Ana Gallardo: «El artista viejo es muy famoso, o no existe»
ARTE
Dialogamos con Ana Gallardo, una artista cuya obra gira en torno a temas universales como la vejez, el amor, la familia y las relaciones humanas. En sus obras investiga sobre historias de vida de gente común, permitiéndonos conocer el mundo interior de personas que se parecen a nosotros más de lo que pensamos.
Por: Victoria Márquez
Ana Gallardo, artista rosarina nacida en 1958, ha tenido una trayectoria atípica. Después de desempeñarse en trabajos de índole muy variada y haber llegado a decir «dejo el arte para siempre», a los 45 años, su carrera empezó a despegar cuando se sumergió en el lenguaje de la instalación y la performance.
Ha expuesto en numerosas muestras alrededor del mundo, entre ellas la última Bienal de San Pablo y la Bienal de Pontevedra. Haciendo hincapié en lo afectivo y lo relacional, la obra de Gallardo se vincula fuertemente con el ambiente social en el que se desarrolla. Su último proyecto Un lugar para vivir cuando seamos viejos invita al espectador a pensar un espacio ideal para una vejez feliz, tratando de ubicar definitivamante al tema en un lugar destacado dentro de la discusión pública.
Contame sobre tu carrera… sé que viviste un tiempo en México y al volver a la Argentina empezaste a producir más fuertemente, ¿cómo se fue desarrollando tu carrera como artista?
En realidad yo no tengo una carrera común, soy una especie de autodidacta. No estudié Bellas Artes, no hice la escuela. Siempre quise ser artista, mi mamá era pintora y mi papá poeta; ella murió cuando yo era muy chica y eso me marcó, de algún modo, para saber que esa iba a ser mi profesión, siempre quise ser pintora y no se me ocurría hacer otra cosa que no fuera pintar.
Por cuestiones de líos familiares, cosas de la vida, no estudié. No logré ser una buena alumna, ni ser aplicada: de hecho, no terminé el secundario. No tengo una formación académica, lo que me pesa tremendamente. Igual, en el momento en que yo era joven había cierta rebeldía sobre las instituciones, sobre la formación institucional, que hoy por hoy no hay. Además acá la academia era malísima, por lo que era más fácil pelearse que modificarla. Entre otras cosas, yo viajé mucho a México porque tengo una familia mexicana, mi abuela materna vivía allí. Cuando muere mi mamá, mi papá nos hace viajar, y cuando terminó la dictadura militar yo había empezado a pintar. En el 84, 85 empiezo a trabajar en la Galería del Retiro, una galería de arte que para mí fue una bisagra de lo que fueron los 80 y los 90, que junto a Ruth Benzacar, cobijó y dio una identidad a lo que se venía viendo como arte contemporáneo. Esa fue mi mejor escuela. Empecé a entender algunas cosas, lo que era una carrera, un sistema del arte. Me fui a vivir cuatro años a México y volví cuando nació mi hija, en el 91, casi en el 92 y seguí trabajando, pero creo que mi producción empieza realmente en 2003, hace ocho años, ahí fue cuando realmente logré concentrarme.
¿Cuándo empezaste a pisar el acelerador con más fuerza?
A fines de los 90, un día dije que dejaba de pintar, que dejaba el arte. Empecé a acomodar las piezas del taller para convertirlo en otra cosa y con los mismos objetos que me puse a acomodar empezaron a aparecer fragmentos que parecían obras. Ahí cambió la materialidad, esas piezas se acomodaron en algo que estaba sucediendo o algo que le interesaba a la gente, más de lo que le interesaba la pintura. Igualmente yo siempre me sentí más cómoda con la pintura. Se ve que no encontraba la manera de insertarme, no había clínicas, había poco contacto con los pares, no sabía qué hacer. Dije «dejo el arte» porque estaba harta de todo, en el 98 estaba llena de deudas y no daba más, una situación malísima. Los artistas hicieron una rifa, una venta de obra y con eso se pagó toda la plata que yo debía. En ese momento yo dije basta. Mandaba a salones y me devolvían la tela rota, yo me armaba mis bastidores porque no tenía plata para comprarlos y me devolvían la tela rota. Entonces dije «no va más, acá se terminó». Lo que se terminó en realidad fue ese lenguaje, lo que no funcionaba era ese lenguaje que yo estaba usando.
