Al diván con Rafael Spregelburd
Por Dra. Raquel Tesone
Rafael Spregelburd es un eminente dramaturgo y un eximio actor y director de teatro, además es traductor teatral de autores como Harold Pinter, entre otros. Con trayectoria y renombre internacional, sus obras están traducidas a 14 idiomas y sus títulos recientes son: Spam (actualmente en cartel, actuada y dirigida por él, coescrita junto a Zypce), Apátrida, Todo, La estupidez, La modestia, Lúcido, Acassuso, El pánico, Bizarra, entre otras. Fundó la compañía El Patrón Vázquez. Estaba presentando en ArteBA su obra El final del Arte, y, siendo un personaje representativo de nuestro arte contemporáneo, le pedimos un encuentro para El Gran Otro. Con la generosidad de los grandes, se entregó a esta experiencia desplegando el arte de profundizar sus ideas con lúcidas reflexiones sobre los diversos temas en los que está implicado (y se implica) como artista y como ser humano.
Te escucho.
¿Vengo a hablar de mí? Los estímulos vitales son mi material de trabajo. A veces hay muchas cosas de las que no hablo, supongo que las guardo para ver a qué forma expresiva conducen. Cuando una incertidumbre o angustia permanece abierta, imagino que el artista busca alguna forma que la comunique, ya que toda creación tiene una voluntad formal. Pero si uno resuelve esa angustia, ese escozor, de manera terapéutica, como cura, la forma buscada quizás no aparece. Mi mujer antes me preguntaba muchas cosas sobre mis obras: «¿Por qué escribiste esto?, ¿cómo se te ocurrió que pasara tal cosa?». Y yo me di cuenta de que no me sentía cómodo respondiendo. Tengo un raro respeto por la intimidad de mis procesos. Aunque todo el mundo acceda a mis obras, no es lo mismo hablarlo y explicar por qué decidí esto o lo otro. Tal vez yo interpreto que mi mujer quiere sacar conclusiones íntimas de mis procesos creativos porque piensa que la podrían estar involucrando. Naturalmente la fantasía de la pareja siempre es esa; ella compone unas canciones bellísimas, a veces muy tristes, y también me puede pasar a mí. No puedo evitar pensar que si escribe letras tristísimas de amor, yo debo tener fatalmente algo que ver (risas). Pero claro, es más bien una fantasía. Toda intuición de forma sufre un complejo proceso de transformación en el artista. Y lo triste, lo problemático, lo traumático son más seductores que el jolgorio.
Las cuestiones vitales las podés comunicar a través de tus obras, y parece que el resto queda en tu intimidad.
A lo mejor sí. Y no es que esto me resuelva la vida, sino que es la manera de producir algunas obras, nada más. De todos modos, si tuviera una angustia muy grande, no tendría problema con el entorno psi, el del análisis. Y estaría en este diván hablando de cosas menos públicas. El análisis es bueno, pero soy muy auto-reflexivo y siempre estoy organizándome solo. Además, ¡soy hijo de una psicóloga!
(Risas) ¿Y esto influye para que quieras, o no, analizarte?
Sí, pudo haber influido negativamente el hecho de que mi madre sea una psicóloga muy especial. En un momento dejó la profesión por pensar que sus herramientas estaban solo al servicio de una clase social, la burguesía. Empezó a trabajar en escuelas marginales, se corrió más hacia un trabajo social en escuelas problemáticas del conurbano. Yo asistí a este proceso cuando era chico. Antes atendía pacientes en casa y se la veía angustiada; alguna vez me dijo: «Creo que estoy tratando de solucionar problemas ridículos, que no se solucionan solo en el campo del análisis. Las crisis de las personas se deben a factores de clase, de entorno». Creo que se desilusionó mucho con la profesión. Debo haber heredado de ella una visión un poco crítica del análisis. A mi mujer le gusta hacer terapia, le gusta su dinámica. Pero yo siempre he pensado –creo‒ que hay otras cosas para hacer con las angustias. Tampoco lo pienso como algo conflictivo. Me acuerdo de que una vez una artista plástica me llamó muy angustiada y me preguntó: «Vos que también sos artista, ¿sabrás de algún psicoanalista que pueda analizarme sin tocar mi obra?», como si el temor fuera que de pronto te «cures» y ya no produzcas más. Un disparate… ¿Será mi propio temor?
