LITERATURA
No conocieron las bondades del éxito masivo, ni siquiera contando en su haber con alguna prestigiosa distinción de la crítica. Sin embargo, son novelas cuyos valiosos matices bien justifican la lectura, ya sea por su calidad narrativa, los temas abordados o porque significaron innegables puntos de inflexión en la carrera de sus autores.
Por Carlos Algeri
Eludieron las rimbombantes marquesinas que anuncian los best sellers. Puede que alguna haya despertado el interés de un ocasional crítico que reparó en virtudes y atractivos de novelas que, por distintos motivos (por lo general, inmarcesibles y misteriosos) no sedujeron al gran público, aunque sí fueron celebradas por un grupo de afortunados lectores que —acaso inesperadamente o tal vez por confiar plenamente en el prestigio de sus autores— abrieron su mente y su imaginación a novelas distintas, originales, recomendables por donde se las mire. O más exactamente, por donde se las lea.
Los desangelados (1977) es una de las mejores novelas de un gran autor como Geno Díaz (Buenos Aires, 1926-1986), probablemente más reconocido por su trabajo como humorista (escribió guiones para Tato Bores y fue caricaturista) que por sus también formidables dotes como narrador. Lo que en su cáscara podría leerse como una novela policial, resulta un retrato áspero y cruel de la vida en las grandes ciudades, en el cual una Buenos Aires mórbida y oscura se va despojando casi insensiblemente de sus rasgos de bohemia para entrar de lleno en una nocturnidad en la que campean el peligro, la traición y la muerte. La elección de un periodista (José Goldberg) como protagonista remite a una de las profesiones de Díaz (quien además fue dibujante) y se erige una metáfora insoslayable de una época en la que los hombres de prensa, por instinto de preservación, evitaban la investigación de ciertas cuestiones.
Cuando Goldberg desoye el mandato de su intuición, la trama empieza a quedar expuesta y el lector se zambulle en un universo de corrupción en el que refulgen fugaces estrellas de la farándula, drogas, tráfico de armas y lavado de dinero. Con un pulso firme e incisivo, Geno Díaz construyó su primera novela con una demoledora solidez. La riqueza de sus diálogos, los golpes sordos de cada una de las vueltas de tuerca de una trama cuidadosamente urdida y sostenida con la base de la amistad de varios personajes, tendrá su tremendo desenlace cuando el comisario inolvidable y melancólicamente porteño (Miñán) confirme la teoría que hasta ese momento evitó contarle a su amigo periodista. Más que la muerte de su colega y amigo que motoriza la investigación, a Goldberg le resultará insoportable la abominable e imperdonable traición de otro amigo de ambos. Ya lo decía Adolfo Bioy Casares: «Quiero pensar que el peor de los pecados sigue siendo la traición».
En 1980, con lógica irrebatible, Los desangelados desembocó en el cine, con guión de Jorge Goldenberg y dirección de Sergio Renán, quien además de dirigir su primera película, Sentimental (Réquiem para un amigo) asumió el rol protagónico. Junto a él estuvieron Luisina Brando (La China, una de esas mujeres de hierro que sostienen cualquier intensa historia de amor), Guillermo Rico (el comisario Miñán) y Pepe Soriano como El Tano, personaje tan enigmático como seductor. La extraordinaria música original de Julián Plaza fue el toque de distinción para una película elogiada por la crítica y recibida con beneplácito por un público ávido de historias que hablaran —sutilmente— de lo prohibido y que confirmaran —inevitablemente— el horror de cada día. El germen de tamañas repercusiones fue aquella primera y extraordinaria novela de Geno Díaz.
En 1965, gracias a El pájaro pintado, Jerzy Kosinski (Polonia, 1933-Estados Unidos, 1991) gozaba del respeto de los críticos y la admiración del público. Tres años después, el escritor con etiqueta de misterioso (a tal punto que varias crónicas sugirieron que su vida podría haber sido la de alguno de sus personajes de ficción), sorprendió a propios y extraños con la aparición de Pasos, definida por los críticos (y no por el autor) como su novela más autobiográfica, un experimento apasionante y apasionado, en el que un relator indeterminado pasea sus dotes a través de capítulos cortos que bien podrían constituirse en cuentos aislados, aunque se tratara en realidad de pasos que conducen inexorablemente, en el armado final, a una novela extremadamente desoladora, en fondo y forma, como pocas veces se leyó en la literatura de los Estados Unidos, país en el que vivió Kosinski la mayor parte de su vida. Narrada en primera persona, alterna historias más o menos convencionales, con soliloquios, diálogos y digresiones intelectuales; el conjunto deviene tremendamente perturbador. Pocos temas fundamentales quedan sin tratar en esta excepcional novela, ganadora del American National Book Award en 1968: amor, sexo, celos, traición, soledad, muerte, miedos, son algunos de los tópicos que Kosinski examina desde una perspectiva en la que, años después, costará reconocer su escritura en otra novela formidable, pero de construcción y lineamientos diferentes: Desde el jardín (1971), que lo catapultó definitivamente a la fama internacional.