¿Vos dijiste «dejo el arte» y los artistas te ayudaron?
Una artista muy amiga, Claudia Fontes —que generó una iniciativa llamada TRAMA para reflexionar sobre la practica artística— me dijo: «hay que sacarte de este pozo». Ella organizó una colecta en Juana de Arco en el 98, 99. En el 2000 me gano una primera mención en un salón al que mando, y ahí paso a otra cosa. La obra empieza a moverse.
¿Te ayudó mucho que tus colegas te apoyaran? Por lo que veo, tus obras posteriores tienen mucho que ver con los vínculos interpersonales. Te quería preguntar sobre las obras realizadas en colaboración con otras personas. ¿Me podés contar alguna anécdota o encuentro, un vínculo que recuerdes en particular?
Sí, me acuerdo de todos, por ejemplo, una amiga mía que se llama Silvia Mónica que trabajaba de prostituta y quería ser cantante. Ahora lo es. Hicimos un video con ella, cantamos y decidió ponerse a estudiar. Es una mujer grande, de 60 años y somos reamigas, ella no logra salir completamente del problema económico, pero ha logrado cumplir con su sueño, que era cantar. No puede vivir de eso porque el sistema no se lo permite, pero empezó a estudiar y ahora canta, por ejemplo va a cantar mañana en una fiesta que yo hago.
Intento mantener el vínculo con todas las personas con las que trabajé. En México tengo dos personas que voy a ver, otro en París, en Montbeliard, voy a sus casas, etcétera. Lo que intento hacer cuando armo esas redes es mantener un vínculo, buscar y generar algo que para mí es esencial: lo sociable, la gente. Con muchas mujeres hemos logrado mantener un vínculo en el tiempo y creo que a muchas de ellas el trabajo les ha servido, la obra las ha ayudado a resolver ciertas cuestiones.
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¿Vos crees que el arte puede ayudar a resolver problemas emocionales? ¿A vos te sirvió?
A mí me salvó la vida. Me salvó la vida el arte. Me ayudó a generar un mundo que me protegió (aunque a veces me haya hundido económicamente). Recuerdo que cuando llegué de México tuve un trabajo que era vender los primeros celulares, Movicom. Odiaba el sistema de venta; te daban un curso de 3 meses y después salías a vender. Cada vez que yo abría la boca era para discutir con el profesor que daba los cursos de venta, y el profesor en un momento ya me preguntaba: ¿qué hace usted acá? Entonces yo me iba a casa a pintar y entraba en un mundo en el que ellos no entraban.
Lo otro es que entendí que con mi obra yo generé mi propia identidad de género y tuve un diálogo con mi madre. Construí una madre, que es el arte, y con ella me peleo, voy y vengo, me vinculo, y eso para mi fue súperreparador, me doy cuenta de que eso estuvo bien, que me sirvió mucho.
Respecto a tu proyecto Un lugar para vivir cuando seamos viejos, contame un poco en qué consiste, cómo se gestó la idea, en qué están trabajando ahora.