Mucha gente tiene la sensación de que si resuelve aquello que lo motoriza a fabricar obras, ya no va a seguir produciendo. Yo estoy muy contento de hacer lo que hago, no tengo tanto conflicto con eso, y me parece que una obra es mejor cuando trasciende lo aparente. Es al escarbar en algo más doloroso, cuando pueden aparecer imágenes espantosas en algunas obras. Los motores de la imagen teatral están relacionados con un temor visceral a la muerte en sus diversas formas. Creo que en la plástica, en la música, puede llegar a aparecer, pero de manera más abstracta, redimensionada. En el teatro la representación de la muerte es un tema recurrente y hay que encarnarla, incluso varias veces por semana, si sos actor. Es fortísimo. Lo mismo pasa con la pulsión amorosa y con el misterio del deseo sexual, tal vez sean los únicos tres temas del teatro: la muerte (o la pérdida), el amor y el sexo. Trabajar con personajes implica asistir a sus muertes, a los acontecimientos espantosos que puedan pasarles, y casi siempre son asuntos que uno no podría solucionar en su propia vida. Lo ridículo es pensar que tiene más valor sólo porque trasciende el propio campo de conocimiento de uno: eso que yo en mi vida no podría manejar, me parece que en una obra es algo más grandioso. Una sensación un poco deformante.
Manejar en la ficción aquello que no se podría en la realidad, ¡es una sensación de poder total!
(Risas) Claro, es una mentira existencial que uno se dice.
¿Es una mentira o es una manera de desplegar el conflicto y resolverlo a través de tu obra?
A veces en una obra me creo conflictos que no tenía (risas)… O que no sabía que tenía (risas). No es que el teatro me arregle la vida, es más bien una forma de observación del comportamiento humano, y como tal, comparte mucho con el campo terapéutico. A mí me hace sentir bien, pero como cualquier otra forma de expresión. Por ejemplo, alguien canta por la calle y se siente bien. Si uno se torna un profesional en eso, siente lo mismo. El teatro, para ser medianamente bueno, guarda una diferencia fundamental con su madre, la literatura: hay que aprender a ocupar todos los puntos de vista en un conflicto. La diferencia es que todos tus personajes tienen que tener razón. No vale escribir como en una novela, donde el punto de vista del narrador ya ha sido tomado, ocupado, por el narrador o por un único personaje central al que el autor acompaña con más piedad o más detalle que a los otros. En el teatro eso sería trampa; todos los personajes son centrales, aunque sean diminutos. El sistema planetario del teatro supone que las fábulas se pueden llevar adelante porque todos tienen razón, no hay buenos y malos, Yocasta no es más mala que Edipo. Todos hacen lo que hacen porque tienen sus motivos, hay que tener un entrenamiento para pensar lo conflictivo desde múltiples puntos de vista. Pero no es tarea nuestra dar una respuesta, ahí está la clave. De hecho, si encontrás la respuesta única, el teatro se empequeñece, se hace más tonto. Las grandes ideas en el teatro se dan cuando el teatro no es aseverativo. En cambio en la terapia uno quiere responderse cosas, ¿no?
Sí, uno quiere… pero sucede que uno se puede encontrar con otras preguntas.
¡Me parece que sos más pesimista que mi propia madre!
(Risas) Es que sostener una pregunta abre un mundo desconocido, y una respuesta puede cercenar esta posibilidad.
