La tierra es de quien la trabaja
Por Alfredo Aracil
Sobre el paro de artistas y final de “el mundo del arte”.
Según parece, se convoca un paro de artistas para el día 24 de abril. Lo digo no muy seguro, sobre todo por falta de información. Solo encontré una publicación en el Instagram de un compañero de profesión. Porque, más allá de los esporádicos contactos con instituciones y galerías, donde trabajamos los artistas, curadores y críticos es en las redes, donde se va a realizar el paro. Allí, entre likes y followers, intercambiamos a diario afectos y producciones. A decir verdad, las regalamos a grandes corporaciones que aúnan en una misma pantalla servicios de producción, registro y consumo.
Dice la convocatoria, que los artistas están hartos de trabajar por amor al arte. Y, sin embargo, entre sus filas no parece cerrado el debate en torno a la profesionalización, es decir, si la actividad creadora, ahora sumada a la necesidad de producir una imagen social y hacer de contable de uno mismo, sea o no trabajo. Sin duda, la falta de infraestructuras públicas, junto con el diminuto tamaño y la concentración del mercado nacional, favorece una postura esencialista que frente a la regulación laboral y los fríos intereses de las industrias creativas opone amor, amistad y fiesta. Una irreverencia deudora de los años noventa, que en su intento de “salvar al arte y evitar la malversación social de su concepto” termina haciendo de la crítica a la profesionalización un argumento (de clase) para resistirse a asimilar la subjetividad de los creadores, tan especial y tan distinta, a la de aquellas personas que, comúnmente, se ven obligadas a ganarse la vida con un laburo más o menos horrible.
Pero no quiero desviarme (o sí). Porque el llamado al paro, en realidad, es algo muy serio. En este caso, una vez más, la huelga es un reclamo justo y necesario en tiempos de chuleo y extractivismo vital. El problema es más estratégico. Viene de convocar el paro en un contexto como el actual, cuando la jornada laboral y el tiempo libre tienden a confundirse más todavía. En medio del aislamiento provisional y obligatorio, esa otra huelga involuntaria, cuando más insufrible se hace la saturación del mercado, lleno de materiales gratuitos y contenidos en demanda, casi a costo cero, que son “compartidos” por plataformas cuyo único rival, por cierto, como declaró el CEO de Netflix, no es otro que el sueño, límites mismos de lo humano.
Pero ¿a qué le tenemos miedo artistas, curadores, críticos y empleados de instituciones? ¿A qué le teme “el mundo del arte”? ¿Por qué no antes? ¿Por qué solo somos capaces de aparecer públicamente como colectivo, convocar huelgas y luchar por nuestros derechos en situaciones agónicas, en las que no parece existir, como ya sucedió en España con el “apagón cultural”, demasiado margen para conseguir nada? ¿Por qué nunca tienen continuidad las asambleas y no llega a concretarse ese movimiento asociativo y sindical que desde hace tanto tiempo se viene necesitando?.
Tiempos excepcionales, aunque no muy distintos de la cuarentena blanda en que ya vivíamos los subproletarios que trabajamos desde casa, parecen habilitar la impunidad suficiente para lanzar una hipótesis, seguro que apresurada. Entre otras muchas cosas, da la sensación de que “el mundo del arte” le tiene miedo a lo común. Le teme a los espacios de indistinción, a un devenir plebeyo donde la ingeniería neurótica y el cálculo individualista serían sustituidos por un fondo objetivo que todos compartimos, por una lógica de cooperación libre y anónima que no debe confundirse con la anulación de la singularidad, sino con el final de determinado modelo de individuación. Para empezar, sucede que “el mundo del arte” se basa en un sistema de valorización que establece cómo, tanto obras como personas, tienen más valor en la medida en que son diferentes. Para el mercado, son valiosas, aparentemente, cuanto más raras son, dentro del régimen de competencia, en una economía que alimenta la escasez. “El mundo del arte” cultiva como pocos la segregación y la exclusividad. La necesidad ciega de conseguir lo que no se tiene, premiando dinámicas aspiracionales y prolongando la mitología del artista narcisista, un sujeto auto-centrado para el que el mundo se reduce a sus propias experiencias y emociones.