El proyecto surgió con un amigo de toda la vida, Mario Gómez Casas, con quien durante toda la vida pensamos: «¿De qué voy a vivir en el futuro? No tengo jubilación, no tengo dinero, no tengo vivienda, qué voy a hacer?», y de tanto pensar sobre qué íbamos a hacer dijimos: «bueno, hagamos algo». Empezamos a pensar cómo queremos envejecer. ¿Dónde, cómo, qué quiero, qué no? …y entonces surgió el blog, y nos invitaron a una muestra. A mí también me interesaba que fuera la construcción de un pensamiento artístico, no quería que fuera construir un geriátrico, pero sí el instalar una preocupación sobre algo que no se quiere ver, que cuando llegamos a esa situación ya es tarde. Todos vamos a envejecer. Esos que te discriminan, que no te quieren ver, esos mismos que no te incluyen también están envejeciendo, y la vejez es algo que hay que admitir. Tenemos que ver cómo armar un lugar donde nos incluyamos todos. Está feo no saber cómo envejecer porque «no hay vejez», porque no se la ve, porque todas las mujeres están estiradas o porque no están participando con lo que tienen para decir. Por eso, para nosotros fue una especie de bandera, una acción política, el instalar a un viejo en un mundo donde no hay viejos; porque en el mundo del arte contemporáneo no hay viejos, el artista viejo, o es muy famoso, o no existe.
Vos hablás de espacios vedados para personas mayores de 50, y también hablás de cuán tarde es para cumplir un sueño.
Dentro de las artistas de mi generación, no sabes lo difícil que es para ellas lograr que sus obras sean vistas, sin importar si esas obras están buenas o no, porque creo que hay nichos para todo. Es muy difícil que vean a una artista mayor de 50. No van a ir a verlo los críticos, no van a ir verlo los curadores, vas a mostrar en una galería, poner todo tu esfuerzo, y no van a ir. Ahora, si yo recomiendo un artista joven, nuevo, puede no ser bueno pero la cosa es: «tenés que ver a este artista, tenes que verlo». Quizás después te dicen que era un desastre lo que les mandaste a ver, pero la cosa es que fueron. Sino, están los superconsagrados, pero son excepciones.
¿Vos ves más discriminación hacia las artistas mujeres mayores de 50 que hacia los artistas hombres?
Sí, por supuesto. Las mujeres no envejecemos igual que los hombres. Una mujer de 50 para arriba es una veterana, y un hombre maduro es un hombre maduro. El hombre es más escuchado, respetado en su madurez. A la mujer le cambió el cuerpo y en la sociedad la mujer cumple funciones primarias, primitivas, respecto al hombre.
¿Ya que has viajado, has visto diferencias en cuanto a la mujer y la mujer «vieja» en otros lugares del mundo?
En México, por ejemplo, lo veo más como un problema de clase, la clase alta descendiente de españoles sí tiene esos problemas, pero el pueblo no. Las comunidades indígenas tienen una visión muy distinta, las personas mayores todavía siguen siendo los sabios. En Europa tampoco tengo muy claro cómo es, pero sé que tienen cobertura social, los mandan a viajar, se retiran a la campiña, tienen una mejor situación económica, y la mujer tiene un rol más importante. Me encantó ir a Berlín y ver a las mujeres de mi edad de pelo corto, salen a bares, cancheras, se visten como son, no como pendejas.
¿Y el rol del Estado respecto a la cuestión de la vejez?
Creemos que nuestro proyecto Un lugar… tiene que tener una pata en el Estado. No solo porque es un derecho, sino porque hay que instalarlo como una cuestión política, social. Nosotros necesitamos un lugar para hacer todas las actividades que queremos hacer y desde ahí se genera todo los demás. Porque si se logra armar orquestas como los Papelnonos, tiene que haber un dinero para poder subsidiar lo que uno toma de la sociedad y devolverlo: financiar instrumentos, clases, etc.
¿Y cómo seria tu visión del centro que te gustaría crear?
En principio, nos encantaría hacer el galpón donde trabajaran artistas jóvenes y gente de todas las edades, generar espacios de trabajo, incluso alquilarlo para dar clases, conciertos, fiestas, obras de teatro, todo eso que junte dinero; ese dinero sería para mantener el espacio (además de los subsidios estatales) además de los sueldos de cada persona que integre ese espacio, porque yo no quiero vivir ahí. Yo voy a tener un trabajo, una función, y además voy a tener que dar actividades gratuitas, por ejemplo cuidar chicos. Yo fui madre soltera y eso me complicó mucho las cosas cuando ella no iba a la escuela, por ejemplo el rol de la abuela. Esos abuelos que quieran juntarse van a poder cuidar chicos. Así lo estamos imaginando, un espacio físico con talleres, clases, ancianos que trabajan, movimiento.