Sí, y esto te libera de esa actitud neurótica de creer que las opciones pueden ser sí o no, que hay una sola respuesta. Para liberar de las neurosis el teatro es muy saludable, ya que hace eso sistemáticamente: disuelve las polaridades absolutas. Puede que yo traslade luego esa práctica a la vida, sin buscarlo. Claro que yo busqué más bien una profesión y no una terapia. Como actor, al encarnar un rol no te sirve decir: «Ah, este es un hijo de puta y lo voy a componer con tales rasgos». No, tenés que poder entender por qué una persona tomaría determinadas decisiones. Cada rol nuevo te ofrece una manera de vivir vidas que no estás viviendo. El teatro es, además, una manera de poner el dedo en la llaga, los comportamientos (o los personajes) suelen estar condenados por el sentido común; el teatro los rescata y muestra motivaciones profundas, que son siempre contradictorias. Expone el conflicto y lo potencia. En El final del arte ves cómo todos tienen su verdad y no hay una sola respuesta. Es una discusión compleja, y un poco trascendente: a nadie le importa en realidad el destino de unas pinturas, o una tendencia teórica en la historia del arte, pero estos personajes ‒que viven de eso, y en eso‒ están absolutamente tomados. Decidir si incluyen o no a Cecilia Giménez en un programa de la materia es cuestión de vida o muerte. Porque si no lo que han defendido, no existe más. Es una comedia, la desgracia ajena produce risa ‒ya lo dijo Chejov.
¿Y por qué El final del arte?
Como todo título sufrió heridas de un largo proceso de reestructuración de ideas. O de marketing. Estaba dictando un curso en Italia, en 2012, en L’École des Maîtres, donde convocan a un director para que trabaje con actores de cuatro países: Bélgica, Francia, Portugal e Italia. El curso se hacía formalmente en inglés, que no era la lengua madre de ninguno de nosotros. Les propuse que trabajásemos sobre una idea que es como el cuco: la idea del fin de Europa. Esa fábula extraña de que Europa volverá a disolverse porque no han equiparado a todas las economías con el euro. La fantasía europea se basa en un marcado colonialismo interno (tres países centrales dictan la economía regional de los otros) y esto está haciendo eclosión, incluso institucional, por todas partes. Así que, inspirados en la idea de un final, jugamos a imaginar un puñado de escenas de 20 minutos, de cinco, o de una hora: El fin de la lengua, El fin de las fronteras, El fin de la nobleza, El fin del fin o El fin de la historia, por dar algunos ejemplos. De estas salió el primer boceto de El fin del arte, y el título respondía a la totalidad de esa saga. El proyecto no se terminó.
No se podía llegar al fin.
(Risas) ¡Ya nos hubiera gustado! Los cuatro países integrantes todavía están tratando de conseguir los subsidios europeos para hacer las obras El fin de Europa y Bocetos para el fin de Europa, armadas con estas escenitas breves. Era muy estimulante ver a actores europeos hablar distintas lenguas para reflexionar sobre lo que, en definitiva, los constituye: las diferencias y su deseo de inclusión institucional. Al lado de esto, el fin del euro es apenas un tecnicismo. Suelo trabajar muy obsesivamente sobre el idioma, el dialecto, las palabras inexactas y las otras. Pues bien, El fin del arte (germen de la obra Santa Cecilia de Borja en Zaragoza) lo saqué de esa cantera, lo adapté a mi compañía y lo terminé de escribir con lo de ArteBA. Antes lo estrené también en catalán en el TNC (Teatro Nacional de Cataluña) de Barcelona. En cuanto al argumento de El fin de Europa, es así: se trata de una telenovela berretísima que se llama Europa, coproducción de distintos países europeos ‒los actores se repartieron, entre lenguas maternas y paternas, unos doce idiomas‒. Es la historia de un grupo de actores penosos que descubren por error que su trabajo se termina, porque los productores han vendido los derechos de Europa a unos yanquis que la imaginan mejor, más glamorosa. En los mismos estudios donde se forja Europa, de noche se filma la versión yanqui. Así que Europa, en la ficción, se está por terminar. Y con ella, el trabajo de estos actores. Todo lo que se decía en la obra, por ejemplo: «¡No podemos dejar que Europa se acabe así!», adquiría un doble sentido muy torpe y muy gracioso, sin metáfora de ningún tipo. Eso en medio de la peor crisis italiana, portuguesa, la transición de Berlusconi a Monti… En cada uno de los cuatro países donde nos presentábamos con estos bocetos teatrales cambiábamos el sistema de subtitulado: lo que se entendía en la primera lengua era siempre la otra parte. Jugábamos con la imposibilidad de la traducción; incluso en la obra todos jugaban a hablar inglés como el culo (risas). La idea era que el inglés se viera como un idioma que no le pertenece a nadie y que está degradado para comunicarse de forma básica y basta.