De modo que “el mundo del arte”, al final, no hace más que defenderse de la amplitud de los espacios lisos, de territorios ingobernables donde se confunde qué es lo que puede y quién es cada uno. Como el diseño y la publicidad, al valorizar objetos especiales sobre procesos de producción, inventando necesidades y novedades, al producir la diferencia por la mera diferencia, “el mundo del arte” rechaza cualquier sentido de lo común hasta expulsar de su reino todo instinto igualitarista. Imperio de las distinciones, al fijar límites entre cuerpos, saberes y disciplinas, “el mundo del arte” produce riqueza reuniendo lo separado, en un conjunto cerrado de representaciones codificadas, demasiado parecidas a la realidad capitalista, lo que viene a reforzar un gusto idéntico, aunque nunca popular.
Es por eso que produce tanto goce cuando se nos abren las puertas de sus cónclaves cerrados, de sus círculos concéntricos y sus fiestas privadas. En ellas, a cambio de champán y cocaína, la comunidad acepta servilmente ser reducida a la escena, al gueto de los elegidos, los amigos y los conocidos que, depende del día, te quitan o no la cara. De manera que la utilidad de aquello que supuestamente es útil en tanto que tiene un uso, el arte y los trabajadores del arte acaban capturados por una ecuación en la que lazo social y valor de cambio se sitúan cada una de un lado. En resumen, “el mundo del arte” y sus lógicas han conseguido que, nosotros sus súbitos, entendamos por común algo falto de interés, algo menor y ordinario.
Los últimos días del mundo del arte… y tal vez los primeros de uno nuevo es otro más de los ensayos sobre “el mundo del arte” traducidos al castellano que ha visto parir la pandemia. En él, el crítico norteamericano Jerry Saltz cae en el lapsus de hacer pasar un grupo de caras blancas y privilegiados por la comunidad, aquello que debería ser una república impersonal. No en vano, para muchas filosofías la comunidad es lo que no tiene ni nombre ni rostro, algo incierto y por construir, una multitud en proceso de hacerse y deshacerse, y que en ningún caso se refiere a un grupo reducido, sino a la aparición en escena de un otro, a menudo amenazante, que es distinto, pero igual que nosotros.
Jerry Saltz, al parecer nostálgico, confiesa que va a extrañar la época en que arrancó su carrera, “un mundo del arte mucho más pequeño, no profesional ni monetarizado, donde no existían cosas como carreras estables, ventas, ferias de arte, grandes audiencias ni subastas. Este mundo funcionaba gracias al deseo y la pasión de semi-bandides, vagabundes, buenes-para-nada, visionaries, pervertides, genies, parásites, exiliades, gitanes y artistas bohemies. Era un mundo anterior a éste que conocemos hoy que se ha vuelto tan grande, hiperactivo, circense, inestable y profesional”. Más allá de las contradicciones en términos, reduciendo el deseo a una expresión subjetiva, a un teatro con personajes y argumentos muy viejos, la visión de Saltz se complace en reproducir clichés clasistas. Su relato, de hecho, no hace más que repetir mitos y visiones cool, por fuera de cualquier contradicción o conflicto, de lo que ya en el siglo XIX, en pleno Romanticismo, en la Primavera de las Revoluciones, era causa de malestar de muchos artistas. No en vano, el hecho de que vivir como artistas era precisamente no conformarse con un horizonte de desigualdad y miseria, la dura realidad de explotación común que los trabajadores del arte todavía con los obreros, con los que Courbet, entre otros, no dudo en alzarse.
