiero que se detenga la humanidad.
– ¿Dónde?
– En mi obra» (risas).
Es que Rothko tiene un debate sobre el arte. Y vos, ¿te debatís sobre el arte como artista?Pienso que las preguntas siguen porque el arte pertenece a un espacio de pensamiento y se niega a ser clasificado, y a ser endurecido. Porque si no, no podría pertenecer a ese espacio, y por eso «¿qué es el arte?» es una pregunta totalmente viva. El arte no permite que se lo defina, juega a que nosotros construyamos definiciones.
Entonces, la sopa Campbell puede ser arte porque alguien lo definió así y porque lo hizo un artista.
Sí, y de hecho en una época se consideraba «arte» todo lo que involucrara una actividad laboriosa del hombre, no era una palabra que tuviese una relación con lo espiritual. «Arte» se llamaba a la horticultura, a la orfebrería, a la carpintería, tenía que ver con hacer, con la música y la poesía. Tampoco era cuestión del hombre, eso venía de las musas. Después se consideró «arte» a todo lo que era bello para los ojos: Bellas Artes. Entonces, vinieron los que dijeron que «una flor también es arte porque es bella», y ahí trajo quilombo. Luego, el romanticismo consideró el horror: «no solo lo bello es bello, a veces lo horroroso también es bello», otro problema para el arte. Después vino Duchamp que señaló un inodoro y dijo: «Esto es arte. ¿Por qué? Porque yo lo señalo». Después los cubistas y demás, y los posmodernistas que dicen «arte es cualquier cosa, que cada uno decida qué es arte». Esto es un problema, porque el mismo arte está diciendo que no todo es arte. Como dice Rothko, no todo está bien, vivimos bajo la tiranía del «todo bien»: te gusta Rembrandt, todo bien; te gusta lo otro, todo bien; no hay lechuga, todo bien. Todo bien, no. Tenés que tomar una decisión. El arte entra en ese problema y, por suerte, no va a salir de ese problema, porque la posibilidad de que las cosas cambien es que no se las pueda cerrar ni cristalizar, sino que se las pueda sostener hasta que no se las pueda sostener más. Lo maravilloso es que hay seres humanos que lo pueden sostener con la fe de que eso que están sosteniendo no va a caer.
Y otros seres humanos que vienen a romperlo.
Y a aquellos que lo sostienen les duele mucho ver que dieron su vida para que eso se sostenga. Entonces, siempre está la abuelita que está mirando que se está tirando abajo la carnicería y dice: «Pero señores, mi vida estaba para sostener esa carnicería», y otro dice: «Bueno, los tiempos cambian». Cuesta mucho comprender eso de la inconsistencia en la que estamos sostenidos.
Volvemos a la red. Eso que dijiste de trabajar en ese salto al vacío y en revalidarte constantemente, es sostenerte para caer.
Eso es porque a mí me gusta el juego. Me gusta creer que hay Paraíso ‒dije en un reportaje‒ y me gusta pensar que cualquier figura que arme nunca va a ser como el Paraíso soñado. Es como jugar a agarrar una bolita que yo mismo pateo y la pongo un poco más lejos, la vuelvo a agarrar, y la pongo más lejos. Freud habló del fracaso al triunfar, y es como el mito de Sísifo que está en el trabajo de Camus sobre el absurdo. Dice que a Sísifo los dioses lo condenan a que suba una piedra a la cima de una montaña y la deje caer. Toda su vida es esa: subir la piedra para dejarla caer. Entonces los dioses se ríen por el destino de Sísifo y, mientras los dioses se ríen, Sísifo piensa: «¡Y a mí qué me importa, si yo estoy vivo!» (risas). Eso me sucede, ya que hago una función que muere y que la vuelvo a hacer para que muera, y así.
Como Sísifo con la piedra, así es el arte y así es tu vida.
Y es como el nene que sigue pidiendo que le cuenten el cuento ocho mil ochocientas veces y a él le gusta volver, no solo a escuchar el cuento, sino volverse a ver a sí mismo construyendo lo que está escuchando. «Si no me lo contás como me lo contás siempre, no armo lo que me gusta armar», eso es teatro. El hombre es teatro, representación, escena… Recuerdo que una periodista le preguntó a un artista genial: «Decime, ¿por qué decidiste dedicarte al arte?», y él le contestó: «Vamos a invertir la pregunta, ¿cuándo usted decidió dejar de dedicarse al arte?», articulando de esa manera que el arte es algo inherente al ser humano. Por algún motivo, el hombre empieza a separarse de esto, cuando la gente le dice «es hora de que sientes cabeza» y todo eso, y entiendo desde lo social lo que sucede.
Pensás que el análisis te permitió no sentar cabeza y devenir en artista.
Sin duda. Lo cual no quiere decir que a todo el mundo le pase lo mismo. En mí, está absolutamente pegado el análisis a mi manera de pensar, de reflexionar, a mi experiencia, a mis hechos privados y públicos, a mi relación con mi madre y mi padre. Es una manera de estar avivado de algunos aspectos de mi psiquis y de mi estructura, y una manera de no sentir que yo estoy y el mundo «me hace». Es comprender que al mundo lo construyo yo y que tengo formas de contarme a mí mismo la misma historia. Estuve seis años en una terapia sistémica, 16 años con un lacaniano, 15 años con otro que no sé qué es y ni me importa. No me interesa nada, hasta sé de qué costado mirar a mi analista para seguir pensando con él: si lo miro de este perfil, no me va. Me parece apasionante el análisis, no los analistas.
Entonces es que has tenido buenos analistas si llegaste a esta reflexión. Dejamos acá.
Del otro lado del diván
Durante los primeros minutos, Julio parecía mirar al más allá, hablaba sin mirarme. Sin embargo, lograba hacerme sentir instalada cómodamente en ese espacio de pensamiento que se iba generando entre él y yo. Como un librepensador, me escuchaba y enlazaba mis intervenciones como si fueran hilos para tejer una red de reflexiones de una riqueza extraordinaria. Cuando comienza a mirarme, puedo observar que su llama no solo brota de sus palabras, sino también se irradia a través de su mirada. Esa llama es símbolo de su red, el rojo de su personaje, el pintor Rothko; y además, es esa red que aprendió a armar para sostenerse en caso de que la mirada del otro pueda fallarle a su sensibilidad. Julio entra en diálogo con el otro y, al mismo tiempo, dialoga consigo mismo. Se pregunta, se contesta, arma escenas, y se implica en cada uno de sus pensamientos; es un actor en todo el sentido de la palabra y, a la vez, es un filósofo.
Como en el mito de Sísifo, Julio da sentido a su vida cargando su piedra (haciéndose cargo de su vida, su arte y sus deseos) hasta llegar a la cima, dejándola caer y volviéndola a subir. A Sísifo esta condena de los dioses lo salva de morir en el infierno; a Julio, que coincide con Camus, se le presenta como la manera de transitar y de disfrutar de este juego de la vida y de su arte. Aunque involucre saltos al vacío, Julio se atreve a jugar y a jugarse. El poder de observarse y revalidarse, lo hace saltar sabiendo que esa caída es necesaria para volver a jugar el mismo juego. Y si cuenta con una mirada que sostenga su juego, se nutre de ella y aparece lo mejor de sí mismo. Esto lo transmite al público con la magia de sus interpretaciones, así como también con la profunda capacidad de construir espacios de pensamiento y cuestionamiento consigo mismo y con el otro.