En fin, un proyecto europeo, en medio de una crisis global, dirigido por un argentino. ¿Qué otra cosa podía surgir? Se me ocurrió la idea del final porque los veía a todos muy angustiados por la crisis. Yo viví varias en Argentina y me propuse decirles lo que pensaba: que la idea de final es una fantasía, una fantasía útil. Con el cuco del final se pueden implementar las políticas para que nada cambie realmente, el final no existe.
¿Y el final del arte también es una fantasía?
No sé si importa tanto. Creo que la práctica artística con su definición académica, acotada, ocupa solo una parte de la historia del hombre y no toda. Lo que llamamos arte nació en el Renacimiento y puede ser que haya muerto como tal entre los años 1950 y 1990, según localizan algunos teóricos la aparición de lo contemporáneo. Es decir, que el arte quizás haya muerto junto con la Modernidad. Las prácticas estéticas que se desarrollan ahora tal vez no deberían llamarse arte. No se le aplican exactamente las mismas categorías. A mí no me parece ni malo, ni bueno, ni peligroso. Antes del Renacimiento no se llamaba arte y, sin embargo, había expresiones bellas. El arte tiene algunas características muy propias, muy emblemáticas. Por ejemplo, nace con la firma del autor. Antes de los artistas como Da Vinci, Miguel Ángel, el arte (o las imágenes bellas) le pertenecían al mecenas que podía pagárselo, o al Estado que comisionaba a los artesanos las estatuas. En la Edad Media ‒como parodio un poco en mi obra‒ no era arte si no publicidad; todos esos Jesucristos, Vírgenes, etc., eran grafitis. Eran banners del poder de turno (risas). La humanización del arte, la aparición del autor, de la personalidad del artista, corresponde a un período de la historia del hombre, una historia que no es eterna. Con lo cual, no quiere decir que no se seguirán encontrando formas de expresión, indagaciones sobre lo bello y sobre lo horrendo ‒que son lo mismo‒. A mí, pese a todo, me gustan mucho los artistas, y el ideal del arte. Lo persigo de todos modos, aunque la práctica haya mutado severamente hacia zonas menos definibles.
Hablaste del poder, ¿cómo se liga el poder con el arte?
El poder se infiltra por todas las grietas. En el arte y en todo lo que gustes pensar. Es imposible sustraerse de él. Las cosas que hacemos o dejamos de hacer son negociaciones para poder movernos hacia adelante, para poder sobrevivir, incluso a la sombra de los poderes que uno critica. Hay una actitud abusivamente cómoda en el arte: la de denunciar al poder. En muchas compañías teatrales se terminan verificando reproducciones calcadas de ese poder que critican. Lo ves en sus propios métodos de trabajo: montan obras para denunciar lo malo que es el dinero y manejan el dinero como el peor de los capitalistas en una fábrica de hamburguesas. A mí no me conforma la denuncia del poder, decir «el poder es malo», no hacemos nada con eso. ¿Leíste a Žižek? Reescribe a Hegel, y sobre todo a Lacan, a quien re-presenta de manera muy divertida, muy accesible. Reflexiones y haikus sobre qué les hace el poder a las personas, cómo modifica todos sus entornos. Hay compañías que denuncian al Capital en las que los directores, luego, aplican diferencias de clase entre actores protagónicos y secundarios en su forma de pagar, o de elegir los proyectos. Sí, claro, hay historias que reclaman un personaje central y después hay dos o tres salames que vienen a sostener una situación para el personaje protagónico. Imagino que son modos de narrar nacidos a la sombra de otras situaciones sociológicas, o por lo menos, no son obras que quieran desmantelar el funcionamiento oscurantista del Capital. Pero si uno necesita, por lo que fuere ‒por compromiso con su época o por voluntad de señalar al monstruo de mil caras‒, sostener una alternativa al funcionamiento nefasto del Poder con mayúsculas, entonces conviene evitar esas obras con esa estructura, digamos, monárquica, con reyes y servidores.