Pasos es una de esas novelas que provocan la envidia de cualquier escritor que se precie de tal. No podría decirse lo mismo de los editores, quienes probablemente no habrían publicado la novela sin conocer el prestigio de su autor. Así lo reveló, en un insólito ejercicio periodístico casi ligado con lo que décadas después resultarían los reality shows, el escritor norteamericano Chuck Ross en 1975, quien envió 21 páginas de la novela a cuatro editores distintos. Aparecían firmadas con el seudónimo Erik Demos y en los cuatro casos corrieron la misma suerte: la devolución de las páginas sin promesas de publicación. Lo curioso es que entre esas casas editoras figuraba Random House, que había publicado la novela siete años antes. Pertinaz en su experimento, Ross lo repitió en 1981 enviando la novela completa, con idénticos resultados. Diez años después, habiendo vendido unos setenta millones de ejemplares de sus libros y ungido con los más prestigiosos premios literarios, Jerzy Kosinski se suicidó, ingiriendo una dosis mortal de barbitúricos. Se despidió de este mundo a través de una nota en la que se reconoce su sello: «Me he ido a dormir por un rato mayor de lo habitual, llamando Eternidad a ese rato».
Situación de peligro (1986) es tal vez una de las novelas menos conocidas —y más atractivas— de Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948). La deliberadamente engañosa estructura de un prólogo y cuatro relatos (como para ahuyentar cualquier probabilidad de unidad a priori) juega como seductora señal de un autor que vuelca en este texto una considerable cuota de autorreferencialidad, como asimismo un matiz anticipatorio de las novelas que vendrían después.
La omnipresencia del Mataderos natal, ese barrio obrero en el que se crió el autor a la sombra de un padre fuertemente identificado con la política, el sindicalismo y la rectitud moral; una abuela a ratos insidiosa, a ratos sabia; una madre comprensiva y acaso débil de carácter; una hermana intrusiva y celosa; el peronismo respirado en cada rincón de la Argentina por simpatizantes y contreras; la estrechez económica del presente y la incertidumbre del futuro; el niño-narrador (Saccomanno) que todo lo observa y va cincelando inevitablemente la figura del escritor que se viene, se reflejan magistralmente en las páginas de una novela corta en la que prevalece el misterio, la ambigüedad y algunas memorables sentencias que sólo pueden macerar personajes del suburbio porteño. «La memoria es la lengua que va a dar a la muela que más duele», sentencia la abuela y define, probablemente en forma casual (¿o causal?), una novela en la que el diluvio final, lejos de ser definitivo, abre los caminos de lo que vendrá.
«De esta tormenta no te vas a olvidar», cuenta el narrador-hijo que le dijo su padre en la novela. «No así nomás», asegura que respondió el narrador-hijo a su padre en la novela.
La obra posterior de Saccomanno ratifica cuánta sinceridad pueden anticipar los personajes literarios acerca del ineluctable camino de un autor, cuando se trata, como en este caso, de un narrador con una potencia y un estilo absolutamente impares.
«Satisfacción y remordimiento se unen cuando uno ayuda a un joven, que tiene talento indudable, a zambullirse en lo que llamamos vida literaria. La de hoy, la que casi nada tiene que ver con la que comentó Anatole France», anticipa Juan Carlos Onetti en la contratapa de El rey de la torre (1988), de Gabriel Barnes (Rosario, Provincia de Santa Fe, 1950). Sórdida y deslumbrante incursión del novel autor por el ala más ríspida de los arrabales porteños, sus personajes y situaciones devienen hoy asombrosamente visionarios. En una época en la que se insinuaba mucho más que lo que se admitía o concretaba, Barnes arremete con una trama especularmente policial para trazar con rasgos firmes, carentes de toda indulgencia, figuras tan fantasmagóricas como inquietantemente verosímiles: travestis acechados por la pobreza, sombras lacerantes de una trama (real) que los usa y descarta; rufianes borgeanos carentes de valentía y de cualquier atisbo parecido a la lealtad; desesperación en el aire de una ciudad (Buenos Aires) que castiga durante el día y decide olvidar durante la noche; o de barrer debajo de la alfombra cualquier asimetría humana que no se adapte a su declamado y turístico esplendor cosmopolita.
Áspera y provocadora, El rey de la torre es una novela incómoda, revulsiva, de lectura complicada para espíritus facilistas. Estas condiciones potencian aun más el final del comentario de Onetti en contratapa: «Sé que al incauto lo esperan el filo de las críticas, la indiferencia y la ansiosa e inevitable acusación de influencias. Pero la única opinión crítica que tiene importancia es la de los lectores. Así lo he comprobado mientras pasan los años. Y lo mismo pasará con esta excelente novela».
Pasen y lean, señoras y señores. Como en botica, hay de todo. Novelas olvidadas, otras premiadas y alguna enfáticamente rescatada por una voz reverencial. Matices al margen, obras y autores confirman sobradamente aquella sentencia de Ezra Pound: «Los buenos escritores son aquellos que conservan la eficiencia del lenguaje. Es decir, lo mantienen preciso, lo mantienen claro».
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