Según Jacques Lacan “la riqueza es la propiedad del rico”. De modo que cuando el bueno de Jerry, desde el centro financiero mundial, se refiere al trabajo como “esas extrañas concesiones que nos veíamos obligados a hacer con el dinero”, si estamos de acuerdo en que el dinero es la unidad abstracta que se recibe como contrapartida por nuestra fuerza de trabajo, no es complicado adivinar quién gana todas esas veces que, aún necesitándolo, no nos atrevemos a preguntar un honorario, cuando dudamos en pedir lo que es nuestro. Por cierto, querido Jerry, como nos enseñó el productivismo ruso, las cooperativas y las comunidades de artistas, como nos recordaron sellos de música punk como Stiffff Records o Dischord, lo underground no es sinónimo de ser pobre ni de trabajar gratis, lo underground es reivindicar no sólo que no hay capital sin trabajo, sino que parte de la riqueza extraída del valor de cambio ha de volver a los productores.
Los ricos, a todo esto, son los únicos que ni pagan ni hablan de dinero. Entre risas, los soberanos de “el mundo del arte”, los nombres y apellidos que como un pañuelo caro Saltz nos pasa por la cara (los Marian Goodman, Robert Gober y Paula Cooper que paternalistamente le invitaban cigarrillos a cambio de su habilidad con las palabras), piensan cómo hacer de esta crisis una nueva oportunidad. Ante todo: seguir creciendo y ampliar la red de secuestro de lo común. Para ello, cuentan con la colaboración de muchos agentes del “mundo del arte” que ni se sienten trabajadores ni tienen reparos en dejarse capitalizar gratuitamente, la parte que disfruta de la servidumbre, que a veces parece ignorar de qué manera lo común se ha vuelto el espacio privilegiado de producción de riqueza. ¿Que qué quiero decir con lo común acá? El lenguaje, los saberes, las imágenes y la imaginación, que son, junto con otras producciones inmateriales, las nuevas mercancías que llenan el mercado.
Ahora bien, el último giro cognitivo del capital demanda, además, requisitos expresivos y comportamientos asociados con lo social, como pueden ser la facilidad para vincularse, hablar en público, hacer amigos, compartir noches, inventar nuevas conexiones y hacer proliferar redes, aquello que es común y se pone a trabajar en común. En este punto, el optimismo que manifiesta Saltz, la certeza de que “el mundo del arte” puede superar hasta una pandemia, se hace inseparable de cierta actitud entre cínica y voluntarista, la demanda de una disponibilidad y fe ciega que es necesaria para hacerse un lugar en el sistema.
Recordemos: el primer mandato de “el mundo del arte” es no ser demasiado crítico ni aguafiestas. Demostrar un afán a prueba de bombas y humillaciones. Flexibilidad. No desfallecer nunca. Ser oportunista. Estar atento a las posibilidades, competir y continuamente adaptarse. Adaptación, por lo demás, es otra palabra fetiche para Saltz. No deja de aparecer en el texto, también como “sobrevivir”. Aunque no queda claro qué es lo que debería sobrevivir, si “el mundo del arte”, el arte o el mundo, en un totum revolutum donde lo mismo caben ferias que escuelas, empresarios, empleados de museos o artistas que no tienen otro capital que su forma de vida. Porque de la vida de personas estamos hablando. No de la supervivencia de instituciones que, en lugar de producir contenidos y favorecer la nueva normalidad online, podrían estar pensando cómo apoyar a los artistas, por ejemplo, comprando obra para sus colecciones o interpelando al Estado para conseguir, en un futuro no muy lejano, algo parecido a una renta básica.
Así que, antes que echar de menos como hace Saltz “los viejos tiempos en que John y Yoko, causaban conmociones sísmicas de pura admiración al deslizarse por Madison Avenue”, me van a permitir desear que, si es preciso, todo explote para que todo cambie. Ojalá que acciones como este paro de artistas ayuden a que nada vuelva a ser como antes. Y que “la más vieja, tenue y preciosa de todas las profesiones”, al parecer de Saltz, recupere su magia. Que esta crisis sirva para crear nuevas experiencias objetivas, nuevas formas de otra vida más sana, más justa y más libre. No para adaptarse a esta forma de realidad menguada, sino para hacer de la explotación que sufrimos una potencia, el viento a favor en un océano de fuerzas y tempestades comunes, la intensidad que empuja al deseo a llegar más lejos. Sin miedo, que todo se vuelva posible.