Yo he intentado una larga serie de piezas con una estructura interna que disuelve la idea de protagónicos y secundarios, pero es una disyuntiva ardua, que tiende a convertirse en una regla de autocensura. En general no tengo pequeños roles, no utilizo personajes secundarios porque si el contenido y la forma son lo mismo (Beckett dixit), entonces hay que embarrarse y ver cómo organizar la vida celular de una obra real: sus actores. Si, de todos modos, has imaginado una obra estrictamente monárquica, con una figura central rodeada de súbditos, hay que escribirla igual y sin culpa, pero luego no venir a llamarse el adalid de la democracia. Bueno, tampoco creo que la democracia sea el mejor de los sistemas posibles, no tengo idea de cuál sería el mejor sistema. La peor democracia es mejor que cualquier «buena» dictadura, claro está. Pero en este país hemos aprendido bien las desventajas de la democracia y no tanto las ventajas. Lo que quiero decir sencillamente es que al escribir uno no solo arma un argumento, una fábula con ciertos sentidos, sino que además toma decisiones, ejerce una política interna: quiénes van a tener poder en la obra, cómo serán de aburridos los ensayos para algunos que esperarán a un costado su flaca escena…
La estructura de poder se filtra en la estructura de la obra.
Absolutamente. Suponer heroicamente que «no tengo nada que ver con el poder, voy a sustraerme de sus mecanismos» te pone ante una paradoja. No existiendo poder, ¿qué existe? ¿Impotencia? Puede ser interesante planteárselo: cómo escribir o producir desde el no poder, desde la impotencia absoluta, pero los ejemplos no abundan porque toda voluntad creativa es una voluntad de orden. Y todo ordenamiento implica un poder. Para encontrar formas hay que hallar jerarquías, despegar las figuras de los fondos, hay que hacer una serie de operaciones que se emparentan con las cuestiones biológicas que hacen al poder. ¡Pero sí podemos pensar en un poder (en un «poder hacer») sin prepotencia! Creo mucho en la biología, aunque me parezca la más injusta de las prácticas. La naturaleza es así, no es justa y, sin embargo, garantiza la vida en general, en detrimento de la vida en particular.
Pensás como un filósofo.
No, no, los filósofos piensan en serio; yo no tengo que demostrar la veracidad de mis especulaciones, apenas probar a qué formas conducen y ofrecerlas como bombones –a veces venenosos‒. Ya hace tiempo que lo «bello» y lo «verdadero» se divorciaron sin juicio de división de bienes, mal que le pese a Platón. Yo no puedo evitar jugar a coquetear con las ideas, pero como un niño que apila cubos, no más. Hice algunas materias de la carrera de Artes de la UBA, que después abandoné. No estudié filosofía a fondo (que en las universidades suele ser una historia de la filosofía), pero cuando encuentro una idea, ya sea en Nietzsche, en Žižek, en Kierkegaard o, sobre todo, en las Teorías del Caos, que me estimula, me pregunto cómo sería encontrar una situación para representar esta idea filosófica. Es porque mi teatro se construye sobre una puesta en escena de situaciones. Por ejemplo, cómo se pondría en escena este concepto de Žižek según el cual toda gran idea alberga en su esencia una contradicción. «Libertad» quiere decir lo que entendemos y también, en alguno de sus subconjuntos de significación particulares, quiere decir lo contrario ‒es la tesis de mi obra Todo‒. Pienso el mundo en términos de situaciones que ejemplifican ideas filosóficas y pido prestadas a la filosofía algunas de sus herramientas. Creo que todos los escritores hacen eso, más o menos inconscientemente.
Te gusta escribir escenas, ¿y te gusta actuar?
Sí, me gusta más que escribir y que dirigir. Actuar es disfrazarse como un pavo, pero también es encarnar ideas. Yo empecé queriendo ser actor y nunca abandoné ese deseo. Actores buenos hay aquí muchísimos y autores hay menos, estadísticamente. Empecé a ser más conocido como autor, o como director de mis propias obras. Pero mi mayor deseo era actuar en ellas.
¿Desearás vivir en todos esos personajes?