Contame sobre tu proyecto La danzonera.
El danzón es un baile popular mexicano, una especie de tango más salsero. Se baila en la calle; hay salones, también, pero en México se usa mucho la calle, acá no tanto. Hay un lugar especifico, La danzonera de la ciudadela, donde se va a bailar danzón. La mayoría de la gente que baila es mayor de 60 años. Se dan clases gratuitas durante la semana, y ahora empezó a ir gente más joven, pero por lo general es gente mayor. Es una manera de estar juntos, de encontrarse, de hacer una actividad. Fue creciendo muchísimo durante los últimos 15 años. Cuando empezaron, ellos no se daban cuenta de por que hacían lo que hacían, qué era lo que estaba pasando. Ahora sí, te dicen que es por salud, por reunirse, etcétera.
Nosotros fuimos ahí a buscar a Don Raúl, un señor de 93 años que es una bestia bailando, muy gracioso, además, y no le importa nada, el baile es lo que hace feliz. Yo lo fui a buscar para invitarlo a bailar en San Pablo y no lo encontré, pero encontré a dos bailarines, Conchita y Lucio, una pareja de baile que soñaba con viajar. Conchita soñaba con viajar, y ya estaba como olvidado el tema del viaje. María también soñaba lo mismo. María no había salido del D. F. nunca, no había viajado ni siquiera en micro. Cuando los invitamos no lo podían creer, pensaron que éramos narcos: «¿por qué nosotros los viejos vamos a ir con todo pago a un lugar que no sabemos donde queda en el mapa?». Entonces tuvimos que mostrarle las cartas de la embajada de Brasil, hablar con sus familias, tener varias reuniones, ir a comer, entrar en confianza, y aceptaron.
De alguna manera, ellos cumplieron un sueño; ahora los vamos a llevar a Londres y no lo pueden creer. Yo tampoco. Hay ciertas cosas que uno piensa que es tarde para hacer, y no es así. Eso de creer que solamente se puede estudiar de joven, que solo se puede viajar de joven, es absurdo. Yo quiero seguir estudiando, voy a terminar el secundario el año que viene y voy a hacer una carrera. Este año tengo mucho trabajo, pero el año que viene lo voy a hacer sí o sí.
¿Has intentado formar una danzonera o algo por el estilo en Buenos Aires?
No. He trabajado con señoras individualmente.
Acá entraríamos a hablar de tu proyecto La Hiedra…
Sí, trabajé historias de vida, de mi tía Rosita, o de Lidia, la abuela de una artista. Me iba con ella a tomar el té, me esperaba con sanguchitos de miga, una cervecita, le encantaba charlar conmigo y no podía entender que alguien quisiera hablar con ella, preguntarle sobre su primer amor, cosas que le parecía que no podían interesarle a nadie. Las cosas fueron aflorando, ella siempre había querido ser escritora, tenía un tic en la mano y se impuso el ejercicio de escribir a mano y eso la ayudó a mucho a reducirlo.
Cuando decidimos hacer el proyecto, indagar en la historia de amor que recordás con más emoción, charlamos y ella me mostró un paquete de cartas. Ahí había una que correspondía a la despedida de su novio de la adolescencia. Entonces ella me dice: «yo voy a escribir esta historia». Ella no podía escribir por el tic que tenía, intentó a escribir a máquina, no pudo, y después su misma doctora le indicó escribir a mano. Al principio no podía, probó con distintas letras, hasta que al final logró sacarse el temblor.
¿Cómo articulaste la muestra La Hiedra? ¿El proyecto empezó con estas charlas sobre historias de vida, o te empezaste a relacionar casualmente con estas personas?