Es posible. Pero uno sabe que no todos los personajes son potencialmente indicados para uno. Hay quien ha observado, inteligentemente, que mis mejores personajes son los femeninos. Creo que estoy de acuerdo: cuando escribo para mujeres estoy liberado de la responsabilidad de, en un futuro hipotético, tener que encarnarlos yo mismo. Entonces los personajes femeninos son más libres, más locos, están menos atados a mi propio juicio moral sobre mí mismo, sobre mis propios límites o vergüenzas. El escritor vive un poco en todos sus personajes, pero hay una diferencia grande entre escribir y encarnar. Cuando escribo sobre un personaje que sé que voy a encarnar, debo considerar que a veces puedo llegar a pasar 3 años de mi vida encadenado a la situación que me he creado. Actuar bien es una responsabilidad enorme, y me gustan las responsabilidades. Suelo escribir mis obras para mi compañía El Patrón Vázquez, somos un grupo de cinco actores más o menos estable. Lo que escribo para otros no está atado a mis pruritos como actor, y ¿para qué me voy a crear un personaje que sé que no voy a poder hacer? En fin, muchas actrices me agradecen que haga personajes para roles femeninos muy disparatados, que en el teatro clásico prácticamente no existían. Tuvo que llegar Ibsen con su Nora. En el sistema europeo una actriz para consagrarse tiene que pasar por los clásicos, y estos a veces no saben de igualdad de géneros y no le ofrecen lo mismo que a los hombres. Salvo tal vez en las tragedias griegas, en el resto del teatro la proporción del protagonismo masculino ante el femenino es abrumador. De manera análoga a la general exclusión de la mujer de otros ámbitos públicos.
Nací en un momento en que la batalla varones-mujeres está ya bastante equilibrada. Pero insisto, no lo hago para restituir una justicia y darle el rol que la mujer merece. Es mera practicidad de autor; son los roles que no tengo la responsabilidad de encarnar y por eso son libres de las neurosis de mi yo, de mi superyó y del otro quía. En los talleres de actuación hay más actrices que actores, y las actrices suelen ser mejores que los actores. Tienen otra sensibilidad, no sé si mejor o peor, pero diferente. Son introspectivas, extravagantes y conversadoras. ¡Y no son yo!, son «lo otro». Eso es maravilloso. Ahora estoy haciendo Spam, donde estoy solo en escena, mano a mano con un músico. Es casi un monólogo, pero hay una mujer muy importante: la tenemos filmada en un video. Se llama Cassandra, su presencia y luego su ausencia son fundamentales en la pieza. Spam pertenece a un grupo pequeño de obras que me escribo directamente para mí, saltándome muchos pasos: imagino lo que creo que me va a salir bien, aunque me guste ponerme problemas por delante. Cuando empecé a escribir yo no sabía que iba a dirigir mis obras, la escritura era un ejercicio paralelo a la improvisación, era para formarme como actor. Estudié teatro desde muy joven. Mi primer maestro de dramaturgia fue Mauricio Kartun ‒yo tenía 19 años‒ y mi primera obra escrita en su curso ganó un premio muy importante, el Premio Nacional en la categoría de autores no estrenados. A esa edad no sabía si me iba a dedicar al teatro, apenas acababa de dejar el secundario. Luego se estrenó en el Teatro San Martín. Y ahí dije: «Bueno, tengo que asumir la responsabilidad, hacerme cargo de esto que me pasó y que es muy bueno». Sabía que no iba a poder evitar actuar, que no es lo mismo que querer ser actor.
¿Y cuándo nació el deseo de ser actor?
Mientras me formaba yo intuía que era una tarea noble ‒tan noble como pensar‒ y que me iba a acompañar toda mi vida, aunque fuera un pésimo actor. Es difícil asumir esta parte del deseo, la parte en la que uno no es el mejor del mundo. Recuerdo perfectamente un episodio en mi orientación vocacional en el secundario, con mi profesora de psicología, Graciela Martínez, a quien quiero mucho. Yo estaba desorientado. Había sido muy buen alumno, había estudiado todas las estupideces que me daban y todas las materias me parecían importantes ‒menos Gimnasia, Contabilidad e Historia: era obvio que no iba a tener nada que ver con ellas‒. Cuando terminé el secundario, estaba cansado, agotado, no quería estudiar más. Me preguntaba: «¿Qué te gusta?». Me gustaba escribir, pero no me iba a dedicar a la escritura porque sabía lo difícil que es conseguir trabajo de escritor. Supongo que así pensaba ese chico de 19 años. Graciela me dijo entonces que el deseo no tiene que ver con ejecutarlo bien, sino con ejecutarlo. Me dijo claramente ‒o eso escuché yo‒: «Rafael, vos no vas a poder evitar ser escritor. A lo mejor no vas a ser un escritor bueno, pero eso no importa», y a mí me relajó mucho oír eso. Yo, que era el alumno perfecto, pensaba en algo en lo que pudiera descollar; ella parecía decirme: «No descuelles, no hace falta, hacé lo que tengas ganas de hacer». Una forma sensata de indicar que el deseo genuino termina por orientar al talento. O todo lo contrario, no lo sé. En fin, de no haber sido por este deseo, la ruta natural que seguía era una beca para estudiar ingeniería nuclear en Bariloche, porque me encantan las matemáticas. ¡Habría hecho cosas más útiles!
Pero tus obras hacen pensar.
¿Y qué? Haría pensar tanto o más como biólogo o geógrafo. Que de yapa solucionan problemas reales. No le adjudico al arte ninguno de los poderes mágicos que los no-artistas suelen atribuirle. Todas las disciplinas humanas pueden estar dotadas de una magia sensacional. En fin, la decisión fue tomarme un año sabático y esperar. Además soy muy caprichoso: me gustaba la matemática, pero no tanto la física. También me decía que me gustaba escribir, pero me gustaban más la lingüística o la lógica que la literatura o la comunicación. No entendía que la literatura fuera una materia en la escuela, que te obligaran a leer, cuando para mí leer era simplemente un placer. Y en ese año sabático empecé a trabajar de profesor de inglés. Vengo de una familia humilde y tenía que trabajar para pagarme cualquier estudio.
Bah, no fue tan así; en realidad, me presenté al Conservatorio y me desaprobaron. Fue mi primer gran fracaso, no sabía lo que era que me desaprobaran en un examen, pero fue complicado. Hice el ingreso durante un paro docente histórico, que duró como dos meses. No se sabía si el curso iba a seguir o no y en la espera, una profesora de técnica vocal, una foniatra muy mediocre, mandaba a su consultorio privado a los alumnos con problemas foniátricos. Como la mandamos medio al frente, solo aprobó a sus pacientes, aprobó a cinco de un curso de cuarenta. ¿Quería yo estar en una institución así? Les sugerí a media voz dónde se podían meter el Conservatorio. Fue lo mejor, yo no estaba diseñado para eso. Además, en esa época la política era en general no aceptar como aspirantes a actores a chicos de 17 años, lo cual no deja de tener algo de lógica, si se quiere. Ahora no, el IUNA es una universidad, y las cosas han cambiado mucho. Se puede ingresar en ella sin tener un conocimiento o talento previo, como pasaría con Odontología o Bibliotecología. Así que tras este presunto fracaso, que no era más que una nueva manifestación de la biología, me formé con maestros particulares, sobre todo en el estudio de Bartis. Mucho tiempo después incluso di clases en el Conservatorio. Les dije con vergüenza y pedantería a mis alumnos: «Desconfíen de una institución que me quiere como profesor pero que no me tomaría como alumno». Pero lo cierto es que yo volví a esa institución con mi mochila de artesano ya llena, fui allí a enseñar lo que yo hago. Duré poco, no soy muy amigo de las instituciones. Se ve que no me gusta tener jefe.
Los efectos después de la orientación con la psicóloga son interesantes.
Recuerdo también que Graciela, en esa orientación, nos decía, en un ejercicio dificilísimo: «Sueñen cómo se ven de acá a diez años». Estamos tan poco entrenados para soñar… Era una pregunta inquietante. Había que describir ese día del futuro hora por hora, y recuerdo haber escrito: «Me levanto, repaso un guión porque tengo que filmar una película», cosas así. Y terminó pareciéndose tanto a lo que es mi vida… Un pequeño gran milagro.
El milagro es que tu vida actual se parezca a lo que soñaste.
Es exacta. Hasta en el detalle del guión. Durante mucho tiempo me dediqué a actuar y al teatro, pero últimamente estoy con el cine.
¿Y cómo te ves de acá a diez años?