No, esto surgió en base a otro proyecto mío. Yo tuve una muestra que se llamó Patrimonio, en la galería Alberto Sendrós en 2003. Creo que ahí hubo un cambio profundo en mi producción, y trabajé con mi propia historia, por eso después quise que otra persona me contara su propia historia, su patrimonio. Esa persona fue mi tía Rosita. Yo ya conocía a Lidia, y a la mamá de otra artista, y como yo tenía el proyecto semiarmado empecé a articular La Hiedra, la muestra donde puse los retratos de ellas, las historias, después la muestra se me fue un poco de las manos.
La pregunta no era tanto sobre el amor sino sobre cómo se envejece, cómo se planta uno en ese momento de la vida, pero no se puede preguntar así. Entonces empecé por ese lado.
En La Hiedra yo hice una convocatoria para que el público trajera a la galería objetos que simbolizaran algo respecto a una historia de amor propia, y la muestra terminó siendo sobre el amor. Se llama así por el bolero y porque la hiedra es eso que se pega al muro y no se puede sacar.
Durante 2005 y 2006 me empecé a juntar con estas mujeres para armar La Hiedra. No estoy feliz con ese trabajo, porque yo no trabajo sobre el amor romántico. Igual fue lindo, pasaron muchas cosas, se superinteractuaba, había una salita para ver películas, intercambio de discos, conciertos, etcétera.
¿Cómo continuó tu trabajo después de esa muestra?
Después de eso me fui a una residencia en México donde se necesitaba que los artistas propusieran un proyecto que tuviera que ver con la comunidad del barrio. Decidí hacer los retratos de las mujeres del barrio, y elegí a Margarita. A ella la impresionó que alguien viniera y le dijera «contame tu vida» y después salir a un centro cultural, dibujar, pintar bueno, de hecho, somos amigas ahora. Cada vez que voy a México voy a su casa.
Después fui a una ciudad que se llama Belfort y trabajé con obreros jubilados de un sindicato de trenes. Todos los jubilados de esa ciudad hacen arte. Tienen grupos de teatro, tienen una calidad de vida increíble en ese pueblo (no sé como será en el país).
¿Vos creés, aunque sea en un punto, en un arte revolucionario? ¿Para vos, puede generar un cambio en la sociedad?
Sí, aunque suene ridículo, porque lo ha hecho. Al menos a un nivel micro, ayudó a gente con la que trabajé, sanaron, mejoraron. Además, todo el arte da testimonio de la época que nos toca vivir. Al mismo tiempo, por ejemplo, pienso en lo que fue la crisis de 2001 y los movimientos artísticos que salieron a la calle, el intercambio que se generó. Los artistas dentro de los movimientos sociales no solo acompañaron, ellos también discutieron desde una propuesta concreta.
Yo soy utópica, romántica, en el sentido idealista, a mí me educaron en que el arte podía ser una manera de cambiar el mundo, que es algo que sigo sosteniendo, más allá del sistema del arte en sí, que es tremendamente duro, cerrado y discriminador.
¿Pero mas allá de lo que es ser artista dentro de la institución-arte, vos lo ves útil para la sociedad?
Sí, yo veo al arte como algo útil para la sociedad. Creo que es eficiente, que funciona por más que a uno lo miren con cara rara cuando uno dice «el arte es salud».
De algún modo, tenés experiencia para demostrarlo, ¿no?
Sí, por más que pueda parecer un discurso un poco alejado de las temáticas que discute el arte contemporáneo actual. Yo acepto qué es lo que hago y por dónde voy. También hay algo en mí que, en algún punto, contradice lo que te digo, porque empecé realmente a trabajar en 2003. Yo me siento joven. Mi obra es joven. No es que no hubiera reflexión ni trabajo en todo lo anterior, pero en 2003 yo tenía 45 y ahí pisé realmente el acelerador. Siento además que pertenezco al mundo artístico, al menos el regional, me siento querida por mis pares, reconocida por ellos, entonces, en algún punto se contradice con ese discurso de «viejo no se puede».