¡No! Ahora, con mis 44 años, no quiero ni pensarlo. El poder realizar todos mis sueños es mi mayor problema, eso sí que es para llevar a terapia. ¿Viste cuando te preguntan: «¿Con quién te gustaría sentarte en una cena?»? Debo admitir que esa especie de sueño imposible se ha cumplido más de lo que me merezco. ¡He comido con Harold Pinter! Hice una obra de Pinter hace muchos años, y coincidimos en un Festival en su honor en Barcelona. Él vino a ver la obra con su esposa, Antonia Fraser, biógrafa de reyes y reinas, duques y duquesas. Hicimos con cuatro actores formidables la única adaptación ‒un destrozo‒ que Pinter autorizó en vida; en general no permitía cambiar una coma. Nosotros, a instancias de Gabriela Izcovich, Julia Catalá, Luis Machín y Alejandro Vizzotti, le mezclamos dos obras, un mamarracho extraordinario (risas). Era muy potente. Terminó la obra y Pinter dijo: «I need a drink» («Necesito un trago») y salió corriendo. Volvió después del drink transformado de alegría, le debe haber gustado porque luego me designó como traductor de sus obras para Latinoamérica. Cosa que aún vengo haciendo. Es una suerte enorme: casi todos los sueños que tengo se me cumplen. He ganado premios que parecían remotísimos. ¿Soñaré solo cosas muy plausibles? Me he sentado de igual a igual con gente a la que admiro mucho y he acabado por tener proyectos con ellos: Harold Pinter, Wallace Shawn, Petr Zelenka, Blixa Bargeld, Thomas Ostermeier, Marius von Mayenburg, Mark Ravenhill, Sarah Kane… Artistas que admiraba y que me parecían inalcanzables. Por eso hoy me da una suerte de horror esa pregunta. ¿Y si pido algo para los próximos diez años y se me cumple también? El sueño ya no es sueño, es una suerte de elección teledirigida.
Hablaste de la responsabilidad, ¿será que cuando el sueño se torna realidad es algo diferente y hay que hacerse cargo?
La responsabilidad, sí, y hay algo peor, que suena un poco horrible: el absurdo karma del éxito. Aunque sea en pequeñita escala. Cuando me presento a un concurso con una obra, ¡espero ganarlo! Y el problema es que el cincuenta por ciento de las veces me lo gano. Estoy muy mal acostumbrado. He tenido otros fracasos en muchas áreas, cosa que me mantiene vivo: de los fracasos se realimentan el deseo y el aprendizaje. Pero cuando uno se acostumbra a soñar y que se cumpla, después el fracaso no se acepta tan fácilmente.
Por ahí no es miedo al fracaso sino a que tu sueño se cumpla, ya que ahora sabés que se puede cumplir.
Claro. Cuando deseé en grande por primera vez no sabía que se podía cumplir. Ahora me cuido de desear y de dejarlo por escrito, como si fuera una tarea por cumplir forzosamente. Me genera una mezcla de deseo y de temor.
Freud decía que se teme lo que se desea y se desea lo que se teme. Con esto llegamos al final, no del arte, pero sí de la entrevista. Muchas gracias Rafael.
Del otro lado del diván
Rafael se supera a sí mismo día a día, ese es su mayor talento, del que se desprenden sus otras capacidades artísticas. El poder aceptar no ser el mejor del mundo para llegar a ser lo mejor que puede ser desde su singularidad, le posibilitó la expansión de sus procesos creativos. Las palabras de la psicóloga le marcaron este camino desde su adolescencia y lo guiaron por el sendero del deseo; Rafael supo escucharla, tanto como a su madre. Su cuestionamiento social tiene este origen. Estos aspectos de su personalidad hacen de él un artista contemporáneo de una absoluta originalidad.
En esta entrevista Rafael se define por sus pensamientos, por su conexión afectiva y por su sentido del humor. Sin embargo, hay algo más interesante que es intransmisible en palabras: lo que no dice, aquello que guarda en su intimidad para entregarlo en la realización de sus sueños. Rafael se atreve a soñar pese al temor, y lo que se reserva como un tesoro (y que dice ser su neurosis) lo traduce en sus obras y en su arte.